22
Lo primero que ocurrió fue que el Hombre Calendario enganchó su hoja con la fecha en la pared. 6 de octubre de 1944, rezaba.
La estancia era mucho más pequeña que la antigua sala que habían ocupado. Los sonidos les llegaban amortiguados, la locura del piso de abajo se había eclipsado.
La vista desde la cama que James ocupaba, en solemne aislamiento desde la pared del fondo más corta, era aterradoramente amplia. A su derecha, Dieter Schmidt y el hombre de la cara ancha estaban al acecho, uno a cada lado del Hombre Calendario, Werner Fricke. En la otra punta de la sala, la puerta daba golpes al son de las ráfagas de viento.
James contempló embotado la cama de Bryan, que se hallaba entre la del hombre de los ojos enrojecidos y la de Kröner. Dentro de unas horas, cuando volviera del tratamiento de choque, Bryan se hallaría a merced de los simuladores, igual que él que, sin embargo, estaría inconsciente y sedado. Los días que los aguardaban se harían interminables. Todas y cada una de las articulaciones de su cuerpo protestaron. Los órganos internos estaban en vilo. Se sentía exhausto y débil.
«¡Te sacaré de aquí, Bryan! ¡No te preocupes!», pensó con la cabeza embotada.
No obstante, ahora debía procurar reponerse.
La mano de Kröner ya se había agitado en un gesto de rechazo por las ganas de hablar de Horst Lankau. James se dio cuenta, por primera vez, de que Kröner era capaz de sudar. Paseó la mirada minuciosamente por la habitación. Tal vez sólo fuera cuestión de meses hasta que se los considerara aptos para servir al Führer.
—¡Thieringer no sospecha nada! —comenzó a decir Kröner en voz baja mientras miraba a Lankau y luego a Dieter Schmidt—. Pero las perspectivas no nos son favorables. Antes de que nos hayamos dado cuenta, estaremos de vuelta en nuestros puestos. ¿Cómo creéis entonces que nos irán las cosas? ¿Y el Cartero? ¿Acaso también tiene una solución para este problema, Schmidt?
—Ya me preocuparé yo de no volver al frente, eso puedes darlo por seguro. ¡Y si yo puedo, vosotros también! —gruñó Lankau bajando la voz—. En mi opinión, tenemos un problema bastante más grave.
Lankau se puso en pie y se encaró tranquilamente al Hombre Calendario.
—¡Ya puedes ir levantándote, Fricke! Tu sitio está aquí —añadió golpeando la cama que le había tocado.
El Hombre Calendario apenas se daba cuenta de la gravedad del hombre de la cara ancha y no hizo ni el más mínimo ademán de ponerse en pie. Tras el tercer golpe, Lankau cerró el puño y lo plantó con un gesto amenazador delante de la cara del Hombre Calendario.
—La próxima vez no te daré con la palma de la mano, ¿has entendido? ¡Será con esto! ¿Qué? ¿Te mueves?
—¿Cómo crees que les sentarán a las enfermeras todos estos cambios? ¿Es que ahora tú vas a decidir cuál va a ser tu cama? Kröner parecía cansado.
—No se darán cuenta, siempre y cuando cada expediente esté en su sitio. ¡Y ya está! —Bajó las solapas y se dio la vuelta encarando a Dieter Schmidt, que volvía a ser su vecino—. ¡Ya volvemos a ser una pequeña familia, enano de mierda! ¡Y ahora tendrás que responder a unas cuantas preguntas, colega! Desembucha, venga, ¿dónde está el Cartero? ¿Y qué demonios sabes de los planes que tiene para nosotros? ¡Luego me contarás qué hacemos con esos dos mierdas! —El hombre de la cara ancha señaló la cama vacía de Bryan y luego hizo un gesto con el pulgar hacia James sin dejar de mirar a Dieter Schmidt ni un solo momento—. Estos dos diablos saben demasiado, estoy de acuerdo. ¡Ahora mismo, ellos son nuestro mayor problema!
