51
La conversación, si se le podía llamar así, había tenido lugar a toda prisa. Gerhart alzó la cabeza cautelosamente, dejó de contar y miró a Andrea. La mujer estaba en mitad de la sala con el rostro desencajado. Era evidente que se había visto sorprendida por los acontecimientos, algo que ocurría muy raras veces. De joven habría estado más alerta. Maldecía en voz alta. Gerhart reculó en el asiento.
Alguien tendría que pagar por ello.
—¡Bruja asquerosa! —espetó.
Por un instante, las dos hojas de la puerta la ocultaron.
—¡Pequeña bruja asquerosa! —volvió a gritar.
Luego se hizo el silencio y Gerhart retomó el recuento de los rosetones del techo. Poco después volvió a aparecer la mujer en el salón arrastrando las zapatillas y se llevó a Gerhart del brazo a la cocina.
Una vez allí, Gerhart se quedó callado bajo la luz del fluorescente, escuchando sus lamentos balbuceantes hasta que volvió su marido. Gerhart desenfocó la mirada. Intentó que las palabras lo atravesaran sin registrarlas.
—¡Lo he visto! ¡He visto a Arno von der Leyen! —casi gritó Stich—. Ha sido fantástico. Me habló en inglés, tal como dijo Lankau que haría. ¡Increíble! ¡Estuve a punto de morirme cuando, tal como Kröner había dicho, se presentó como Bryan Underwood Scott! Eso ni siquiera lo sabe Lankau. ¡Vaya nombre!
Stich intentó reírse, pero tuvo que desistir y carraspeó.
—¡Menudo idiota! No se conforma con menos. ¡Bryan Underwood Scott! ¡Venga ya!
De pronto, Stich se calló y prosiguió en un tono apenas audible que acompañó con una mímica suave.
—Hablamos un rato. «Excuse me», dijo sin saber quién era yo.
Stich pellizcó suavemente la mejilla de su esposa.
—¡No sabía quién soy, Andrea! ¡Gracias a Dios que te preocupaste de cambiarme la cara! ¡Ohh, tendrías que haberlo oído!
El anciano se sentó pesadamente, volvió a carraspear y resopló tras los esfuerzos, la emoción, el paseo apresurado de vuelta al piso y la escalera.
—Me he citado con él dentro de apenas un par de horas, Andrea.
Stich sonrió a su esposa.
—¡Cree que va a cenar en casa! Nos íbamos a encontrar a las ocho y media, en Langenhardstrasse, 14. ¡Dios sabe quién vivirá en esa casa!
El viejo se rió y se quitó una bota.
—Tampoco él lo sabrá nunca. De eso nos encargaremos nosotros, ¿verdad, Andrea? Le aconsejé que atajara por el parque de la ciudad.
—¡Ha llamado!
Andrea lo dijo en un tono prudente y reculó, de modo que Gerhart Peuckert hiciera de barrera entre ella y su marido. Peter Stich soltó la otra bota y la miró fijamente.
—¿Petra Wagner?
Gerhart abrió los ojos y miró extraviado a su alrededor hasta que su mirada atrapó los topos del delantal de Andrea. Empezó por debajo del bolsillo y emprendió el recuento de izquierda a derecha, de abajo arriba. Andrea se puso en pie. Gerhart la siguió con la vista, topo a topo.
—Sí, llamó hará unos diez minutos preguntando por ti.
—¿Y…?
—Pues colgó cuando le dije que no estabas en casa.
—¡Idiota! —gritó agarrando la bota que acababa de quitarse—. ¡Idiota, más que idiota!
El canto de la mesa de la cocina se hundió en los ríñones de Andrea, que intentaba zafarse, deformando así el paisaje punteado de Gerhart. Los golpes de Stich podían llegar a ser terriblemente certeros. Cuando sus ojos y los de su esposa se encontraron, Stich se detuvo y dejó caer el brazo.
—¡Pero si sabes que Kröner la está buscando, imbécil!
Aunque Gerhart Peuckert hubiera estado totalmente presente, no podría haberse protegido del golpe que le propinó Stich. La bota era vieja y le había cambiado la suela varias veces; era pesada y su sien estaba desprotegida. Gerhart estuvo a punto de perder el sentido. Cuando finalmente volvió en sí, el anciano seguía azotándolo.
