68

Todavía era invierno. Durante los últimos kilómetros antes de llegar a la casa, el semblante de Laureen había expresado preocupación. Hasta entonces, el viaje no había sido ningún placer.

—¿Realmente es necesario, Bryan? —volvió a preguntar por enésima vez.

—¡Para mí, sí! ¡Aún tienes tiempo para arrepentirte, si eso es lo que quieres! —Bryan estiró los dedos sobre el volante y volvió a cerrarlos a su alrededor.

—¿Cómo podemos saber que no volverá a comportarse mal?

—Ya lo hemos hablado mil veces, Laureen. ¡Se acabó!

—¡Hablarlo, sí! Pero ¿lo sabemos con seguridad?

—¡Eso es lo que dice Petra, y eso es lo que dice su médico!

Laureen suspiró. Bryan sabía perfectamente que llevaba los últimos meses preocupada por el reencuentro con James.

Desde que volvieron a casa.

—¡Me alegro de que se hayan instalado en Dover y no en Canterbury! —prosiguió.

—¡Lo sé, Laureen! —Bryan dejó vagar la mirada por los caminos que cruzaban la carretera. El tráfico se estaba agotando. Eso quería decir que pronto llegarían a su destino. No era la primera vez que circulaban por aquella zona, pero tampoco era la parte de Dover que mejor conocía. Sacudió la cabeza—. ¿Y qué querías que hiciera allí? —prosiguió sin mirar a Laureen—. Ni su casa familiar ni su familia se encuentran ya en Canterbury. ¡Elizabeth vive en Londres!

—¿Que por qué iba a vivir en Canterbury? —Laureen pasó un pañuelo por el cristal—. ¡Pues no lo sé! —Bryan percibió su mirada—. ¡Tú vives en Canterbury!

Bryan sonrió disimuladamente.

—¡Me temo que eso no le importa demasiado, Laureen! —Detrás de la neblina descansaban las pesadas nubes que anunciaban el acantilado y el canal—. ¡Petra dice que nunca habla de mí!

Bryan se encogió de hombros.

—Dicen que las cicatrices que han descubierto en su cerebro durante las exploraciones que le han realizado se deben a diversas embolias pequeñas. ¡No me extrañaría nada!

—¿En qué estás pensando?

El hombre que Bryan veía estaba tumbado en una cama, inmóvil, con los ojos brillantes, marcado por los electroshocks y las pastillas, las vejaciones de los otros pacientes, el aislamiento y el temor diario por su vida.

—Pienso en muchas cosas. ¡Pero sobre todo pienso en las transfusiones de sangre que le hicieron! ¡Es un milagro que haya sobrevivido!

—¿Y cómo le van las cosas ahora?

—Supongo que van, sin más. Petra dice que ha hecho progresos.

Laureen respiró hondo.

—Me tranquiliza. También pensando en lo que te estás gastando en sus tratamientos —dijo Laureen sacando el labio superior y entrecerrando los ojos.

Bryan sabía que ella había notado su desasosiego.

—Seguro que todo irá bien hoy, querida —dijo.

—¡Ya veremos! —repuso ella enfáticamente.

La casa no era grande. Varias de las propiedades que Bryan había estado dispuesto a comprarles eran considerablemente más grandes. A lo largo de la cerca de piedra descansaban unas tiernas plantas de hoja perenne, yertas y con manchas blancas por el rocío de la noche.

Cuando Petra salió al patio para recibirlos vieron que había envejecido sensiblemente.

La sonrisa que le brindó a Bryan al darle la mano era casi imperceptible.

—¡Qué ganas teníamos de veros! —dijo Laureen devolviéndole el abrazo.

—¡Gracias por tu invitación, Petra! —dijo Bryan mirándola con cierto embarazo—. ¡Me alegro de que estéis preparados para vernos ahora! —Petra asintió con la cabeza—. ¿Cómo va todo? —preguntó mirando hacia la casa.

—¡Va! —respondió Petra, entrecerrando los ojos—. Ahora ya no quiere hablar alemán.

—Era de esperar, supongo —repuso Bryan mirándola fijamente.