Echó un leve vistazo a James, que seguía metido en la cama con los ojos cerrados y respirando superficialmente, y prosiguió:
—¿Qué no puede llegar a pasarnos si el imbécil de Von der Leyen vuelve a intentar escaparse? ¿Crees que el Cartero podría responderme a eso también?
—¡Probablemente!
Dieter Schmidt lo miró fríamente.
—¡Pues si es así, te agradecería que nos lo contaras, joder!
Los pasos en el pasillo pusieron sobre aviso a Lankau. Todos estaban en sus camas, sumidos en la apatía, cuando la hermana Petra asomó la cabeza por la puerta. La reacción al nuevo lugar que ocupaba Lankau no se produjo. Sólo tenía ojos para James.
Aquella misma noche, los simuladores repitieron su cháchara acerca de los objetos de valor que contenía el vagón de mercancías. También hablaron del Cartero, y de Bryan.
El tema había tomado un quiebro infame. James apenas era capaz de moverse. Sus náuseas parecían crónicas. Poco a poco se había ido poniendo nervioso. Hasta entonces, Bryan nunca había estado tanto tiempo en tratamiento. Todos los ocupantes de la habitación estaban preocupados. Aunque, sin duda, las razones eran muy distintas.
Por un lado, James deseaba fervientemente que Bryan volviera pronto, sano y salvo. En circunstancias normales, un tratamiento de choque sólo se prolongaba tanto si el paciente, había tenido un ataque de espasmos. En tal caso, podía pasar fácilmente un par de horas más. Pero por otro lado, también podía darse el caso de que Bryan hubiera sido trasladado a otra sección. Y a pesar de que eso significaría separación e incertidumbre, sin duda será lo mejor para él.
A medida que fueron pasando las horas, los simuladores se fueron convenciendo cada vez más de que había que acabar con la vida de Arno von der Leyen en cuanto lo devolvieran a la habitación. El cuchicheo estaba volviendo loco a James. También él era objeto de sus discusiones en voz baja pero, de momento, parecían estar seguros de que lo tenían bajo control. Al paciente de los ojos enrojecidos y al Hombre Calendario los ignoraban por completo.
En contra de su costumbre, Kröner parecía el más comedido. Lankau propuso que arrollaran una sábana alrededor del cuello de Bryan y que lo arrojaran por la ventana. Kröner gruñó y sacudió la cabeza. Tan sólo hacía unas horas que los habían trasladado. Provocar un suicidio en aquella pequeña habitación sería un acto descabellado.
—¡Entonces sólo seremos seis cuando vengan a interrogarnos! —dijo finalmente—. ¿Estáis realmente seguros de que podríais soportar un interrogatorio?
Kröner se quedó helado. La respuesta le llegó desde un lado inesperado.
—¡Yo sí podría! —La voz que irrumpía de la oscuridad era nueva, autoritaria y fría como un témpano—. ¡La pregunta es si vosotros podríais! Lo dudo.
Las palabras procedían de la cama más cercana a la de James, del vecino de Bryan, del hombre de aspecto insignificante, de rasgos agudos y ojos enrojecidos, Peter Stich.
—Me alegro de saludar a los señores, teniendo en cuenta que la relación ha sido unilateral durante tanto tiempo.
Los ruidos que llegaban de las camas de Kröner y de Lankau parecían evidenciar que ya se habían incorporado. James no apartaba la mirada de Stich.
—¡Quédese donde está, Herr Sturmbannführer!
Puesto que se habían dirigido a él usando el título por el que había hecho tantos méritos, Dieter Schmidt se detuvo al instante delante de la cama de James.
—Lo ha hecho muy bien. Estoy muy satisfecho con su lealtad y su silencio. ¡Nos ha acercado mucho a nuestro objetivo! ¡Ya puede volver a su sitio, no se preocupe! Y en cuanto a ustedes, señores míos —dijo acaparando toda la atención de los demás ocupantes de la habitación—, ya que hemos llegado hasta aquí, permítanme que me presente. Como ya habrán adivinado, yo soy el que les ha rondado por la cabeza durante tanto tiempo. ¡El Cartero!
