13
A menudo, los relatos eran aterradoramente detallados. Los simuladores se deleitaban abundando en las fechorías que habían cometido y todas las noches intentaban superarse el uno a los otros. Los simuladores solían iniciar las sesiones con un «¡Os acordáis…!», seguido de un retazo de aquel mosaico que poco a poco iba descubriendo cómo habían terminado a su lado y por qué estaban dispuestos a permanecer allí a toda costa, hasta que pudieran huir o la guerra llegara a su fin.
La mayoría de las veces, James acababa conmocionado.
Cuando aquellos diablos finalmente se quedaban callados, sus relatos se reproducían en sus pesadillas con tal riqueza de formas, colores, olores y detalles que, muchas veces, James acababa por despertarse bañado en sudor.
A lo largo de los años 1942 y 1943 y siguiendo órdenes, el Obersturmbannführer[13] Wilfried Kröner había arrastrado a su cuerpo de apoyo de la SS Wehrmacht ante la policía de seguridad, la SD, pisando los talones a las divisiones blindadas de las Waffen SS que se desplazaban por el frente oriental. Allí había aprendido que es posible quebrar la voluntad de cualquiera, descubrimiento que le hizo amar su trabajo.
—¡Antes de llegar al frente oriental ya sabíamos lo tercos que pueden llegar a ser los partisanos soviéticos durante un interrogatorio! —Kröner hizo aquí una pequeña pausa y luego prosiguió—: Pero cuando los primeros diez partisanos habían dejado de gritar, cogías a otros diez más, ¿no es así? Siempre había alguno que acababa por hablar con tal de llegar al cielo de una forma un poco más suave.
La silueta que se perfilaba en la cama contigua a la de James hablaba de ejecuciones en la horca durante las cuales los delincuentes eran alzados lentamente hasta que apenas alcanzaban el suelo con la punta de los pies, e intentaba reproducir aquel extraño cosquilleo que había sentido cuando la superficie estaba helada y las puntas de los pies bailaban febrilmente sobre el hielo liso como un espejo. También había contado con orgullo cómo, en más de una ocasión, había conseguido echar una soga por encima de la horca con tal precisión que había llegado a ahorcar a dos partisanos que pesaban lo mismo con una misma cuerda.
—Si pataleaban demasiado, claro, no era posible hacerlo cada vez y entonces había que recurrir a métodos más tradicionales —añadió—. Pero por lo demás, era de buena educación mostrar un poco de imaginación; aquello infundía respeto entre los partisanos. ¡Era como si les costara menos soltarse a hablar durante mis interrogatorios!
Kröner paseó la mirada por la sala para cazar cualquier movimiento que pudiera producirse a su alrededor. James cerró los ojos en cuanto el hombre de la cara picada de viruela se dio la vuelta y fijó la mirada en él.
—Si es que llegaban a hablar, ¡claro está! James sintió náuseas.
En muchos aspectos, aquellos tiempos habían sido muy valiosos para Kröner. Durante uno de sus interrogatorios, un pequeño y terco teniente de las tropas soviéticas se había hundido, a pesar de demostrar una voluntad y una resistencia a prueba de fuego, y había sacado un monedero de lona de sus calzones cortos. No le había servido de nada, pues lo azotaron hasta morir. Sin embargo, aquel monedero resultó ser muy interesante.
Anillos y marcos alemanes, amuletos de plata y de oro y algunos rublos rodaron sobre la mesa. Su ayudante había estimado el botín en unos dos mil marcos cuando decidieron repartírselo. Había, pues, cuatrocientos marcos para cada oficial de la plana mayor de Kröner y ochocientos para él. Para ellos fue una simple recuperación de un botín de guerra y, a partir de entonces, se preocuparon de registrar a todos los prisioneros personalmente antes de que nadie pudiera interrogarlos o llevarlos al matadero, que era como Kröner se refería lacónicamente a las ejecuciones de los consejos de guerra. Se rió recordando la vez en que sus subordinados lo habían pillado en un intento de saqueo sin querer compartir el botín con ellos.
