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La sensación de tener un montón de moscas bailando sobre los párpados, el suave balanceo en un mar movido por un viento estival y los fríos chorros de espuma de las olas que se pulverizaban y se posaban en la mejilla, llevaban un tiempo luchando contra sonidos ajenos y unas continuadas y crecientes punzadas en la espalda. Las olas rompieron contra los costados del barco y el agua le salpicó en el rabillo del ojo. Bryan parpadeó y notó el siguiente salpicón con mayor nitidez. El extraño y masivo dolor recorrió su espalda y se asentó en la región lumbar.

Unos enormes copos de nieve se arremolinaron sobre su rostro cuando abrió los ojos en un intento de volver a la realidad.

Una estrecha franja de cielo plomizo se dibujaba ante sus ojos, separando la superestructura de la estación del convoy estacionado. A su alrededor estaban retirando camillas. De la parte delantera del convoy salían los soldados de las SS, uno detrás de otro, con el petate y el rifle al hombro.

Un par de ellos saltaron desde el andén a las vías del tren y las siguieron charlando y bromeando, con el casco y la careta antigás colgando descuidadamente del hombro.

Eran soldados que volvían a sus casas.

Descolgaron el vagón trasero entre chirridos y traqueteos de los demás y aparecieron las colinas y los edificios de la ciudad envueltos en la neblina. Volvieron a caer algunos copos de nieve sobre la mejilla de Bryan uniendo, por un corto espacio de tiempo, los sueños con la realidad. Solivió[4] la espalda para impedir que el frío que despedía el suelo se apoderara de él por completo y buscó a James con la mirada entre el caos de camillas del andén.

Una hilera de vigas verticales soportaban la viga maestra del techo creando un pasaje de menos de dos metros que iba a dar al edificio de madera. Las camillas estaban dispuestas oblicuamente a la pared en alfombras de nieve dispersas. Ya habían retirado a un gran número de enfermos. Bryan se dejó caer hacia atrás en la camilla con un sentimiento de impotencia al pensar que tal vez ya se habían llevado a James. De pronto irrumpió el traqueteo de un motor y un camión se acercó marcha atrás al punto de descarga más alejado del andén.

Aparecieron unos hombres que pasaron revista a los enfermos. Luego se sacudieron la nieve suelta que se había depositado en los pliegues de sus abrigos y cargaron con las camillas que tenían más cerca. Poco después, la única camilla que quedaba sobre el andén era la de Bryan, además de una que estaba medio escondida detrás de la rejilla de un carro de correos. Los pies desnudos del paciente se perfilaban bajo la manta, coronados por una mancha oscura y rojiza. Bryan dirigió la mirada hacia sus propios pies y los movió. Una aguja prendida de la manta sujetaba una hoja de papel de color; parecía una mancha de sangre sobre el fondo blanco de la manta.

A lo lejos, siguiendo las vías del tren, se distinguía otro edificio entre la nieve que continuaba cayendo en grandes racimos que cambiaban de sentido a sacudidas. Habían trasladado la mayoría de los vagones hasta allí. Unos puntitos negros emitían gritos alegres en su dirección. Bryan reconocía la atmósfera; también él había sido recibido por sus seres queridos tras largo tiempo de servicio. Presa de la melancolía, Bryan rezaba por volver a experimentar ese sentimiento.

Entonces se abrió la puerta del edificio que se encontraba a sus espaldas. Dos hombres de paisano, de edad avanzada, encendieron unos cigarrillos en el umbral de la puerta y se dirigieron lentamente hacia la locomotora sin cerrar la puerta.

Poco después empezaron a salir un gran número de soldados del primer vagón. Esta vez no se trataba de muchachos alegres y llenos de expectación, por fin de vuelta en casa, donde los esperaban las ollas de mamá o tal vez el abrazo de una novia, sino de hombres experimentados, cansados y encorvados, que sólo avanzaban debido a la presión que ejercían los hombres que iban por detrás. El hombre que esperaba en el andén recibió al primero de los soldados, lo tomó del brazo y lo condujo a lo largo del convoy pasando por el lado de Bryan. Una cadena de hombres los seguían, irresolutos, escoltados por soldados armados y cubiertos con abrigos.