—¡Supongo que sí! ¡Pero a mí me está resultando difícil!

—Te estoy muy agradecido, Petra.

—Lo sé —dijo Petra con la misma sonrisa desleída de antes—. Lo sé, Bryan.

—¿Ya estáis más tranquilos, ahora?

—Sí, pero al principio fue muy duro. Todo el mundo quería venir a verlo —explicó ella señalando con el dedo hacia la zona que llegaba hasta el acantilado—. Aparcaban sus coches incluso en el jardín trasero.

—Bryan me contó que salió en la prensa que la segunda guerra mundial de hecho había sido más larga para James que para el japonés que encontraron en una isla del Pacífico, hará un par de años —comentó Laureen intentando parecer admirada.

—Eso dijeron, sí. Y entonces no es de extrañar que los curiosos se acercaran a ver —dijo Petra invitándolos con un gesto a que se acercaran a la puerta principal de la casa. Hacía frío. No llevaba abrigo.

—¡Podríamos haberlo mantenido en secreto de no haber sido por las autoridades! —dijo Bryan mirando hacia la puerta—. ¡Si al menos hubieran sabido decidir de qué presupuesto había que sacar la pensión! —James todavía no había aparecido—. De todos modos, se la concedieron, y con efecto retroactivo. Una especie de compensación por daños y perjuicios, podría decirse.

—Sí —repuso Petra abriendo la puerta. James estaba en el salón mirando por la ventana. Aunque las ventanas daban directamente al acantilado, la luz parecía no querer penetrar en la estancia. En cuanto Laureen lo vio, Bryan notó su malestar y ella se retiró en seguida a la cocina, donde Petra campaba a sus anchas.

Bryan intentó encontrar acomodo para sus manos. James tenía mejor aspecto que antes; había engordado un poco y los ojos parecían más dulces. Petra lo había cuidado bien. Se estremeció al oír la voz de Bryan.

—¡Buenos días, James! —Eso fue todo lo que logró decir.

James volvió la cabeza y se quedó mirando a Bryan un buen rato, como si tuviera que juntar los elementos de su rostro para que éstos conformaran un todo. Lo saludó secamente con un gesto de la cabeza y volvió a mirar por la ventana.

Bryan se quedó sentado a su lado durante media hora, contemplando cómo su pecho se elevaba y se hundía.

Las mujeres se divertían en la cocina. Era evidente que la conversación informal y ligera le sentaba bien a Petra. Laureen no tenía intención de moverse de allí. Miraron a Bryan con curiosidad cuando éste entró en la cocina.

—No me ha hablado.

Bryan se acercó a la mesita y tomó asiento pesadamente.

—Nunca dice gran cosa, Bryan.

—¿Es que nunca está contento?

—De vez en cuando. Últimamente no se ha reído demasiado —explicó Petra mientras sacaba otra taza del armario de la cocina—. Supongo que ya volverá a reír. En cierto modo puede decirse que James ya está mucho mejor. Pero el proceso es lento, o al menos eso me parece a mí.

Bryan posó la mirada en la taza cuando Petra la rellenó.

—Si hay algo que pueda hacer yo, no dudes en decírmelo.

—No hace falta que hagas nada.

—¿Dinero?

—Ya nos das más que suficiente. Y luego está la pensión.

—Ya me avisarás, si necesitas algo.

—Así lo haré.

Bryan percibió el escepticismo en el tono de voz de Petra que acompañó la siguiente frase:

—¡Y además están los dibujos!

—¿Los dibujos?

—Sí, los dibujos que había en el rollo que James le quitó a Kröner —dijo Petra, que alzó la mano en cuanto vio que Bryan se disponía a preguntar. Le pidió que esperara y abandonó la cocina.

—¿Está raro, Bryan? —preguntó Laureen, mirándolo preocupada de reojo. Parecía que no quisiera conocer la respuesta.

—Un poco, sí.

—¡A lo mejor hemos venido demasiado temprano!

—Es posible. Cuando hayamos comido, creo que le pediré que vayamos a dar una vuelta. Así, a lo mejor consigo que me hable.

Laureen dejó la taza de té sobre la mesa.