La reacción que provocó esta revelación fue inesperadamente pobre. Los gruñidos procedentes de la cama de Lankau se vieron interrumpidos inmediatamente por Kröner.
—¡Vaya, vaya! ¿Quién lo habría dicho? ¡En qué compañía tan exclusiva nos hemos ido tornando! —Kröner hizo un gesto con la cabeza en dirección al hombre de los ojos enrojecidos sin dar muestras de sorpresa—. El mismísimo jefe en persona se ha quitado el disfraz. Un disfraz muy interesante, por cierto. ¡Muy eficaz!
—Y lo seguirá siendo —el Cartero cortó así la ironía de Kröner—. Pero ¡lo dicho! ¡Una compañía exclusiva! ¿Realmente tengo que recordarles que el hombre al que sus señorías tienen la intención de mandar al otro mundo es el oficial de mayor rango de toda la sala? Naturalmente, comparto el parecer de los señores. Arno von der Leyen no se comporta como debería hacerlo un demente. De hecho, estoy tan convencido como ustedes de que está tan cuerdo como los señores y un servidor. Lo he visto hacer cosas a las que no debería dedicarse. ¡Esconder pastillas, por ejemplo! Sin embargo, también tiene otro inconveniente, este Von der Leyen, que tendremos que tener en cuenta. ¡Dudo que los señores conozcan los antecedentes del Oberführer Von der Leyen tan bien como yo!
Lankau resopló.
—¡Es un desgraciado, eso es lo que es! Uno de esos niños monos que se limitan a mirar mientras los demás hacemos el trabajo sucio y que luego se llevan el honor. —El desdén de Lankau estaba dirigido a todo aquél que estuviera por encima de él en el escalafón. En aquella sala, Arno von der Leyen era el único—. ¡Fue fácil cazar a ese gallina! ¡Como a un perro faldero aturdido!
—Es posible, pero también tenéis que saber que es un oportunista de renombre. Aparte de que es un lameculos, de eso no cabe duda, también es un alma fiel, un verdadero nazi. Y un dato que hay que tener en cuenta y que debo añadir: es uno de los confidentes de Hitler, uno de los intocables de Berlín. Pero a pesar de todo el esplendor pienso, de todos modos, que debe de estar usted muy contento de que le resultara tan fácil cazarlo, Herr Standartenführer Lankau, porque el Arno von der Leyen del que yo tengo conocimiento no sólo es un niño prodigio, sino que también es un asesino eficaz.
El hombre de los ojos enrojecidos miró a su alrededor e hizo un gesto de asentimiento. Lankau le dirigió una mirada de desagrado y de escepticismo.
—Sí, sí, así es, estimado Standartenführer. ¿Cómo cree que ese niñato ha podido llegar hasta donde ha llegado? Le puedo asegurar que a Arno von der Leyen apenas le despuntaba el vello en la barbilla cuando se hizo merecedor de un puesto en la Guardia de Corps de nuestro Führer. Con calavera y todo. No le está dado a cualquiera llegar tan lejos a esa edad. Es la personificación del escogido, es cierto, pero también es un héroe de guerra. Sus condecoraciones están manchadas de sangre, como debe ser. Le dispensan un cuidado especial debido a su posición. Sin él, ninguno de nosotros habría subido a este piso. Nosotros somos totalmente prescindibles e insignificantes, él es quien importa. Nosotros no somos más que sus compañeros de habitación, su decorado. ¿Lo han entendido, señores míos?
La frialdad y la falta de matices de la voz del Cartero horrorizaron a James. En el silencio de los meses que habían transcurrido había evaluado a sus enemigos y a sus amigos. Él era su titiritero. James se estremeció al pensar que había estado a punto de comprometerse.
Lo cierto es que no sólo sé de los méritos de Arno von der Leyen —enfatizó el Cartero—, también vi su rostro en una ocasión, aunque de eso hace mucho tiempo y, por entonces, no me preocupaba demasiado.
