12
Los nombres llegaron a James en sueños de una forma sorprendente, obligándolo a abrir los ojos de par en par en medio de la penumbra gris de la sala. Los dos últimos sargentos de Gunga Din se llamaban McChesney y Ballantine.
La respiración pesada de los compañeros de sala y algún que otro ronquido lo devolvieron lentamente a la realidad. Unos débiles rayos de luz penetraron a través de las contraventanas a prueba de bombas. James contó hasta 42. Y volvieron los rayos de luz. Los hombres de la torre de vigilancia que había detrás del barracón de las SS cumplieron con su deber haciendo girar rutinariamente el proyector un par de veces más, antes de volver a buscar abrigo bajo el tejado de cartón asfaltado de la torre. Era la cuarta noche seguida que llovía y tan sólo hacía dos que el estruendo de las bombas sobre Karlsruhe había retumbado contra las laderas rocosas, sacando a los guardias de sus garitas entre gritos destemplados de sus superiores.
El paciente de la cama número nueve, un Hauptsturmführer que durante un ataque en el frente oriental había quedado atrapado debajo de un tronco durante más de diez horas mientras los lanzallamas de sus propios efectivos de ataque desolaban el paisaje a su alrededor, había encogido las piernas y había empezado a sollozar silenciosamente. Ellos dos fueron los únicos de la sala que habían estado despiertos aquella noche. Ahora mismo, James era el único.
Respiró profundamente y suspiró. Aquel día, James había hecho que Petra se sonrojara. Como de costumbre, el enfermero y camillero Vonnegut, el hombre del garfio, había estudiado las listas de bajas antes de abalanzarse sobre el pequeño crucigrama del diario que solía hacer acompañando los golpes de su miserable prótesis contra el tablero de la mesa con una exclamación irritada cada vez que se encontraba con una definición que no lograba resolver.
Vonnegut se ocupaba de sus propios asuntos, pues el ambiente de la sala había sido malo todo el día.
El aire se había helado entre Petra y la supervisora de enfermeras. Primero la jefa había ajustado la insignia de enfermera que Petra llevaba abrochada en el pañuelo y había recolocado unas mechas rebeldes de su pelo rubio. Luego Petra había corregido la inclinación de la insignia del partido que la enfermera llevaba en la solapa derecha y la había pulido con la manga hasta que el esmalte rojo relució alrededor del texto en letras blancas: «Verband Deutsche Mádel».
Hacia el atardecer, cuando se suponía que la jornada laboral de Petra había llegado a su fin, la supervisora había enviado a la enfermera que debía sustituirla a otra sección, so pretexto de que debía asistir a unas aspirantes. Era evidente que se trataba de un acto de venganza y Petra se había enfadado y había hecho más de un gesto amenazador en cuanto su supervisora se hubo dado la vuelta.
Resultaba difícil no prendarse de ella viéndola así, indignada, con sus zapatos planos, aquel vestido gris y aquel delantal blanco. James sonrió cada vez que ella se inclinó para rascarse el jarrete donde las medias negras de lana le molestaban más.
En un instante íntimo, en el que él había dejado la mirada bailar por su cuerpo, ella se había dado la vuelta y la había atrapado.
Fue entonces cuando ella se sonrojó.
Los movimientos inquietos de Kröner en la cama contigua solían anunciar que estaba a punto de despertarse. «¡Ojalá te mueras, cerdo!», susurró James entre dientes, obligándose a seguir pensando en Petra. Seguramente, en ese mismo instante, ella se encontraba justo encima, en la buhardilla, soñando con la mirada que él le había dirigido, de la misma manera en que él pensaba en la que ella le había devuelto. Tal vez hubiera sido mejor para él no dirigírsela; era difícil ser joven y estar llena de estremecedores sueños eróticos que jamás podrían ser consumados.
La imagen de Kröner que se daba la vuelta y lo examinaba detenidamente centelleaba en la oscuridad entre sus pestañas. James empequeñeció los ojos precavidamente y esperó a que empezaran los murmullos de todas las noches.
La pesadilla se había hecho realidad una noche, dos meses atrás. Los pasos rápidos y duros de la enfermera que estaba de guardia y que acababa de recorrer el pasillo en dirección a los lavabos del personal, situados detrás de la escalera que conducía al patio, lo habían despertado. Delante de él, una sombra se había inclinado sobre la cabecera de la cama vecina. Aparte de dos rápidos sobresaltos que se produjeron a los pies de la cama contigua, no se oyó ningún ruido en la sala. Entonces la sombra toqueteó la almohada del vecino, volvió rápidamente al extremo opuesto de la sala y se echó en una cama.