—¡Estás loco!

—¿Por qué dices eso?

—¡No pienso permitirlo! ¡No pienso dejar que te acerques al acantilado con James!

—¿Por qué no, Laureen?

—¡Te lo prohíbo, y no se hable más! Te hará daño. ¡Sé que te hará daño!

Laureen pronunció la última frase con énfasis. Cuando Petra bajó el último peldaño de la escalera, miró rápidamente hacia Laureen. Sus mejillas todavía estaban encendidas.

—¡Perdón! —dijo Petra haciendo ademán de irse.

—¿Todavía me sigue odiando?

Bryan apenas se atrevía a escuchar la respuesta.

—¡No lo sé, Bryan! —respondió Petra, frunciendo el entrecejo—. Nunca me habla de ti.

—¿Pero es una posibilidad?

—Tratándose de James, todo es posible. —Petra se volvió y le pasó a Bryan el rollo que había ido a buscar—. ¡Mira esto!

El papel estaba amarillento y arrugado. El cordel era fino y probablemente tan viejo como el papel. Apareció un diario. «Unterhaltungs Beilage» decía con letras ensortijadas. Bryan volvió la primera página. Allí estaban los dibujos. Los miró. Fue poniéndolos uno al lado del otro sobre la mesa de la cocina, después de asegurarse de que no estaba mojada. Examinó el papel y las firmas. Miró a Petra repetidas veces y volvió a sentarse.

—Entiendo que Kröner los guardara —dijo Bryan—, ¿habéis pedido que os hicieran una tasación?

—No se pueden tasar, según James; no, así como así.

Petra posó la mano suavemente sobre uno de los dibujos y se volvió hacia los utensilios de cocina que había sobre la mesa.

Laureen examinó el menor de los dibujos. Sacudió la cabeza.

—¿Allí dice Leonardo da Vinci?

Petra asintió con la cabeza.

—Sí, y aquí. Y aquí. ¡Y éste está firmado por Bernardino Luini! —Laureen se calló y miró con determinación a Petra—. ¡No podéis tenerlos aquí, Petra! —exclamó.

—¡No lo he decidido yo! —replicó ella.

Durante toda la comida, James siguió sin abrir la boca. Tras un solo intento, Laureen se rindió y dejó de dirigirse a él. Sin embargo, siguió cada uno de sus movimientos atentamente y con evidente desagrado. James comía con avidez. Si no miraba fijamente el plato, sus ojos se posaban en las bandejas, sin esperar a que Petra se las ofreciera a los demás.

—Bryan propone que salgáis a dar una vuelta juntos, James —anunció Petra finalmente.

Laureen la miró, consternada. Bryan dejó la cuchara sobre la mesa y miró a James, que había dejado de comer pero que seguía callado, con la mirada fija en el plato.

—¿Qué me dices, James? ¿Vamos? —preguntó Bryan.

El rostro que se volvió hacia él seguía indiferente, más bien apático, rebosante de desinterés.

—¡No me gusta nada, Bryan! —dijo Laureen apartándole a un lado, mientras Petra sacaba el abrigo de James del armario—. No creo que debas salir a pasear con él.

—Déjalo ya, Laureen.

—¡Ya sabes lo que pienso de él! ¿Realmente tienes que hacerlo? ¿No quieres, al menos, que Petra y yo os acompañemos? ¡Si no ha dicho esta boca es mía en todo el día! ¡Es un hombre muy raro! —insistió, poniendo énfasis en todas y cada una de las palabras.

—Petra me ha contado que no ha salido de casa desde la semana pasada, cuando visitaron al médico en Londres.

—De todos modos, pienso que no deberías hacerlo, Bryan. Hazlo por mí —pidió Laureen con una mirada suplicante—. ¿Acaso no te diste cuenta de la mirada que te dirigió?

El viento se había calmado. La brisa del este llenaba sus fosas nasales con aire marino. La tierra todavía estaba helada y resultaba difícil andar por las zonas del acantilado en las que apenas había vegetación.

Caminaban separados apenas por un paso, en silencio y cohibidos, Bryan miró varias veces a James, intentando llegar a él con una sonrisa.

