10

Desde el pasillo se oía música de vals. El barbero volvió a presentarse aquella mañana, a pesar de que ya había estado allí el día anterior y había dejado sus mejillas más lisas que nunca. Como de costumbre, uno de los camilleros, un veterano de la primera guerra mundial, golpeó su garfio de hierro contra la pata de la cama que tenía más cerca, señal habitual de que había que ir a la ducha. Bryan se sentía confuso y preocupado porque se había roto la rutina de siempre.

Y no era el único que se sentía así entre todos aquellos pacientes.

Al serles entregados unos batines limpios y blancos como la nieve, la mayor parte del personal que estaban de guardia sonrieron a la vez que los apremiaban a que se dieran prisa en concluir la rutina. Todo lustre, el oficial de seguridad que había matado de un tiro al simulador en la sala de gimnasia esperaba en la puerta giratoria en posición de piernas abiertas a que formaran delante de sus camas, mientras los observaba con una actitud entre autoritaria y amable. Entonces pasaron lista. Algunos nunca reaccionaban; hacía ya tiempo que Bryan se había separado de aquel grupo.

—Amo von der Leyen —dijo el oficial de seguridad.

Bryan se estremeció. ¿Por qué tenía que ser él el primero? Titubeó pero finalmente cedió cuando un enfermero lo agarró por el brazo.

El oficial de seguridad juntó los tacones y alzó el brazo en un «heil» mientras la extraña procesión desfilaba y salía por la puerta giratoria siguiendo el orden establecido por la lista. Atrás dejaron a un par de pacientes que acababan de someterse a una sesión de electrochoque, entre ellos a James.

Bryan miró a su alrededor, agarrotado por los nervios. Entre el grupo que venía detrás había dieciséis o diecisiete hombres que podían considerarse locos de atar. Llevaban ya tres meses allí ¿qué pensaban hacer con ellos? ¿Iban a ser trasladados a otra sección o a otro lazareto? ¿O tal vez estaban pensando en ajusticiarlos? ¿Y por qué lo habían llamado a él primero? No le pelaban[12] ni el oficial de seguridad que pisaba el suelo con fuerza, ni los enfermeros, ni los camilleros que se habían colocado a ambos lados de la hilera de hombres. Tal vez era mejor que James no estuviera entre el grupo.

La hilera pasó por la sala de tratamientos, la sala de electro-choque y la de control médico y atravesó la puerta por la que había entrado el primer día y que, desde entonces, no había vuelto a traspasar. Cuando llegaron a la escalera, el desasosiego ya había empezado a propagarse y muy pronto hubo algunos pacientes que se negaron a seguir. Se habían colocado contra la pared, con los brazos alrededor del cuerpo; no querían seguir. Los enfermeros se rieron y los obligaron a volver a la fila, procurando sonreír y utilizar un tono alentador y amable.

Hacía un día espléndido, pero todavía estaban en el mes de abril y la humedad de las alturas seguía resultando penetrante y fría. Bryan echó un vistazo a sus calcetines y a sus zapatillas mientras seguía avanzando, intentando evitar disimuladamente los charcos y el barro del patio. Cuando se dio cuenta de que llevaban al grupo hacia la sala de gimnasia, el pánico empezó a apoderarse de él.

El grupo estaba encabezado por un oficial de las SS que tan sólo avanzaba a un paso de Bryan. La funda del revólver colgaba pesada y amenazadoramente de su cinturón, a unos pocos centímetros del brazo de Bryan. ¿Tendría tiempo de cogerla? Y en tal caso, ¿en qué dirección correría? Más de doscientos metros lo separaban de la alambrada que asomaba por detrás de la sala de gimnasia y una profusión poco habitual de guardias y soldados se arremolinaban a muy poca distancia de allí. Y entonces pasaron por delante de los barracones. Detrás de la sala de gimnasia había una gran plaza abierta. A lo largo del césped se erguían las casas que Bryan hasta entonces sólo había podido imaginar pero no ver. Un edificio paralelo a la sala de gimnasia, dos dormitorios y un complejo que seguramente albergaba los despachos y las oficinas de la administración, con pequeñas ventanas y puertas de dos hojas de color marrón. El grupo se detuvo al llegar a un corredor bajo que unía la sala de gimnasia con el edificio que había detrás. El oficial de seguridad los abandonó un instante.