—¡Me amenazaron con delatarme, esas bestias ridículas! ¡Como si no fueran tan culpables como yo! Todo el mundo se quedaba con lo que pillaba cuando tenía ocasión de hacerlo.
Los dos oyentes se rieron silenciosamente, sentados como estaban con las piernas recogidas debajo del cuerpo, a pesar de que ya habían escuchado aquella anécdota otras veces. Kröner bajó la voz hasta alcanzar un tono confidencial:
—¡Pero hay que cuidar de uno mismo! Y por tanto me deshice de los tres para que no volvieran a tomarme el pelo nunca más. Cuando encontraron a dos de los cadáveres fui interrogado, naturalmente, pero, a fin de cuentas, no pudieron probar nada. Al tercero lo tomaron por desertor. Todo salió a pedir de boca. Y de esta forma, ya no tendría que compartir con nadie, ¿no es así?
El hombre que ocupaba la cama del medio se incorporó apoyándose en los codos:
—Bueno, ¡conmigo sí que tuviste que compartir!
Aquel rostro era el más ancho que James había visto jamás, sembrado de pequeñas arrugas transversales que solían asomar por cualquier motivo en cualquiera de sus sonrisas o en los raros y exiguos momentos de preocupación. Las cejas oscuras saltaban arriba y abajo, confiriendo dulzura a su estampa.
Un juicio fatalmente equivocado.
La primera vez que Kröner y el tal Horst Lankau se vieron fue en el invierno de 1943, concretamente tres semanas antes de Nochebuena. Aquel día, Kröner había estado de batida en la sección meridional del frente oriental. El objetivo había sido hacer limpieza después de una incursión recién finalizada.
Las aldeas habían sido aplastadas pero no devastadas. Tras los tabiques de madera derrumbados, al abrigo de unas gavillas de paja, todavía se cobijaban algunas familias que se alimentaban con sopas hechas de los huesos del bestiaje muerto. Kröner se encargó de sacarlos a todos y de que fueran ajusticiados.
—¡Adelante! —apremió a los soldados de las SS.
Su objetivo no era cazar a partisanos potenciales, sino a oficiales soviéticos que tuvieran algo que contar y tal vez también algo de valor que ofrecer.
A las afueras de la cuarta aldea, una sección de soldados de las SS sacó a un hombre de entre las cabañas que seguían ardiendo y lo arrojaron al suelo delante del vehículo de Kröner. Aquella piltrafa se puso en pie inmediatamente y mientras se sacudía la nieve de la cara bufó amenazadoramente hacia sus guardianes. Sin miedo, se encaró a su juez:
—Ordénales que se alejen —dijo con un acento prusiano muy marcado haciendo un gesto de rechazo dirigido a sus vigilantes con una expresión imperturbable en los ojos—, ¡tengo cosas importantes que contar!
Kröner estaba irritado por el desprecio por la muerte mostrado por aquel hombre y exigió que se pusiera de rodillas mientras apuntaba a su rostro impávido con un dedo enguantado pegado al gatillo. Envuelto en aquellos miserables harapos de campesino, el hombre le contó sin tapujos que era desertor alemán, Standartenführer del cuerpo de cazadores y un soldado endemoniadamente bueno, condecorado en múltiples ocasiones y, desde luego, no era uno al que se lo ajusticiara sin antes someterlo a un consejo de guerra.
La curiosidad que fue despertando lentamente en Kröner le salvó la vida a aquel pelagatos. Cuando le comunicó que se llamaba Horst Lankau y que tenía una propuesta que hacer a su guardián, su ancho rostro ya era un esbozo del triunfo.
El pasado militar de Horst Lankau era difuso. James concluyó que ya antes del estallido de la guerra debía de haber iniciado una carrera militar. Tenía una gran experiencia. A juzgar por lo que había contado, había estado destinado a una carrera militar gloriosa pero también tradicional.
Sin embargo, la guerra en el frente oriental había modificado rápidamente hasta las tradiciones más insignes.