—Petra me ha enseñado los dibujos, James —dijo con voz queda.

De pronto, los graznidos de los pájaros se elevaron en el aire atrayendo sus miradas mar adentro. Bryan formuló varias veces para sus adentros lo que quería decir y finalmente lo soltó:

—No son auténticos, ¿lo sabes?

James no le contestó, pero asintió con la cabeza sin mostrar interés.

Cuando llegaron al borde del acantilado, las frías olas golpeaban con fuerza contra la roca. Bryan se subió el cuello de la gabardina y miró a su amigo.

—¡No creo que esté muy lejos el lugar donde subimos en globo, James! ¿Te acuerdas? —No hubo respuesta. Bryan tampoco había contado con ello—. ¡Entonces éramos felices! ¡Aunque estuvo a punto de acabar en tragedia!

El cigarrillo que entonces encendió Bryan era el primero del día. El suave tabaco le hizo bien. El sendero que llevaba al pueblo estaba desierto. El mar era una orgía de colores fríos.

James soltó varios gruñidos. Se ciñó el abrigo alrededor del cuerpo.

—¿Quieres que volvamos a casa. James? No parece que estés disfrutando del paseo, ¿no es cierto?

La única respuesta que Bryan recibió fue otro gruñido. James apretó el paso.

Se detuvo en un lugar que ya había visitado en otras ocasiones, no cabía duda. Muchos años atrás. James se había colocado al borde del acantilado, mirando hacia el abismo. Entonces se volvió.

—No —dijo de pronto y examinó el terreno a sus pies—. No acabo de acordarme del todo. ¡Sólo de algunas partes!

Bryan inhaló. El humo se mezcló con sus palabras.

—¿De qué, James? ¿De nuestra travesía en globo?

—¡Sólo alcanzo a recordar que me dejaste colgando de la roca!

Un fugaz esclarecimiento volvió a desaparecer del rostro de James.

—¡Conseguí subirte, James! ¿Acaso no lo recuerdas? Fue un accidente de lo más corriente, totalmente fortuito. ¡Si sólo éramos un par de muchachos alocados!

James empezó a carraspear. Bryan lo miró. Ora parecía relajado, ora tensaba todos los músculos, metódicamente. Su semblante cambiaba incesantemente. No debía de ser fácil para Petra.

—¡Recuerdo cosas, y no las recuerdo! —dijo deteniéndose en medio de un carraspeo—. Todavía no conoces la historia de los simuladores, ¿verdad? —Se interrumpió de pronto a sí mismo.

—Supongo que no toda. Sólo sé lo que me ha contado Laureen. ¡Lo que Petra le contó a ella!

James dio un par de pasos por el borde del acantilado. Mientras, Bryan lo seguía con la mirada. La risa murió en la misma exhalación en la que nació.

—Esa historia es el elemento más importante de mi vida.

—James clavó la mirada en la nada y sacudió la cabeza dejando que la melancolía volviera a apoderarse de él. —¡Y ni siquiera es mi propia historia! No resulta agradable pensar en ello, lo comprendes, ¿verdad?— Bryan echó un vistazo por encima del hombro. La distancia que lo separaba del borde del acantilado era de apenas un metro. James se colocó delante de él y lo miró a los ojos por primera vez. La luz hizo que su color cambiara sin cesar. Eran grises, y eran azules. Y eran indefinibles.

—¡Petra me ha contado que te hiciste médico, Bryan! —dijo de pronto.

—¡Si, así es!

—¡Y que has ganado mucho dinero!

—Sí, eso también es cierto, James. Poseo una empresa farmacéutica.

—¿Y tus hermanos están bien?

—Sí, están bien.

—Hay una gran diferencia entre nosotros dos, ¿no te parece, Bryan?

Cuando Bryan lo miró a los ojos, los colores del mar se reflejaron en ellos.

—No lo sé, James. ¡Supongo que sí!

En el preciso instante en que James lo miró, Bryan se arrepintió de su falsedad.