Eran oficiales procedentes de todos los cuerpos de las SS. Bryan apenas era capaz de distinguirlos a unos de otros; soldados de élite alemanes, los héroes coronados de los nazis. El malestar por tantas insignias, calaveras, pantalones de montar, morriones[5], órdenes y demás cacharrería se apoderó repentinamente de él; precisamente, el enemigo al que había aprendido a odiar y a combatir encarnizadamente.

El flujo de soldados inexpresivos y de camillas seguía su curso hacia la abertura en el extremo más alejado de la zona, desde donde salía una luz pálida y blanquecina; había llegado otro camión.

No los había oído acercarse debido al crujido de las botas en la nieve helada. El último hombre de la columna llamó a la escolta y señaló la camilla de Bryan y la otra.

Los hombres las asieron y se las llevaron tras la tropa de soldados encorvados.

En el extremo del convoy dejaron las camillas en el suelo durante un rato. Tardaron un tiempo en llenar el vagón. Un empleado ferroviario atravesó las vías del tren golpeando las agujas por las que pasaba con una vara larga. Un soldado le dio la orden de detenerse con gestos amenazantes y el fusil en posición de disparo. El hombre dejó caer la vara en la nieve, echó a correr sin mirar atrás y no se detuvo hasta desaparecer detrás de un enorme letrero que se erguía entre las vías; «Freiburg im Breisgau», rezaba con letras claras e infladas.

Ni uno solo de los oficiales que estaban allí esperando había dicho nada. Todo había tenido lugar de forma controlada, impidiendo que Bryan pudiera echar la vista atrás a fin de averiguar si James se hallaba en la camilla que habían depositado a unos metros de la suya.

El sol se preparaba para una lenta puesta. La tarde debía de estar muy avanzada. La calle que había detrás del edificio estaba desierta, exceptuando a los soldados de las SS que vigilaban la plaza delante de la estación de mercancías.

Éste era, pues, su primer destino; Friburgo, ciudad de Renania cercana a la frontera francesa, situada en el suroeste del reino alemán, a apenas treinta millas de la frontera suiza y de una vida en libertad.

Sobre la plataforma del camión se vislumbraban dos hileras de siluetas en la penumbra, sentadas a lo largo de los lados de la caja y el toldo. Entre las dos hileras había varias camillas colocadas oblicuamente una al lado de la otra, tan juntas que sus extremos se metían por debajo de los pies de los soldados y de los bancos sobre los que éstos se sentaban. Bryan había tenido suerte, pues su camilla se encontraba debajo de un soldado de piernas cortas cuyas botas no ejercían tanta presión sobre sus tibias heladas, como era el caso de otros desgraciados.

Cuando hubieron subido la última camilla, los soldados de escolta saltaron a la plataforma y bajaron el toldo, mientras la escolta se encargaba de cerrar la puerta trasera.

La repentina oscuridad impidió que Bryan pudiera ver nada. El cuerpo que estaba tendido a su lado estaba inmóvil. Cuarenta hombres respiraban de una forma irregular y profunda. Se oían algunos murmullos y gruñidos procedentes de aquí y de allá. Los dos guardias se apretujaron en el extremo del banco, uno al lado del otro, y empezaron a hablar entre sí en voz baja.

Entonces Bryan se percató de que el cuerpo que tenía al lado se movía. Con unos movimientos abruptos y agudos, su mano avanzó por el costado de Bryan hasta que llegó al pecho. Una vez allí, la mano se detuvo.

Bryan la cogió y le devolvió el suave apretón.

A medida que los cuerpos iban adquiriendo un rostro, Bryan empezó a comprender que los hombres del transporte de enfermos tenían muchas cosas en común, aunque había un rasgo que destacaba por encima de los demás, un denominador común que ahora también los incluía a James y a él: estaban locos.

James había intentado hacérselo entender mediante miradas cargadas de significado, destacando a algunos de ellos con signos explícitos.

La mayoría de los enfermos se habían quedado prácticamente inmóviles, de vez en cuando alguno movía la cabeza ligeramente siguiendo las sacudidas del camión. Unos pocos estaban tensos, los músculos del cuello se dibujaban visiblemente bajo la piel, y mantenían la mirada fija en un punto imaginario o retorcían los brazos de una forma grotesca mientras se balanceaban hacia adelante y hacia atrás en movimientos apenas perceptibles, cerrando y abriendo los puños sin cesar.