A la mañana siguiente, cuando Vonnegut palpó ligeramente los pies de las camas, encontró muerto al paciente de la cama vecina. Su rostro estaba oscuro; la lengua asomaba grotescamente entre los dientes; los ojos estaban salidos y la mirada denotaba desesperación.
Después se dijo que solía esconder restos de comida debajo de la almohada y que se había ahogado por culpa de una espina de pescado que se le había atragantado. El médico de guardia, el doctor Holst, sacudió la cabeza y la acercó a la de la supervisora, quien le había susurrado algunas palabras al oído. El doctor Holst se metió los puños en los bolsillos de la bata. Más tarde rechazó las preguntas que le hizo el enfermero Vonnegut y se encargó de que los camilleros se llevaran el cadáver antes de que el cuerpo de seguridad y el médico mayor tuvieran ocasión de crearle problemas al personal de la sección.
En estado de duermevela, James había sido testigo de un asesinato.
Varias cabezas emergieron de entre las mantas y giraron de un lado a otro para seguir de cerca cómo los enfermeros cambiaban las sábanas del muerto y dejaban la cama lisa, fresca y vacía.
Alrededor del mediodía, un paciente se levantó de la cama, se dirigió hacia donde se hallaba James y se acostó en la cama recién hecha. Era el que le había robado la idea de ayudar a las enfermeras. Permaneció allí tumbado hasta que las enfermeras volvieron a aparecer con la comida, que aquel día consistía en codillo y albóndigas. Aunque no dejaba de lloriquear y de chillar, el personal lo sacó de la cama sin compasión. Sin embargo, el efecto que tuvo sobre él fue escaso.
Cada vez que le daban la espalda, él volvía a escurrirse hasta la cama y subía la manta hasta la barbilla estrujándola entre los brazos. Hasta que no se tumbaba en aquella cama, no se tranquilizaba. Cuando esa escena se hubo repetido varias veces, el personal se rindió y dejó que se quedara donde estaba.
Por increíble que pudiera parecer, James tenía ahora a un asesino como vecino.
James no entendía nada y durante las primeras noches estuvo tan asustado que no pudo conciliar el sueño. Fuera cual fuese el motivo que pudiera haber tenido aquel demente, si es que existía tal motivo, era capaz de volver a hacerlo. Era, pues, mucho más seguro dormir de día y mantenerse despierto de noche, contando las veces que el vecino se daba la vuelta pesadamente en la cama chirriante. Si pasaba algo, James pediría ayuda a gritos o saldría de la cama y se acercaría a la pared para agarrar la cuerda que pendía del techo, suficientemente corta para que resultara demasiado engorroso para los pacientes tirar de ella sin ton ni son, algo que, hasta entonces, ninguno había intentado.
La tercera noche después de aquel episodio, la sala estaba totalmente a oscuras. En contra de lo que era habitual, la luz del pasillo estaba apagada y todas las contraventanas echadas. De vez en cuando se oía algún ronquido y la respiración pesada de los demás enfermos, todos ellos, sonidos que mitigaban el miedo y relajaban a James. Tras haber repasado una de las aventuras de Pinkerton, se refugió en la última película que había visto en la feliz época de Cambridge, una magnífica epopeya de Alexander Korda, y se amodorró.
Al principio, el susurro de las palabras pronunciadas en voz baja se escurrió casi imperceptiblemente dentro de las imágenes oníricas de James. James se sobresaltó al abrir los ojos y descubrir que las palabras no desaparecían. Eran reales y eran concretas, apagadas, medidas; no eran, desde luego, palabras salidas de la boca de un loco; procedían del hombre de la cara picada de viruela, Kröner, su vecino, el asesino.
Se oyeron otras voces en la oscuridad que se mezclaron en la conversación. Eran tres en total: su vecino, el asesino Kröner, y los hombres que ocupaban las camas más próximas.
—No tuve elección, joder, tenía que montarla —se oyó una voz que provenía de la cama más alejada—. Esa bruja de supervisora me descubrió cuando estaba leyendo las revistas de Vonnegut en la mesa.
—¡Fue una estupidez, Dieter! —refunfuñó Kröner desde la cama contigua a la de James.