—¿Crees que no lo sé? —James lo dijo tranquilamente y dio un paso más adelante. Sus rostros estaban uno enfrente del otro. El aliento de James era dulzón—. Creo que sabré vivir con mi vida malograda —dijo, apretando los labios—. Pero hay muchas cosas que me cuesta entender.

—¿Como por ejemplo, James?

—¿Como por ejemplo? —James no sonreía—. ¡A ti, por ejemplo! ¡Y el síndrome de abstinencia por las pastillas, claro está! Que la gente me hable. ¡Que esperen que les conteste! Que soy Gerhart y Erich y James a la vez.

—Sí.

Los tendones en el cuello de James se tensaron. Alzó lentamente las manos hacia el torso de Bryan.

—¡Pero eso no es lo peor!

Bryan dio un paso atrás. Al inclinarse ligeramente hacia adelante, su equilibrio mejoró ostensiblemente. Respiró hondo.

—Lo peor es —prosiguió James agarrando a Bryan del brazo suavemente—, ¡… lo peor es que no regresaras a por mí!

—¡No sabía dónde buscarte, James! ¡Es así! Lo intenté, pero habías desaparecido.

James cerró los dedos alrededor del brazo de Bryan. Su mirada se perdió. Entonces se concentró y soltó las palabras en un susurro que los graznidos de los pájaros casi absorbieron por completo.

—¡Lo peor de todo, sin embargo, es la conciencia de no haber hecho nada por remediar la situación!

Una convulsión que nació y murió en una décima de segundo en el rostro de James succionó a Bryan hasta las profundidades de un pasado en el que un muchacho pecoso de mejillas hundidas, ojos vivarachos y piel dorada intentaba insultarlo desesperadamente para que hiciera algo, mientras la lona del globo se desgarraba sobre su cabeza. «Confía en mí —le había dicho entonces, antes de que ocurriera—. Todo irá bien, ya verás». Era esa misma convulsión que ahora volvía a recorrer el rostro de James. Una convulsión suplicante, dirigida con desprecio hacia sí mismo.

—¡Pero si no podías, James! —susurró Bryan—. ¡Estabas enfermo!

—¡No lo estaba! —su exclamación fue inusitadamente brusca. Todo su rostro se contrajo. Los ojos expresaban desesperación. El calor emanaba de su cuello—. ¡Tal vez al principio, sí! ¡Y tal vez también enfermé al final! Pero tardé muchos años. ¡Unos años condenadamente largos! Los únicos momentos de sosiego que tuve me los proporcionaron las pastillas. Era una calma terrible: yo era James, y era Gerhart, y era Erich, pero enfermo no estaba. —Agarró el brazo de Bryan con más fuerza—. Al menos la mayor parte del tiempo —acabó diciendo.

Los dos viejos amigos se miraron a los ojos. La ira, la inseguridad y la pena brillaban en los ojos de James. Bryan notó entonces cómo su peso se propagaba hasta las manos cerradas. James intentó hasta dos veces concebir la siguiente frase con la boca abierta hasta que finalmente consiguió pronunciarla:

—¡Y ahora tú me preguntas si recuerdo el globo! ¡Y seguirás preguntándome sobre eso y aquello! ¡Cosas que tú y otros conocéis y que tan sólo una parte insignificante de mí recuerda vagamente! ¡Es como si con esas preguntas intentarais obligarme a darles la espalda a aquellos años que pasé esperando!

—¿Por qué crees eso? ¿Por qué íbamos a desear algo así? —preguntó Bryan mirando al hombre tembloroso con insistencia, mientras alzaba los brazos lentamente y agarraba los brazos de éste con fuerza.

James cerró los ojos. Al cabo de un rato, alzó las cejas. Todavía daban muestras de su excitación, aunque el rostro en sí se había relajado. Se rió secamente.

—¡Al fin y al cabo, siempre hay algo que me vuelve en retales! —James apretó los brazos contra el cuerpo. Bryan se vio absorbido por su propio punto de gravedad—. Durante los últimos días he vuelto a ver las patrullas de perros que nos perseguían. Hacía años que no me pasaba. Las veo intentando atraparnos, Bryan. Cada vez están más cerca. ¡Y entonces veo los dos trenes que se cruzan en el valle! Uno en dirección oeste y el otro en dirección este. ¡Nuestra salvación, pensamos entonces!