James puso los ojos en blanco y señaló furtivamente su boca abierta con el índice. «Los han atiborrado de medicamentos», dedujo Bryan que le decía, a la vez que le daba a entender a James que lo había entendido. También a ellos los habían adormecido, el veneno ya había surtido efecto y sus reflejos se habían vuelto lentos y su capacidad mental se había atenuado notablemente. Si hubieran tenido la ocasión de ponerse en pie, sin duda se habrían caído al suelo inmediatamente.

Un sentimiento ambiguo se fue apoderando de Bryan: por un lado se sentía aliviado, y por otro, la preocupación empezaba a dejarse notar. Así pues, la marca roja los había clasificado como dementes, algo que había entrado en sus planes y que, por tanto, le producía alivio. Pero ahora que los habían metido en el mismo saco que aquel grupo de soldados retorcidos, ¿qué pensaban hacer con ellos? Resultaba fácil imaginarse que el cuidado que la raza de los señores estaba dispuesta a dispensar a enfermos irrecuperables podía traducirse en una inyección letal o incluso en algo no tan sofisticado, en una bala, por ejemplo.

Eso decían los rumores.

Era evidente que no habían querido que ningún civil los viera en la estación de mercancías. Y ahora atravesaban un país desconocido envueltos en la oscuridad. Los vigilaban dos soldados. Así fue cómo surgió la preocupación.

Bryan intentó sonreírle a James, y éste le correspondió levantando el labio superior. Todavía no veía razón para preocuparse.

Por cada curva que tomaban, las piernas del soldado se balanceaban cerca de los pies de la camilla de Bryan. La carretera debía de serpentear, tornearse y retorcerse por el terreno nevado, siguiendo lindes, canales de drenaje, riachuelos y desniveles naturales. Habían llegado con el tren desde el norte a la Selva Negra y a la ciudad de Friburgo. Durante el trayecto, habían pasado por una serie de estaciones menores y apeaderos que podrían haber sido utilizados como lugar de descarga si realmente tenían intención de dirigirse al sur. Tal como estaban las cosas, Bryan suponía que los llevaban en dirección norte o nordeste, hacia el interior de la Selva Negra.

Una vez allí, probablemente los harían desaparecer de una forma u otra.

De momento, el terreno era llano. James se mecía hacia adelante y hacia atrás y empujaba a Bryan con la regularidad del avance escalonado del segundero. El sonido del motor del camión rebotaba en los muros de las casas. La grava dio paso a los adoquines y, durante algunos segundos fortuitos, a la superficie roncera y arrulladora del asfalto, para volver a desembocar en carreteras de tierra, desgastadas y heladas. No había ni un solo momento que se pareciera al siguiente y, sin embargo, su viaje se asemejaba a la eternidad. Bryan tomó nota de sus impresiones. Estaba seguro de que la próxima parada sería su último destino en esta vida.

Una respiración pesada acompañaba el sueño de James y abandonaba a Bryan a un sentimiento de desamparo y claustrofobia. Evocó para sí la promesa que le había hecho James en un intento de arrostrar[6] las ganas de saltar que lo invadieron a medida que los medicamentos dejaron de surtir efecto.

Uno de los guardias dio un paso adelante y pisó el muslo de Bryan con su bota claveteada. En su empeño de controlar el dolor, Bryan no advirtió que empujaron al enfermo contra el banco. En cambio sí oyó cómo se rajaba el toldo con un chasquido cuando el demente chocó contra el lado de la caja con los codos rígidos apuntando hacia atrás.

De pronto, la mitad de la pared de lona se soltó y los golpes de viento la arrojaron contra la cabina del camión. El soldado que indirectamente había causado el accidente se desprendió de su fusil con tal mala suerte que James se despertó con un fuerte golpe de la culata y el fusil aterrizó de tal manera que acabó encañonando a Bryan.

Mientras el soldado se lanzaba contra el lado de la caja y asomaba todo el cuerpo al vacío, Bryan llevó la mano con cautela hacia el fusil.

Cuando sus ojos se encontraron con los de James, Bryan se detuvo. Su compañero sacudió la cabeza ligeramente.