«Éste será el último sol que veré salir», pensó Bryan, a la vez que alzaba la mirada hacia la luz titilante que se extendía sobre las copas de los abetos y la paseaba por la hilera de hombres que estaban de espaldas al muro. El hombretón de la cara picada de viruela, que había adoptado una posición de firmes con la cabeza echada hacia atrás, despuntaba por encima de los demás.

El tipejo de la ancha cara de goma se encontraba justo entre los dos, masticando las palabras que nunca permitía que oyera nadie. Al oír unos pasos que se acercaban, Bryan se estremeció y los labios parlantes de su vecino se paralizaron.

Los primeros rayos de luz cortantes inundaron la plaza desde atrás, dotando a los uniformes negros y verdes de una pomposidad, una elegancia y una dignidad que contrastaban en todo con lo que Bryan había esperado. Un carnaval de condecoraciones, cruces de hierro, correajes relucientes y botas lustradas ahuyentó la idea del pelotón de ejecución. Se veían emblemas de las SS y calaveras por doquier. Todos los cuerpos, todos los tipos, todas las edades y toda clase de heridas. Ésa era la marcha de los heridos, una muestra completa de vendajes, cabestrillos, muletas y bastones; la prueba de los soldados de élite de que una guerra no puede ganarse sin un derramamiento de sangre.

Los soldados hablaban en pequeños grupos de forma distendida y desfilaban lentamente hacia el asta de la bandera que se erguía en medio de la plaza. Los seguían una retaguardia de soldados en sillas de ruedas empujadas por enfermeras. Y cerrando filas, por el sendero enlosado, aparecieron unas cuantas camas sobre enormes ruedas, conducidas por camilleros sudorosos.

El aire era milagrosamente fresco, pero también helado, teniendo en cuenta los ropajes apenas suficientes para resistir el frío que, al fin y al cabo, constituían una bata y un camisón. La dentadura del vecino de Bryan empezó a castañetear. «Deja de preocuparte por ello», pensó Bryan alzando la vista hacia la bandera de la cruz gamada, la esvástica que en aquel preciso instante estaban izando en el más estricto silencio, sólo roto por algunos reverentes «heil».

Habían colocado al grupo de locos detrás de todos los demás, en la esquina noroeste del recinto. Bryan se inclinó hacia un lado, como si estuviera a punto de quedarse traspuesto, y echó un rápido vistazo por detrás de la esquina del edificio. Desde donde estaba, podía ver un pequeño edificio de ladrillo construido en el borde de la roca; probablemente, la capilla del hospital. En el otro extremo, cerca de la alambrada, en dirección oeste, apareció otra entrada flanqueada por unos guardias en posición de firmes que contemplaban el espectáculo a lo lejos. Los brazos alzados seguían dirigidos a la bandera cuando de pronto todos, llenos de entusiasmo, entonaron el Horst Wessel, canto que hizo que los pájaros levantaran el vuelo precipitadamente.

No había ni un solo loco que cantara. Algunos susurraban mientras otros permanecían pasivos, mirando a su alrededor, confundidos por esta nueva situación. El eco y la fuerza de las numerosas voces llenaron la plaza y el aire de embriaguez y voluntad y dotaron la bandera de una exuberancia deslumbrante. Bryan seguía petrificado por la belleza grotesca del acontecimiento, y hasta que no descubrieron el retrato del Führer no comprendió por qué los habían reunido en aquella plaza y por qué los habían afeitado a deshora. Cerró los ojos y volvió a ver el papelito que ayer colgaba sobre la cama del Hombre Calendario. Ayer había sido 19 de abril y, por tanto, hoy era 20, el cumpleaños de Hitler.

Los oficiales llevaban la gorra debajo del brazo, apretada contra el cuerpo. Parecían columnas, a pesar de sus heridas, mientras contemplaban respetuosamente el retrato de su Führer; un contraste muy fuerte con las caricaturas de Hitler que solían adornar los barracones de la RAF, mancilladas con pintadas, dardos y groserías.