Bryan asintió con la cabeza e intentó revolverse con todas sus fuerzas.

—¡Y entonces pienso que tal vez no deberíamos haber saltado!

—No debes pensar en eso, James. ¡No tiene sentido!

James se apoyó contra Bryan y posó la barbilla en su hombro. A sus espaldas, la roca estaba ya prácticamente envuelta por la neblina. A sus pies, las olas chocaban contra la roca llevadas por el viento del este. Bryan oyó su llamada.

Una ave marina salió revoloteando del abismo y abandonó la formación a regañadientes. En aquel mismo instante, James aflojó las manos. Su cuerpo temblaba, como antes de la tormenta.

Al oír la repentina risa de James, Bryan echó la pierna izquierda un poco hacia atrás en un reflejo febril. La tierra helada lo hizo resbalar. La punta del zapato rastreó el borde del acantilado. James parecía estar muy lejos. Su mirada se volvió distante y la risa cesó tan repentinamente como había surgido. El repentino cambio de humor resultaba a la vez demente y lógico.

La succión que ejerció el abismo decreció. La atracción de las olas menguó. Con tanta delicadeza como en un paso de vals, Bryan cargó el peso sobre la pierna derecha y rodeó a James, que apenas registró el movimiento. Como si se tratara de una neblina perezosa, la tensión se desvaneció.

James dejó caer los hombros y soltó a Bryan.

El rostro que tenía delante tenía una expresión calmosa.

—¡Estuvo bien que subiéramos a ese tren, James! —dijo—. ¡No debes pensar otra cosa! —Bryan ladeó la cabeza intentando atrapar la mirada de James—. ¡Y estuvo bien que cogiéramos el tren que cogimos, y no el otro! —añadió dulcemente.

Luego alzó la mirada al cielo y dejó que la brisa le revolviera el pelo. Inspiró profundamente. El contorno de sus ojos expresaba armonía.

—¿Y sabes por qué, James? —Bryan miró largamente a su amigo. Cuando de pronto el viento se calmó, James abrió los ojos y miró a Bryan. Simplemente esperó. El rostro no expresaba curiosidad alguna—. ¡Porque si hubiéramos cogido el tren en dirección este, tendría que haberte buscado en Siberia, James!

James miró a Bryan un rato aún y luego volvió la cabeza hacia el otro lado. Por el baile rítmico de los ojos por el cielo abierto se habría dicho que James estaba contando las nubes, una por una, en su huida desordenada y turbulenta.

Entonces sonrió cansinamente y dio la espalda al viento mientras echaba la cabeza hacia atrás, dejando que los últimos rayos de luz del día cubrieran su rostro.

Después de que James lo hubo abandonado, Bryan se quedó inmóvil siguiéndolo con la mirada en su camino de vuelta a la casa, paso a paso en la pálida refracción del sol poniente. La silueta no se volvió ni una sola vez.

El chasquido final de la puerta le llegó una eternidad más tarde, a la vez apagado e infernal. Bryan cerró los ojos y respiró hondo; le faltaba el aire.

Las convulsiones le vinieron en oleadas.

Cuando finalmente bajó los hombros y abrió los ojos. Laureen apareció delante de él. Lo miró como nunca antes. Le pareció que lo atravesaba con la mirada. Mientras se cogía del cuello de la gabardina de Bryan intentó sonreír.

—Creo que los dibujos son falsos, Bryan —anunció poco después y se llevó la mano al pelo para sentir el efecto del viento—. Le aconsejé a Petra que los hiciera examinar.

—¡Lo suponía!

Bryan prestó oídos a los gritos. Las gaviotas tenían hambre.

—No sé si lo hará. James le ha dicho que ya los venderá. Le ha dicho que hay que darle tiempo al tiempo, y que él ya se encargará de ellos.

Las palabras le llegaron en nudos disueltos. Se diluyeron creando otros significados.

—¿Que él ya se encargará? —Bryan respiraba sosegadamente—. ¡En cierto modo, eso me suena!