Originariamente, el cuerpo de cazadores de Lankau, uno de los ases que la ofensiva se guardaba en la manga, había sido movilizado para cazar a oficiales del Estado Mayor soviético en la retaguardia del enemigo. Luego debían entregarlos al SD o, rara vez, a la Gestapo, para que ellos se encargaran de sacarles toda la información que tuvieran. Y a ello se había dedicado Lankau durante algunos meses; una tarea sucia y peligrosa.
En una ocasión feliz habían dado con un general de división entre cuyas pertenencias se encontraba, entre otras cosas, un cofrecito que contenía treinta diamantes pequeños pero cristalinos; toda una fortuna.
Aquellas treinta piedras lo habían llevado a la conclusión de que la guerra había que sobrevivirla, fuera cual fuese el precio que hubiera que pagar por ello.
Kröner se rió cuando Lankau llegó al punto de su relato en que tuvo que explicar, casi disculpándose, que el robo había sido descubierto por sus propios hombres.
—Los reuní alrededor de la hoguera y les ofrecí una ración extra de sucedáneo de café a aquellos estúpidos confiados.
Todos se rieron cuando reveló el desenlace de la historia. Entre sorbo y sorbo de café, había lanzado una granada de mano que había reventado a todos y cada uno de los soldados de élite y a sus prisioneros. Después de esta acción, Horst Lankau se había refugiado entre los campesinos soviéticos, a los que pagaba por su seguridad con limosnas. Mientras estuviera ahí, él y la guerra tendrían que desenvolverse el uno sin la otra, había pensado.
Y entonces fue cuando Kröner se interpuso en su camino.
—Pagaré por mi vida con la mitad de los diamantes —había tentado a su guardián con una expresión de desprecio por la vida en la cara—. Si me exiges que te los dé todos, dispárame ahora mismo, pues no te los daré, y tú tampoco sabrás encontrarlos. Pero te daré la mitad si tú me das tu pistola y me llevas a tu cuartel. Cuando llegue la hora, dirás que me has liberado del cautiverio en que me tenían los partisanos soviéticos. Hasta ese momento, dejarás que me quede en el cuartel sin que tenga que relacionarme con los demás oficiales. ¡Ya te contaré lo que tendrá lugar después!
Luego Kröner y él habían regateado a fin de llegar a un acuerdo para la repartición de los diamantes aunque, finalmente, Lankau se había salido con la suya. Quince diamantes para cada uno, y Lankau se alojaría en la guarnición de Kröner con una pistola cargada en el bolsillo.
—Tendrás que darme un diamante por cada semana que te tenga a pan y cuchillo —dijo Kröner en un último intento de presionarlo.
Lankau le devolvió una sonrisa tan amplia como su ancho rostro. Kröner entendió que su propuesta había sido rechazada. Tendría que deshacerse de Lankau cuanto antes para que no atrajera inoportunamente la atención de sus superiores.
A lo largo de los tres días de permiso que Kröner tuvo fuera de la guarnición, Lankau no se separó de su liberador ni un solo instante. Kröner no sabía si era la mano que siempre llevaba metida en el bolsillo de la pistola o la expresión perpetuamente bonachona y casi piadosa de su rostro lo que lo perturbaba, pero lo cierto es que había empezado a sentir respeto por la sangre fría y la tenacidad de Lankau. Poco a poco, también empezó a entender que juntos podrían conseguir unos resultados que ninguno de ellos podría lograr por separado.
El tercer día se fueron a Kirovogrado, lugar que solían visitar la mayoría de los soldados cuando la comida de las cocinas de campaña se volvía demasiado monótona o la vida en el frente demasiado sombría.
Kröner había pasado largos ratos sentado con los codos apoyados en las mesas de roble, seleccionando divertido a los huéspedes con los que podría iniciar una pelea o, mejor aún, a los que podría sacarles dinero para que no los hiciera trizas.
Fue en aquel lugar donde Lankau inició a Kröner en sus planes que se habían ido fraguando durante los meses de triste ociosidad que había pasado en la aldea soviética.