Detrás de la silueta del soldado, el paisaje se iluminó mostrando reflejos de los campos cubiertos de blanco. Había luz más que suficiente para Bryan, cuya tarea consistía en observar el terreno sin tener en cuenta la hora del día.

A lo lejos, en dirección oeste, en medio de la zona llana, se perfilaba un penacho gris que incluso un navegante recién salido de la academia sería capaz de reconocer. Un repecho desnudo surcado por las tormentas de invierno, un puesto avanzado cercano a Francia, un nexo entre la Selva Negra y Vogeserne con el pomposo nombre de Kaiserstuhl, desapareció a lo lejos brindándole un nuevo punto de referencia. Las copas de los árboles desfilaban por la puerta trasera del camión. Bryan se incorporó sobre los codos. Unas figuras se movían por encima de las zanjas de drenaje en movimientos deslizantes. Tonos frescos y voces alegres los seguían en su viaje. Juegos invernales y patinaje por los canales helados. Un solo destello de la realidad y el rostro de la guerra adquiría una nueva expresión. ¡Cuánto tiempo había pasado desde que los jóvenes de Canterbury, con Bryan y James entre ellos, doblaron las rodillas y, llenos de júbilo, corrieron a toda velocidad por debajo de los pequeños puentes que unían las sendas de los bueyes! Deslizamientos crujientes por el hielo, pasatiempos felices e ingenuos.

La siguiente curva le hizo perder el equilibrio y desaparecieron las copas de los árboles detrás del toldo y el rostro sudoroso y autocomplaciente del soldado. Cuando finalmente el sinvergüenza de las SS logró agarrar la lona, se abrió paso entre los dos enfermos sin por ello soltar la punta de la tela por el camino. Las botas del paticorto colgaban sobre las tibias de Bryan como dos plomadas, cada vez más inclinadas. Eso quería decir que volvían a subir.

Ora el pesado vehículo temblaba sobre los caminos cubiertos de guijarros, ora traqueteaba como si rodaran directamente sobre la roca desnuda.

Transcurrido algún tiempo recorriendo aquellos caminos, el transporte de enfermos se detuvo.

Varios hombres de blanco los aguardaban, listos para hacerse cargo de ellos. Sacaron la camilla de James antes de que tuvieran tiempo de despedirse con un apretón de manos. Los dos camilleros que habían agarrado la camilla de Bryan resbalaron en el suelo deslizadizo y a punto estuvieron de soltarla. Ante sus ojos apareció una oscura zona despejada y cubierta de guijarros, rodeada por una franja estrecha de abetos muertos.

Al otro lado de esa franja, unas formaciones densas de pinos dominaban el paisaje ofreciendo abrigo contra las peores ráfagas de viento. El paisaje se iba disolviendo en una neblina de cristales de nieve en las profundidades del valle que tenían debajo. Ni una sola luz desvelaba que hubiera vida en la Tierra de Promisión. Bryan supuso que Friburgo se encontraba al sur.

Habían dado un rodeo hasta llegar al lugar.

El patio se hallaba parcialmente oculto detrás del seto de abrigo. Los pasajeros, aturdidos, sortearon tambaleantes las camillas custodiados por los soldados que los habían acompañado. Bryan distinguió otro camión estacionado que ya había sido evacuado. La tropa que había abandonado el camión estaba formada más abajo, cerca de unos edificios claros de tres plantas. El apagado brillo amarillento de las ventanas se posó suavemente sobre el patio. Bryan soltó un gruñido silbante al ver el signo de la Cruz Roja pintado en los tejados planos e inclinados. A pesar de la gran cantidad de sacos de arena apilados regularmente a lo largo de los muros, las rejas de las ventanas del primer y del segundo piso y las patrullas de perros, parecía tratarse de un hospital normal y corriente. Visto desde fuera, aquellos cubos superaban, en todos los aspectos, los lazaretos[7] construidos a toda prisa que daban cobijo a los heridos de la Royal Air Force. «Pero no te dejes engañar», pensó Bryan mientras se iban acercando lentamente a los edificios.

Poco a poco, los enfermos se fueron reuniendo en uno de los extremos del patio. En total había unos sesenta o setenta hombres esperando mientras pasaban los soldados con las camillas. Un poco más allá, uno de los camilleros que transportaba a James intentaba subir el brazo que éste había dejado caer por el borde de la camilla y que seguía balanceándose descompasadamente. Enmarcados por una capa de hielo que despedía reflejos amarillentos aparecieron dos dedos formando el signo de la victoria, una pequeña y discreta muestra de desprecio por la muerte.