Laureen lo cogió del brazo. Con la otra mano intentó alisarse el pelo revuelto por el viento.

—No te encuentras bien, ¿verdad, Bryan? —le preguntó con cautela.

Bryan se encogió de hombros. Las ráfagas de viento transportaron algunas gotitas extraviadas de espuma de mar al borde del acantilado. Laureen se equivocaba. Sin embargo, el estado de ánimo que se estaba apoderando de él le resultaba extraño.

—¿Te sientes traicionado, Bryan? —preguntó ella suavemente.

Bryan se metió la mano en el bolsillo. El paquete de cigarrillos apareció debajo del manojo de llaves. Se quedó con el cigarrillo sin encender en la boca un rato aún; se cimbreaba al viento. La construcción invertida y curiosa de la pregunta le fascinó. Él no había sabido formularla de manera tan sencilla. Desde que James le había dado la espalda, hacía tan sólo un momento, había quedado en suspenso una pregunta como aquélla.

—¿Si me siento traicionado? —Bryan se mordió la mejilla por dentro cuando ésta empezó a temblarle—. ¿Cómo es ese sentimiento? ¡No lo sé! Pero me he sentido engañado. ¡Todo el tiempo! Conozco ese sentimiento.

El eco de promesas rotas desfilaron por su mente amenazando la buena educación, la falsedad de las normas de comportamiento adquiridas en el internado, los conceptos de honor de la vida adulta, todos los recuerdos reconfortantes sobre la solidaridad y el recuerdo reciente de la espalda de James, que se irguió delante de él desapareciendo de camino hacia la casa.

Bryan se debatió largo rato en aquella lucha, y finalmente la ganó con dulzura.

—Estaba pensando, ¿por qué han tenido que pasar treinta años hasta que alguien formulara esa pregunta con tanta claridad, Laureen? —dijo quedamente.

Ella se quedó inmóvil.

El sol apareció sobre su cabeza como un aura, mientras el mar oscurecía.

—¡Sin embargo, si me lo hubieras preguntado antes, no habría sabido qué responder!

—¿Y ahora?

—¿Ahora? —Bryan se ciñó el cuello de la gabardina—. ¡Ahora soy libre!

Bryan se quedó un momento en aquella postura. Entonces levantó el brazo hacia un lado y encontró el hombro de Laureen. La apretó contra su cuerpo y la sostuvo así cariñosamente hasta que notó que ella se relajaba.

Entonces sacó las llaves.

—¿Me harías el favor de ir a por el coche. Laureen? Puedes recogerme en la arboleda.

Bryan señaló un grupo de árboles que había más abajo y soltó el manojo de llaves.

—¡Me gustaría quedarme un rato más!

Cuando ella se disponía a protestar, Bryan ya la había soltado y se había vuelto hacia el viento frío que se había levantado poco antes. Cuando ella se llevó la mano a la mejilla, Bryan sólo vio su sombra. Cuando hubo superado el primer repecho, Laureen se detuvo, se volvió hacia él y gritó su nombre. Él la miró y ella le devolvió la mirada cariñosamente.

—No piensas volver a verlo, ¿verdad? —preguntó Laureen.

Seguramente, las rocas que lo soportaban perdurarían para toda la eternidad. Su época no era más que un intermedio en su larga y orgullosa existencia.

De pronto, todo había quedado atrás.

Bryan echó la cabeza hacia atrás y escuchó cómo los gritos de júbilo de los que fueron antaño se perdían hasta extinguirse, mientras el coche se ponía en marcha en la hondonada.

La conciencia de que se necesitan dos seres humanos para mantener una amistad pero sólo uno para la traición se fue alejando, acomodándose al paisaje, apoyándose, por así decirlo, al borde del acantilado para finalmente, en un destello sobrenatural, precipitarse por él hasta que sólo quedó el presente.

Dos muchachos se despidieron de él con una sonrisa en los labios y él les devolvió la sonrisa, vivo, desnudo, en movimiento y entero a la luz finita del sol poniente.

Fueron los últimos destellos de un baile perezoso del último simulador de la Casa del Alfabeto.

FIN