—Quiero volver a Alemania lo antes posible, ¡y ahora sé cómo conseguirlo! —le había susurrado al oído—. Uno de estos días te pondrás en contacto con la comandancia y les comunicarás que me has liberado de mi cautiverio de acuerdo con lo que acordamos. Luego me conseguirás un certificado médico que establecerá que los partisanos me han torturado con tanta saña que he acabado por enloquecer. Cuando esté en el tren hospital con rumbo al oeste, te pagaré dos diamantes más que he escondido.
La idea atrajo a Kröner. De esa manera podría librarse de Lankau y, a su vez, sacar provecho de ello. Podía ser una especie de ensayo general de lo que él mismo tendría que hacer antes o después, si la vida en el frente se tornaba demasiado peligrosa y arriesgada.
Ensayo general o no, las cosas no iban a salir así. Detrás de la taberna de los oficiales había cuatro letrinas para aliviar el uso que se hacía de las dos que había dentro. Kröner siempre había preferido cagar al aire libre.
Allí se tambaleó, se abrochó la bragueta y se rió al pensar en los dos diamantes que le iban a tocar de más mientras abría la puerta que daba al exterior. Delante de él, envuelto casi por completo en la oscuridad, apareció una figura que no hacía ademán alguno de querer dejarlo pasar. Una estupidez, había pensado Kröner, cuando se es tan enclenque y bajito.
—Heil Hitler, Herr Obersturmbannführer —pió el hombre sin moverse ni un milímetro del lugar.
En el mismo instante en que Kröner cerró el puño y se dispuso a apartar a aquel obstáculo de un manotazo de su camino, el oficial se llevó la mano a la gorra y dio un paso atrás en la débil luz que iluminaba el muro del patio trasero.
—Herr Obersturmbannführer Kröner, ¿tiene un momento para hablar conmigo? —le dijo el extraño—. ¡Tengo una proposición que hacerle!
Tras unas pocas frases, aquel pequeño y flaco oficial acaparó todo el interés del oficial Kröner. Miró a su alrededor, agarró al Hauptsturmführer del brazo, se lo llevó a la calle, donde aguardaba el hombre del rostro ancho, y lo metió en su vehículo, que estaba aparcado delante de la bocacalle más próxima.
El hombrecito nervudo se llamaba Dieter Schmidt. Su superior le había ordenado que se pusiera en contacto con Wilfried Kröner. No quería que se revelara su identidad, aunque había querido que su subordinado añadiera que a Kröner no debería costarle mucho hacerlo si así lo deseaba.
—Si algo fuera mal, será más seguro para todos que no conozcamos nuestras verdaderas identidades —dijo Dieter Schmidt a la vez que miraba a Horst Lankau, que no parecía tener ni la más mínima intención de presentarse—. Puesto que el plan es de mi superior y que, en una primera fase, hasta que se ponga en marcha, sólo él correrá literalmente el riesgo de que lo cuelguen, les ruega que respeten su deseo de anonimato.
El hombre flaco se desabrochó los botones superiores del abrigo y miró a ambos a los ojos durante un buen rato antes de proseguir.
Dieter Schmidt provenía de las divisiones blindadas de la SS Wehrmacht, eso era evidente. Sin embargo, originariamente había sido Sturmbannführer y vicecomandante en un campo de concentración.
Unos meses atrás, él y su comandante, que era responsable de un campo de concentración y de tres campos de trabajo menores subordinados, habían sido obligados a dimitir de sus puestos, degradados y transferidos a servicios administrativos en la SS Wehrmacht en el frente oriental; una alternativa razonable a la deshonra y la ejecución. Sin embargo, a medida que fue pasando el tiempo en tierras soviéticas, fueron comprendiendo que probablemente jamás volverían a abandonarlas. Los alemanes luchaban como diablos para mantener sus posiciones, pero ya no había indicios de que pudieran seguir conteniendo el avance del ejército soviético. A pesar de que las funciones de Dieter Schmidt y de su superior consistían, sobre todo, en realizar tareas administrativas, el frente estaba lo suficientemente cerca para que los vehículos acorazados soviéticos pudieran llegar al lugar en menos de media hora.
Es decir, que sus vidas corrían peligro constantemente. Los cañonazos constituían un acompañamiento diario al tecleo de las máquinas de escribir. De los veinticuatro oficiales superiores que habían servido originariamente en los despachos del Estado Mayor sólo quedaban catorce. Así era el frente oriental, eso lo sabía todo el mundo.