»¡Y ahora viene lo más interesante de todo! Porque el Arno von der Leyen que yo vi no es el mismo que pronto ocupará esa cama. ¡No estoy seguro de haber visto esa cara antes de llegar a este establecimiento! ¡Tengo mis dudas, comprenden!
El Cartero hizo callar a Kröner, que estaba a punto de interrumpirlo. James notó cómo el temblor de su cuerpo aumentaba. Su sábana ya estaba empapada en sudor. Habían convulsionado la identidad de Bryan. Incluso Kröner se dejaba frenar.
El hecho de que lo aceptara sin rechistar era una circunstancia desagradable.
—Por tanto, debemos empezar a pensar de forma racional y a considerar todas las posibilidades que nos brinda la situación. ¡Y ahora les rogaría que pusieran mucha atención, señores míos! Porque, ¿qué sería peor para nuestros intereses? Que se suicidara con nuestra humilde ayuda y que así desapareciera de nuestras vidas, lo que podría tener como resultado torturas y otras vejaciones, o que un día se descubriera que es un impostor. Si dejamos que viva y si es el verdadero Arno von der Leyen, todo bien, si dejamos de lado que conoce a la perfección nuestros planes por culpa de la gran necesidad de los señores de cuchichear por las noches. Y si no es Arno von der Leyen, sigue sabiendo demasiado. Y si algún día se demuestra que finge, difícilmente nos libraremos nosotros de la sospecha de los de seguridad. Examinarán nuestro pasado. ¡Precisamente por eso tuve que salvarlo de la situación de los postigos de madera! Estoy seguro de que les habría pagado con la misma moneda por haber echado a perder su fuga, si entonces lo hubieran descubierto. También en este caso nuestros destinos se habrían visto ligados al suyo de forma poco conveniente.
Paseó la mirada por los rostros de sus compinches, que expresaban una total concentración.
—¡En fin! En el fondo, un dilema sobre el que vale la pena reflexionar. Lo he estado observando desde el día en que llegamos. Lo encuentro desequilibrado, joven y confundido. Resulta difícil determinar si se trata de Arno von der Leyen o no, pero si no es el verdadero Von der Leyen, no creo que sea capaz de llevar a cabo su engaño hasta sus últimas consecuencias.
Sus ojos los escrutaron a todos.
—Yo, por mi parte, encuentro que el dolor es un baile estimulante de nuevas sensaciones, por decirlo de alguna forma. Una fuente para la exploración de los elementos extremos del cuerpo. ¡Pero no tiene por qué ser así para los demás!
Dieter Schmidt se encogió de hombros. Estaba pálido.
—¿Tengo razón? —acabó diciendo el Cartero.
Era evidente que la veneración que Dieter Schmidt sentía por el Cartero no era compartida por Lankau. Sin embargo, Kröner aceptaba la situación.
—¡Cierra el pico, Lankau! ¡Ya sabemos lo que piensas! —se apresuró a decir Kröner al ver que los gruñidos de Lankau iban en aumento—. ¡A partir de este momento nos mantendremos unidos! ¿Lo has comprendido?
—Convengamos —dijo el Cartero, inexpresivo—, en que Herr Standartenführer Lankau, siendo el hombre de acción que es, también es el más indicado para despachar al presunto Von der Leyen fuera de este triste mundo.
Cuando devolvieron a Bryan a la habitación, todo estaba prácticamente listo para su liquidación.
—¡No puedes usar su sábana, Lankau! ¿No ves que se darán cuenta en cuanto lo metan en la cama? ¡Usa la tuya si insistes en prepararte ya! —estalló Kröner—. Ya la cambiarás luego.
—Esperemos a que vuelva. Y luego cogemos su sábana —dijo el Cartero sonriéndole a James—. ¿No le parece, Herr Standartenführer Peuckert?
James no reaccionó. Mantenía la mirada perdida en el vacío, pero aquel acercamiento le heló la sangre.
—¡No me gusta que vea lo que vamos a hacer!
Lankau miró a James con ojos que rezumaban odio.