—¿Qué otra cosa se puede hacer? Si no lo estabas al llegar, te vuelves loco aquí, tumbado en la cama todo el día sin nada que hacer.
—De acuerdo, pero a partir de ahora te mantendrás alejado de cualquier revista. ¡Que no se te ocurra volver a hacer lo que has hecho!
—Por supuesto que no. ¿De veras crees que me comporté de esa manera por pasar el rato? ¿Acaso crees que me lo he pasado bien encerrado en esa celda de castigo durante días? No pienso volver. Además, han empezado a liquidarlos. Y es que no se puede hacer nada —prosiguió.
—¿Por qué diablos gritan tanto? Yo pensaba que sólo eran los pilotos de los Stuka los que enloquecían de esa manera —susurró el hombre de la cara ancha en el centro, Horst Lankau.
James notó cómo los latidos de su corazón se aceleraban en un intento por seguir la conversación a pesar de la excitación y la consiguiente falta de oxígeno. Las sienes le palpitaban mientras aspiraba el aire lentamente entre dientes con el mayor cuidado posible, a fin de que aquello que murmuraban a su lado no fuera ahogado por su respiración. Dejando de lado las circunstancias algo peculiares del momento, la conversación tenía lugar con toda normalidad. Ni por asomo, aquellos hombres habían estado locos alguna vez.
Cuando ya estaba a punto de amanecer, James se dio cuenta de lo insegura que podía llegar a ser su situación y la de Bryan si realmente no eran los únicos que simulaban estar locos.
El mayor problema residía en que Bryan no sabía nada. Si seguía empeñándose en ponerse en contacto con él, eso podría significar la muerte para los dos.
James tenía que procurar evitarlo a toda costa, ignorar cualquier intento de acercamiento y, por lo demás, todo aquello que pudiera relacionarlos.
Lo que Bryan entonces quisiera hacer sería sólo asunto suyo. Era de suponer que, teniendo en cuenta lo bien que se conocían, Bryan acabaría por entender, antes o después, que él no se habría comportado de aquella forma de no haberse sentido obligado a ello.
Bryan debía aprender a ser más cauteloso. Tendría que aprenderlo.
El lenguaje que utilizaba Kröner era bello. Detrás de aquel cuerpo nudoso de gigante y del rostro picado por la viruela se escondía un hombre inteligente y erudito que descansaba en sí mismo. Era él quien dirigía a los demás y quien se preocupaba de que todos callaran cuando un movimiento inesperado o un sonido extraño se colaba en su conversación. Siempre estaba alerta.
Mientras que los otros dos, el de la cara ancha y su compinche enjuto, Dieter Schmidt, se pasaban prácticamente el día entero durmiendo, a fin de poder mantenerse despiertos para los intercambios de parecer de la noche, Kröner se mantenía en constante actividad.
Todo lo que había hecho perseguía el mismo objetivo: sobrevivir en aquel lazareto hasta que hubiera terminado la guerra. De día era el amigo de todos y los acariciaba y hacía recados para el personal. De noche estaba dispuesto a asesinar a todo aquél que creyera que se interponía en su camino. Ya había matado una vez.
En una de esas noches, el cuchicheo podía prolongarse durante un par de horas. Desde el asunto de la espina de pescado, la intensidad de la vigilancia nocturna había aumentado ligeramente y cabía esperar que la enfermera de guardia podía aparecer inopinadamente en la sala, sin seguir un esquema predeterminado. Cuando lo hacía, pasaba el cono de luz de una linterna por los rostros de los pacientes. Y en la sala siempre reinaba un silencio sepulcral.
Sin embargo, a partir del momento en que la luz salía bailando de la estancia y el sonido del movimiento de los dedos que mantenían en funcionamiento la pequeña dinamo de la linterna desaparecía en dirección a la sala de guardia, Kröner sólo permanecía quieto en la cama un instante para cerciorarse de que la sala volvía a estar sumida en el silencio.
Volvían a emprender el cuchicheo en cuanto él daba la señal. Y James aguzaba el oído.
Kröner sólo había estrangulado a aquel hombre para poder acercarse a sus compinches y así poder mantener aquellas conversaciones nocturnas. Siempre y cuando James no supusiera una amenaza para ellos, no tendría nada que temer.
Si no hubiese sido por las historias de los simuladores, podría haber dormido tranquilamente.