—Me parece que nuestro truco en el campo de concentración estaba más generalizado de lo que creíamos entonces —explicó Dieter Schmidt—. Teníamos un presupuesto de gastos diario que había que respetar. Por ejemplo, disponíamos de mil cien marcos al día para la manutención de los prisioneros. Lo que hicimos fue engañar a la administración central saltándonos el reparto de comida aproximadamente cada cinco días. Al fin y al cabo, aquella chusma no podía quejarse a nadie. Lo llamábamos castigo colectivo remitiendo a ciertas faltas que jamás se habían cometido. Naturalmente, algunos miles pagaron con sus vidas, algo que nadie lamentó.
»Por lo demás, no solíamos ser demasiado exactos a la hora de llevar las cuentas de lo que ingresábamos por el alquiler de esclavos y, finalmente, hicimos una ligera reducción de las tasas, lo que sin duda aumentó el volumen de negocios con relación a su finalidad. Los fabricantes y demás patrones nunca se quejaron. La colaboración era ejemplar.
»A finales de verano contabilizamos nuestros beneficios totales en, más o menos, un millón de marcos. Resultó ser un negocio fenomenal hasta que un capo, durante una inspección, tuvo la mala suerte de derribar a un funcionario de Berlín al que se le rompieron las gafas. El capo se puso inmediatamente de rodillas y suplicó por su vida, como si hubiera alguien que fuera a tomarse la molestia de quitársela. Lloraba e imploraba y llegó incluso a agarrarse al funcionario que, confundido, intentaba soltarse, algo que sólo hizo que aquel hombre se aferrara a él con más fuerza. Al final el capo gritó que se lo contaría todo acerca del funcionamiento de aquel campo si le perdonaba la vida. Lo que sabía era, por supuesto, muy limitado, aunque sí logró proferir que se hacían trampas con las raciones de comida antes de que lográramos sacarlo de ahí y acabar con él. Y entonces ya fue demasiado tarde.
»Durante la revisión de cuentas que se llevó a cabo descubrieron todo el dinero que habíamos apartado y lo confiscaron. Permanecimos un mes entero en la cárcel de Lublin, esperando que ejecutaran nuestra sentencia de muerte. No sabemos lo que pudo modificar la sentencia, aparte de la situación bélica. No obstante, alguien debió de cambiar de opinión. Y así fue cómo aterrizamos en el frente oriental.
Poco a poco, James logró ordenar la información que fue recibiendo. Pequeños retales de algún acontecimiento por aquí, una historia por allá y horas y más horas de fanfarronerías que, en conjunto, conformaban la historia de los simuladores que dormían a su lado.
Dieter Schmidt, el hombrecito enclenque que ocupaba la cama más alejada, solía hablar en voz muy baja y, por tanto, muchas de las cosas que decía resultaban difíciles de entender. En una situación extrema como aquélla, resultaba casi imposible dilucidar si era tímido por naturaleza o si era el miedo a ser descubierto que le influía al hablar. Sin embargo, era evidente que cuanto más tiempo hubiera durado una tanda de electro-choques, más difusas resultaban sus explicaciones, mientras que ni Kröner ni Lankau parecían reaccionar de manera especial a aquellos tratamientos y siguieron intercambiando experiencias todas las noches.
Cualquier noche, una de las enfermeras los oiría, rezaba James. Así su pesadilla terminaría y aquellos tres condenados serían desenmascarados.
Hasta entonces, debería procurar que ninguno de ellos sospechara de él. Si bien es cierto que la historia de los simuladores era aterradora, a veces también le resultaba fascinante. Al igual que las películas y novelas que James reproducía en su mente, los relatos de aquellos tres hombres fueron cobrando mayor importancia gradualmente.
Las escenas iban sucediéndose nítidamente en su cabeza.
Dieter Schmidt siempre llamaba a su superior anónimo el Cartero, un sobrenombre que había recibido por haber utilizado piel humana para las felicitaciones. «¿O acaso no es el mayor deseo de cualquiera que esté confinado en este campo que lo envíen lejos de aquí?», había comentado.