—No nos denunciará. ¡No sé por qué, pero no lo hará! —El hombre de los ojos enrojecidos asintió—. ¡Los señores han conseguido domarlo a la perfección!
James dirigió la mirada hacia los abetos y empezó a contarlos inconscientemente. Cuando hubo acabado el recuento, volvió a contarlos. La tranquilidad que tanto necesitaba se hacía esperar.
Tal como era de suponer, Bryan había tenido un ataque espasmódico después del tratamiento de choque. Había permanecido en observación durante toda la noche. Pasaría mucho tiempo hasta que fuera capaz de defenderse. James no sabía qué hacer. Estaba al borde del aturdimiento, apagado y presionado, tanto anímica como físicamente.
Mientras los enfermeros repartían la comida por las demás habitaciones del pasillo, Lankau había escurrido la sábana de Bryan en el lavabo. Ahora era tan fina y tensa como una cuerda de sisal, lista para ser utilizada debajo de la manta de Bryan y atada por un extremo a la cabecera.
Las enfermeras ya le habían hecho la cama. No volverían a preocuparse por Arno von der Leyen hasta que volviera a despertarse.
—¿Realmente es la mejor manera de hacerlo? Me refiero al suicidio, naturalmente. ¿No podríamos tirarlo por la ventana, sin más? —dijo Lankau, preocupado—. Parecerá un intento de fuga. Al fin y al cabo, los abetos al otro lado de la alambrada están muy cerca. No debe de ser muy difícil llegar hasta allí si coges un buen impulso desde el alféizar.
—¿Y…?
No parecía que el Cartero quisiera que respondieran a su pregunta.
—Bueno, que ha errado el salto, por supuesto.
El Cartero encogió los carrillos.
—Así habrá tenido lugar un intento de fuga en nuestra habitación, y volveremos a atraer una inspección. Por no mencionar que atornillarán las ventanas. Esa vía de escape también la tendremos vedada, si llega el momento en que tengamos que recurrir a ella. ¿Y si sobrevive a la caída? ¡Ni hablar, lo colgaremos en cuanto oscurezca!
James era el único que no disponía de una cuerda sobre la cabecera de su cama para llamar a la enfermera de guardia. La ubicación en medio de una habitación de seis camas era tan sólo una solución de emergencia. La situación era desesperante. Si se enfrentaba a ellos para impedir que llevaran a cabo su plan acabaría como Bryan. Y en aquel momento estaba luchando contra la inconsciencia.
La ayuda tendría que llegar del exterior. Y él debería procurar que así fuera.
Sin embargo, si encontraban aquella soga improvisada, pondrían en marcha una inspección inmediatamente y la profecía del hombre de los ojos enrojecidos se haría realidad en todo su espanto. Tan sólo la hermana Petra podía mitigar el alcance de la catástrofe que se avecinaba desviando la sospecha hacia donde era pertinente.
Pero Petra ya no venía todos los días.
Aquel día oscureció muy pronto. En mitad de la tarde, el día se enturbió, como queriendo simbolizar la vida de Bryan que se apagaba.
Petra entró en la habitación sin razón aparente. Cuando se encendió la luz del techo, Kröner se vio claramente sorprendido. Llenó su jarra de agua del grifo y se detuvo al lado de todas y cada una de las camas para rellenar sus vasos.
Cuando le llegó el turno a James, éste intentó incorporarse en la cama.
—¡Pero señor Peuckert, por favor! —dijo devolviéndolo suavemente a la posición inicial.
James recostó la cabeza contra la almohada de manera que la cabeza de ella lo resguardara de las miradas de los demás. Las palabras no querían salir. La mirada desesperada y los movimientos descontrolados de James eran nuevos e ininteligibles para ella.
Entonces decidió ir a por la supervisora.