En el lugar en el que estaban apostados aparecieron más edificios diseminados por el terreno. Los fundamentos de dos de ellos estaban arraigados sólidamente en la roca mientras que el resto se distribuía por una explanada bordeada de árboles. A lo lejos, los extremos de unos postes sobresalían por encima de unos acebos silvestres. Estos postes soportaban el alambrado que corría entre las paredes de roca. Más allá, un cercado de alambre cortaba el terreno despidiendo un brillo helado a la luz de las farolas. Delante de la puerta principal del recinto y a la luz de una farola, se había reunido un grupo de oficiales alrededor de un vehículo negro con la cruz gamada pintada en la puerta delantera y unos banderines que ondeaban orgullosamente al viento a cada lado del parabrisas. Parecían estar discutiendo algo. Uno de los oficiales que vestía una bata blanca se separó del grupo y con un gesto de la mano solicitó la presencia de un par de guardias que estaban apostados delante de uno de los edificios más cercanos. Les dio un par de órdenes y los guardias asieron los rifles y salieron corriendo con las armas en alto y las faldas de los abrigos ondeando al aire, dispuestos a transmitir las órdenes recibidas a los demás.

Esta vez, las camillas abrían la procesión de enfermos. Algunos, sumidos en el silencio y en la apatía, ni siquiera se movieron y tuvieron que llevárselos a empellones y bajo todo tipo de amenazas. Aparte del crujido seco de cientos de pies pisando la fina capa de nieve helada y del sonido lejano de los camiones, sólo se oían los crecientes resoplidos de los camilleros. Cuando hubieron dejado atrás el bloque más próximo descubrieron que estaba aislado de los demás. Desde donde se encontraba, Bryan pudo distinguir unos nueve o diez edificios más, algunos de ellos unidos de dos en dos por unos corredores blancos de madera. Sin duda se dirigían hacia uno de esos complejos; hacia los bloques gemelos más alejados.

Dejando de lado una farola solitaria que iluminaba la puerta de entrada con una luz tenue, el edificio, negro y sin vida, estaba a oscuras. Una enfermera cubierta con una capa salió del edificio. El súbito frío la hizo estremecerse y se apresuró a indicarles con la mano que la siguieran hasta los dos barracones de madera que se alzaban a su izquierda. Los camilleros protestaron aunque acabaron por hacerle caso.

Los barracones, altos aunque de un solo piso, estaban provistos de ventanas cubiertas de escarcha, dispuestas en hilera justo debajo del alero. Unos postigos y unas cortinas pesadas de tela protegían de la luz de los postes altos del exterior.

La puerta del barracón daba directamente a una sala en la que habían colocado decenas de colchones de rayas en el suelo. Unas espalderas cubrían las paredes laterales y del techo colgaban unas lámparas que despedían una débil luz, unas barras fijas, unas anillas y unos trapecios. La pared del fondo estaba desnuda. Cuatro cubos que alguien había dejado en el centro de la sala harían las veces de letrinas. A ambos lados de la puerta de entrada se erguían unos pequeños apartados, cada uno de ellos rodeados por unas cuantas sillas de madera oscura y basta.

Los camilleros que transportaban a Bryan se detuvieron a mitad de camino entre la puerta y el fondo de la sala, lo depositaron sobre un colchón, metieron el historial médico debajo del jergón y desaparecieron con la camilla vacía detrás de los pacientes que iban llegando, sin siquiera haberse molestado en comprobar el estado de salud del paciente que habían tenido a su cargo.

El flujo de hombres de miradas vacías que avanzaba arrastrando los pies pronto cesó. James se encontraba a tan sólo un par de colchones de Bryan, siguiendo a los recién llegados con la mirada. Una vez que estuvieron todos los enfermos sentados o echados sobre los lechos duros que les habían asignado, una enfermera dio unas palmadas en el aire y recorrió las filas repitiendo la misma frase una y otra vez. Bryan no entendía lo que decía, pero sí comprendió, a juzgar por la confusión y los intentos acompañados de quejidos de sus compañeros de sala de desvestirse, que debían dejar todas sus ropas en un montón a un lado del colchón. No todos siguieron la orden y tuvieron que soportar la ayuda tosca y ruda de los camilleros, que hasta entonces habían seguido los acontecimientos pasivamente, mascullando algún que otro improperio ininteligible. Ni James ni Bryan reaccionaron, y dejaron que fueran otros los que les sacaran el camisón por encima de la cabeza. La manera ruda con la que se aplicaron los camilleros les dejaron las orejas enrojecidas. Bryan observó aliviado que James ya no llevaba el pañuelo de Jill alrededor del cuello.