Dieter Schmidt describió a ese tal Cartero como una persona alegre e ingeniosa que en todos los sentidos hacía que su vida en el campo de concentración pudiera medirse con las condiciones de las que habían disfrutado en casa.
Sin embargo, tras la degradación y el traslado, se terminaron la abundancia y las chapuzas del Cartero y de Schmidt. Los medios se habían hecho más escasos, la responsabilidad era de otros y la vigilancia a la que los sometieron en el cumplimiento de su trabajo era exhaustiva, desconfiada y meticulosa.
Y sin embargo, una feliz coincidencia les brindó una ocasión inmejorable.
—Un día en que varios sectores del frente se habían hundido, lo que en Berlín prefieren llamar reducción del frente, el Cartero tuvo una idea. Ya sabéis cómo, en una situación como ésa, todos piden refuerzos y material nuevo a gritos.
»El Obergruppenführer Hoth, coronel general del cuarto ejército blindado, estaba furioso porque había desaparecido un tren de mercancías que transportaba recambios para los vehículos acorazados y encomendó a nuestra sección la tarea de encontrar esos recambios inmediatamente.
»Tres días antes de la conquista rusa de Kiev encontramos los vagones de mercancías en un rincón de la zona de maniobras de la ciudad. Hoth estaba feliz y ordenó al Cartero que se hiciera cargo personalmente de la vigilancia del transporte en su camino a Vinnitsa, donde el material destrozado aguardaba los recambios.
»En Vinnitsa se descargaron cientos de cajas pesadas llenas de piezas de motor, cadenas de oruga, ejes y recambios menores en un almacén. En la parte posterior de aquel enorme almacén que estaba prácticamente a oscuras se amontonaban desordenadamente miles de cajas. De entre todas aquellas capas sobresalían marcos, telas y un sinfín de objetos sin embalar que excitaban nuestra curiosidad y llamaban la atención sobremanera. Tanto el Cartero como yo nos quedamos atónitos ante tal abundancia, que revelaba que un enorme botín de guerra había sido apartado en aquel lugar para ser trasladado posteriormente a Alemania, en cuanto hubiera un transporte de mercancías disponible.
»No tardamos mucho en descubrir que habíamos tenido razón. Durante todo el año 1943, cualquier objeto de un valor superior a los tres mil marcos que hubiera sido extraído de las iglesias, oficinas oficiales, museos y colecciones privadas del distrito, había sido apartado y almacenado allí. Era obvio que, ahora que las fronteras avanzaban, aquel enorme botín iba a ser evacuado muy pronto. Y fue cuando al Cartero se le ocurrió la brillante idea de trasladar un par de cientos de cajas y depositarlas cincuenta metros más atrás.
»Y ya veríamos lo que pasaba.
La alegría del Cartero y de Dieter Schmidt fue enorme cuando, cinco días después, volvieron al almacén. El truco había funcionado; se habían llevado todas las cajas.
Salvo las que ellos habían separado.
De pronto tenían mucha prisa. Cuando el transporte llegara a Berlín, se descubriría durante la descarga y el recuento que faltaban un par de cientos de cajas.
—¡Y fue cuando recibí la orden de intentar ponerme en contacto con usted, Herr Obersturmbannführer Kröner! —explicó Dieter Schmidt en el coche aparcado detrás de la taberna de Kirovogrado—. El caso es que necesitamos la ayuda de un superior que esté relacionado con el SD. Por estos lares no hay nadie que quiera tener nada que ver con los asuntos de la policía de seguridad. Aparte de esto, las unidades que colaboran con la policía de seguridad disfrutan de una serie de ventajas añadidas, como son la movilidad y la libertad de acción. El otro día nos dimos cuenta de que usted era el hombre indicado.