Algunos de los guerreros curtidos en la batalla parecían embriagados por la euforia y se protegían los ojos con la mano mientras miraban fijamente hacia la bandera ondeante, cegados por su belleza y traspuestos por el gran sentimiento que henchía sus corazones y por la emoción. Bryan examinó la zona que se extendía a sus espaldas. Detrás de la alambrada habían levantado otro cerco; una defensa más bien miserable hecha de palos sin descortezar, entrelazados por alambre de púas. El sendero de cascajos por el que habían llegado en su día seguía más arriba, bordeando las rocas de la montaña. Bryan giró la cabeza unos grados y de nuevo dirigió la mirada hacia el oeste y hacia los guardias, que seguían hablando entre ellos.

Ésa era la dirección que tomaría para huir. Superaría la primera alambrada y pasaría por debajo de la segunda, seguiría el camino y bordearía el arroyo hasta adentrarse en el valle, en dirección a las vías del tren que se extendían a lo largo del Rin hasta Basilea.

Si seguía las vías del tren en dirección sur, en algún momento alcanzaría la frontera suiza. El tiempo diría cómo la cruzaría.

Movido por un sexto sentido, Bryan volvió la cabeza y se encontró con la mirada del hombre de la cara picada. El gigante bajó la mirada al instante y la mantuvo baja. Había habido un destello en aquellos ojos que daba muestra de una cordura absoluta. Bryan decidió que, a partir de entonces, vigilaría al hombre del rostro picado discretamente. Volvió a dirigir la mirada hacia la alambrada. No era demasiado alta, determinó.

Si era posible bascular el asta sobre el perno inferior, podría descansarla sobre la alambrada y utilizarla como puente. Las manchas de óxido que se extendían alrededor de la tuerca de los grandes pernos le hicieron cambiar de parecer. Si hubiera dispuesto de una llave inglesa, podría haberlo hecho. Pequeños detalles como ése eran los que resultaban decisivos; cosas y acontecimientos insignificantes como el encuentro casual con tu futuro socio, frases inesperadas pronunciadas en la infancia, la suerte que te sonríe oportunamente; todos aquellos fragmentos que emergen repentinamente de la suma que constituye el futuro y lo hace imprevisible.

Como aquella mancha imprevista de óxido alrededor de aquel perno cualquiera.

Tendría, por tanto, que trepar por encima de la alambrada y contar con que las púas que la coronaban lo arañarían hasta sangrar. Y estaba, además, el tema de los guardias. Porque una cosa era pasar al otro lado sin ser visto, y otra muy distinta, desaparecer de allí después. Bastaría una sola ráfaga de metralleta en la oscuridad. Aquí el azar volvía a jugar un papel importante. En la medida en que pudiera evitarlo, Bryan no dejaría que el azar decidiera en ese tipo de cuestiones.

Tras la ceremonia, que finalizó con un discurso pronunciado por el comandante en jefe de seguridad con un ímpetu que resultaba difícil atribuir a un personaje tan falto de vigor, todo el mundo prorrumpió en un «heil» que se fue propagando como una ola interminable. Posteriormente, la plaza se fue vaciando lentamente de sillas de ruedas y camas que acogían a infinidad de lisiados de sonrisas felices que despedían orgullo y amor a la patria en cantidades ingentes; sin duda, en la seguridad de haber cumplido con su deber y de estar a buen recaudo donde estaban.

Detrás del bloque, los oscuros abetos se mecían suavemente al viento. El frío y los escasos cien metros que recorrieron hasta llegar al edificio entumeció sus articulaciones. De poco sirvió que los guardias los apremiaran. «¡Cuídate! Procura no ponerte enfermo», pensó Bryan.

Había descubierto una vía de evasión. Si enfermaba, ni él ni James tendrían tiempo de escapar antes de la próxima tanda de electro-choques. Por tanto, había que estudiar las posibilidades rápida y concienzudamente. Y tenía que hacer partícipe a James de sus planes, lo quisiera o no. Sin James no habría manera de llevar a cabo un plan sostenible.

Y sin James tampoco habría fuga.