Uno de los hombres desnudos se incorporó y, con los brazos colgando a los lados, se puso a orinar sin ton ni son sobre el colchón y sobre su vecino, que apenas se molestó en apartarse.

La enfermera se dirigió a toda prisa hacia él, le propinó un golpe en la nuca que instantáneamente detuvo el chorro y lo guió hasta los cubos.

Bryan se alegró entonces de no haber ingerido apenas nada en los últimos días.

La puerta que daba al edificio gemelo se abrió y apareció un carrito cargado de mantas. Y allí permaneció un buen rato.

El suelo de la sala no era frío, pero la corriente de aire que se escurría por la puerta de entrada ponía la carne de gallina. Bryan se encogió en un intento de alejar el frío que lentamente iba apoderándose de su cuerpo.

Poco después, uno de los hombres empezó a gemir. Muchos de ellos temblaban visiblemente de frío. Las dos enfermeras encargadas de la vigilancia sacudieron la cabeza, irritadas, y señalaron el carrito. Así pues, se suponía que ellos mismos debían procurarse una manta. Inmediatamente, un par de hombres encorvados y enjutos dieron un salto por encima de los colchones y se precipitaron sobre el montón de mantas, sin tiempo para pensar de dónde había salido la manta, si del fondo o de lo más alto del montón.

El resto no se movieron ni dieron señales de saber lo que pasaba a su alrededor. Eran hombres aturdidos y ensombrecidos.

Las horas fueron pasando. A medida que el frío iba calando en los huesos de los enfermos, el canto monótono de las dentaduras fue subiendo de tono. Las enfermeras dormían a cabezadas, sentadas en los taburetes que se hallaban en el extremo más alejado de la sala. Hacía ya tiempo que habían abandonado a los pacientes a su suerte.

A la tenue luz de las lámparas, Bryan apenas era capaz de distinguir el cuerpo encogido de James entre los demás. En cambio sí vio la punta del pañuelo de Jill, que sobresalía por debajo del jergón. «¡Deja que siga ahí!», rezó Bryan para sus adentros. De pronto James se incorporó de un tirón y de un salto se precipitó hacia el lugar donde estaban los toneles. Pocos segundos después, uno de ellos retumbó.

La evacuación en sí sólo duró unos instantes, pero las secuelas de un estómago revuelto, los retortijones, el sofoco y las escurriduras de orina mantuvieron a James paralizado en la misma postura torpe durante un buen rato. Cuando terminó resopló y se puso a buscar a tientas el papel tan deseado alrededor de los cubos. Fue en vano.

Sin perder el tiempo en más consideraciones de carácter higiénico, se abalanzó sobre el carrito, agarró una manta y, en un par de movimientos ágiles, volvió a su jergón. «¿Porqué no has cogido una manta para mí también, idiota?», pensó Bryan. Consideró seguir el ejemplo de James mientras echaba un vistazo a las mujeres uniformadas que dormitaban en el otro extremo de la estancia. Pero desistió.

De pronto, aquella misma noche, se abrió la puerta del patio de un golpe, seguido inmediatamente por una luz cegadora al encenderse las lámparas del techo. Bryan se quedó en la cama, totalmente paralizado. Los soldados de las SS se dirigieron sin titubeos hacia un par de hombres que se habían envuelto en las mantas, se inclinaron sobre ellos, sacaron sus historiales médicos de debajo del colchón y arrancaron la esquina superior de la primera página.

Uno de los hombres que fue estigmatizado de esta manera dormía en el lecho vecino al de James. El bulto revuelto que lo cubría era la manta de James. Bryan tuvo la certeza de que él no habría sido capaz de mostrar tal resolución y acierto.

James se había limitado a coger deliberadamente una sola manta.