«Usted, Herr Obersturmbannführer, trabaja en el mismo sector del frente que nosotros. Sabemos que usted, en algunas ocasiones, ha mostrado tener iniciativa propia. Es usted inteligente e imaginativo, Herr Kröner. Pero lo que sobre todo nos ha sorprendido es su absoluta falta de escrúpulos. Debe perdonarme mi franqueza, Herr Obersturmbannführer, pero el tiempo no me permite perderme en las habituales fórmulas de cortesía».
Trazaron un plan.
Kröner se encargaría de trasladar a algunos esclavos soviéticos a Vinnitsa. Una vez ahí, Lankau debería obligar a aquellos infelices a cargar reliquias, iconos, objetos de plata sacramentales y demás preciosidades en un vagón de mercancías que el Cartero había logrado trasladar a unos pocos cientos de metros del almacén. El vagón sería utilizado para «almacenar piezas de recambio». Nadie lo echaría de menos.
La manera de deshacerse de los esclavos, una vez hubieran realizado su trabajo, se la confiaban gustosamente a Kröner y a Lankau.
Dieter Schmidt se ocuparía, además, de que el vagón fuera provisto de documentación de transporte falsa y expedido inmediatamente a una aldea del corazón de Alemania, donde permanecería cerrado en un apartadero hasta que hubiera terminado la guerra.
En cuanto la mercancía hubiera sido expedida, Kröner debería dar parte de la «liberación» de Lankau. Exactamente como en el plan original, declararía que Lankau padecía agotamiento psíquico y que, por tanto, debía ser devuelto a Alemania.
Superado un cierto escepticismo, Dieter Schmidt se entusiasmó enormemente con la idea de la demencia. Naturalmente, existía el riesgo de que fueran descubiertos o de que los hicieran desaparecer. Él mismo había dado cientos de órdenes para que liquidaran a los perturbados en el campo de concentración que había codirigido. Sin embargo, el grado de demencia sería decisivo. Habría que procurar convencer al mundo de que no era incurable. De esta forma, cabía la posibilidad de que saliera bien.
Y de todos modos, ¿qué otra alternativa tenían? Durante las últimas semanas, la guerra se había convertido en un infierno sobre la tierra. La resistencia había sido despiadadamente eficaz e interminable. Sería imposible ganar la guerra. Se trataba de sobrevivir a cualquier precio y constituiría una ventaja considerable encontrarse lo más lejos posible de los acontecimientos si se descubría el timo.
La idea de simular una demencia era ideal. ¿Quién iba a sospechar que alguien que había sufrido un shock durante un bombardeo, a miles de kilómetros del frente, había robado objetos de valor de un peso total de varias toneladas? Dieter Schmidt confiaba plenamente en esa idea. Debían simular demencia. ¡Todos! Él, Kröner, Lankau y el Cartero.
El plan parecía bueno y seguro. Dejando de lado el enorme premio que les aguardaba, todos ellos tenían razones de sobra para desaparecer.
La «Operación Demente» se pondría en marcha en cuanto el Cartero expidiera la palabra en clave «Heimatschutz». En el momento en que llegara el aviso, Kröner se encargaría de asolar un par de aldeas ucranianas sin dejar a nadie con vida y haría ver que Lankau había sido liberado de una de ellas.
Luego, Kröner debería ponerse en contacto con Dieter Schmidt con el propósito oficial de abogar en favor del trato preferencial de las tropas de apoyo del SD en la difícil y aguda situación de abastecimiento.
Durante esa reunión deberían procurar quedarse a solas durante la tarde, cuando la artillería soviética acostumbraba inundar la retaguardia con granadas. En cuanto se fueran aproximando los bombardeos, deberían ponerse a cubierto y hacer saltar el cuartel de Dieter Schmidt. Así se crearía la idea de que una «granada errante» soviética había dado en el blanco. Durante el desescombro de las ruinas encontrarían tanto a Kröner como a Schmidt bajo los escombros, víctimas de un shock provocado por la granada. Aquel estado debería prolongarse hasta que terminara la guerra.
El Cartero se ocuparía de prepararse por su cuenta. «Ya llegará el momento de dejarme ver», les había comunicado a través de Dieter Schmidt. Finalmente, éste había conseguido convencer a Kröner y a Lankau de que el Cartero no era un hombre que engañara a sus amigos.