Aquel ser autoritario, que sólo en contadas ocasiones había sorprendido al personal y a los pacientes mostrándose sensible, estudió a James minuciosamente. Cuando se inclinó sobre el cuerpo de James, su rostro se despejó. Sacudió la cabeza con indulgencia, se escurrió entre la cama y Petra hasta la ventana y corrió la cortina un poco, tapando las contraventanas ligeramente. De esta forma hizo desaparecer una pequeña superficie de luz grisácea que había interpretado su último y agónico baile sobre la mejilla de James. Momentáneamente triunfante y divertida por su pequeña y sencilla intervención, la supervisora se giró hacia Bryan y palmoteo la mejilla de aquel ser desprotegido con una rudeza inusitada.
Bryan gruñó desde la inconsciencia y retiró la cabeza del borde del que le había llegado el golpe.
—¡Pronto se despertará! —dijo al abandonar la habitación sin asegurarse de que Petra la seguía—. ¡Ya era hora! —concluyó desde el pasillo.
Petra se inclinó sobre James y le pasó la mano por el cabello con ternura. Un débil e ininteligible susurro escapó de entre sus labios. Los ojos de Petra sonrieron. Los gemidos le hicieron abrir los labios con entusiasmo.
Entonces la reclamó la supervisora.
Los segundos que siguieron fueron como la eternidad misma.
—¡Bueno, amiguito! —Lankau sonrió al Hombre Calendario—. Ahora vamos a jugar un poco. ¡Acércate! —le espetó mientras apretaba la sábana alrededor del cuello de su víctima.
Tal como habían planeado, el nudo cubría la carótida palpitante. Sería una caída corta y eficaz. Si había que colgarlo, también habría que desnucarlo.
Los simuladores sabían lo que hacían. James seguía echado en la cama, hiperventilando, mientras el Hombre Calendario se reía como un niño en mitad de un juego. A instancias de Lankau, se llevó a Bryan al hombro. Le dio unas palmadas en las nalgas desnudas y dio saltos de alegría que el hombre de la cara ancha acompañó con risas, mientras abría de par en par la ventana que había detrás de la cama de Bryan. Los demás simuladores se limitaron a contemplar el espectáculo como si no tuvieran nada que ver con lo que estaba ocurriendo.
Las palmadas, los gruñidos y el ritmo violento del Hombre Calendario despertaron a Bryan, que abrió los ojos de golpe. Confundido por la postura en la que se encontraba y por la superficie fría, dura y angulosa del alféizar, alzó la cabeza gritando como un condenado.
—Pero agárrale los brazos, por Dios —profirió Kröner inmediatamente y saltó de la cama.
Kröner le propinó un fuerte golpe en el hombro a Bryan. De pronto, el Hombre Calendario se detuvo y soltó a su presa, aturdido por el repentino y grave giro que había tomado el juego. Mientras se retorcía y gimoteaba, les iba dando golpes desganados a Lankau y a Kröner con el dorso de la mano. Estaban uno a cada lado de Bryan, intentando sostenerlo. La figura desesperada tenía ya una pierna fuera de la ventana y con la otra se agarraba como podía al alféizar.
El Cartero no se movió de la cama, pero, en cambio, el flaco se incorporó de un salto y, lleno de odio y de ira, se lanzó contra el abdomen de Bryan. El efecto que produjo aquella reacción fue inesperado. Bryan soltó un rugido y su cuerpo se precipitó hacia adelante con tal ímpetu que el chasquido que se produjo al golpear la frente contra la cabeza del flaco sonó como un martillazo. Dieter Schmidt cayó al suelo sin mediar palabra.
—¡Alto! —gritó el Cartero.
Con aquella escueta orden envió a los simuladores a sus camas. Había oído los pasos apresurados que se acercaban por el pasillo antes que los demás.
Los dos camilleros se detuvieron en seco al encontrar a Bryan tendido en el suelo. Su rostro irradiaba locura y los jadeos eran entrecortados debido a la sábana que atenazaba su cuello.
—¡Está totalmente ido! ¡Sujétalo! —dijo uno de los camilleros mientras cerraba la ventana—. ¡Mientras tanto yo iré a por la camisa de fuerza!
Sin embargo, no tuvo tiempo; las sirenas se habían puesto en marcha.