—¡Todo es culpa tuya! —gritó volviendo a pegarle—. Tuya y de tu asqueroso perro inglés. ¡«Excuse me» por aquí y «Excuse me» por allá! Que el diablo me lleve consigo si pienso permitir que ese malnacido nos cree problemas. Ya teníamos más que suficientes antes de que apareciera él.
Después de propinarle un último golpe, Stich soltó la bota y abandonó la cocina. Desde su rincón, Andrea recogió un par de tazas y luego se dirigió al salón, como si no hubiera pasado nada. Gerhart estaba echado en el suelo, inmóvil y con la nuca recostada contra la puerta de un armario. Ni siquiera se llevó la mano al lado paralizado de la cabeza. Primero movió un tobillo y luego el otro y, poco a poco, empezó a contraer el cuerpo, músculo a músculo. Cuando Andrea volvió a por el café, murmuró algo ininteligible y, de paso, le propinó una patada en la espinilla. En el mismo segundo en que el dolor se propagó hasta su conciencia, Gerhart alzó la vista con una expresión de sorpresa en el rostro.
Lo dejaron tranquilo un buen rato. Gerhart intentó retomar el recuento en un intento vano de calmar sus pensamientos caóticos. Ideas repentinas y sentimientos extraños iban sucediéndose sin cesar haciendo hervir su sangre. En primer lugar, estaban los conceptos. Todo el mundo a su alrededor estaba excitado y susceptible. Kröner había salido para deshacerse de Petra. Y luego estaban los nombres: Arno von der Leyen, Bryan Underwood Scott y de nuevo Petra.
Los golpes de Stich le habían caído por segunda vez aquel día, pero no eran los golpes los que lo habían despertado, sino el eco de los sonidos extraños que Stich había pronunciado.
Entonces Gerhart Peuckert se incorporó y se quedó un buen rato pensativo bajo el zumbido del fluorescente. «Excuse me», fueron las palabras que como besos despertaron al hombre de su sueño eterno.
Peter Stich siguió gritándole a su mujer un rato más. Esos arrebatos solían durar poco. También esa vez cesaron los gritos, poco después de haber empezado.
Todavía había luz en el salón, pero no la suficiente para compensar las tareas a las que Peter Stich y Andrea se habían abandonado. La espalda del viejo estaba encorvada. Gerhart abandonó la oscuridad del pasillo para contemplar la escena borrosa que se desarrollaba ante sus ojos. La hoja del escritorio estaba bajada y recubierta de pequeñas piezas metálicas. El escritorio se perfilaba como una aura oscura detrás de la cabeza de Stich. Gerhart ya había sido testigo de ello otras veces. Pronto el viejo habría montado su pistola y entonces encendería la lámpara del techo para poder admirar su obra; bien pulida y lista para usar con eficacia. Entonces, Andrea suspiraría de placer al poder retomar el ganchillo.
Bañada por la luz.
Durante todos aquellos años, los hombres habían reído y vivido en aquellos salones a pesar del daño que habían infligido a las personas que los rodeaban.
—¿Qué haces aquí?
Sin siquiera darse la vuelta ni alzar la mirada, el viejo había notado la presencia de Gerhart.
—¡Vuelve inmediatamente a la cocina, monstruo! —prosiguió, dándose finalmente la vuelta.
—¡Cuidado con los muebles, Peter!
Andrea se incorporó ligeramente. Gerhart seguía inmóvil en el umbral de la puerta mirando a Peter Stich y desobedeciendo sus órdenes. No parecía tener ni la más mínima intención de obedecer. Stich encendió la luz y se puso en pie lentamente.
—¿Has oído lo que te he dicho, idiota?
El viejo se inclinó hacia el hombre en el umbral de la puerta, contenido y amenazante, como un perro viejo, arrogante y gruñente. Gerhart Peuckert no se movió, ni siquiera cuando el viejo lo apuntó con la pistola.
—¿Le has dado sus pastillas, Andrea?
—Sí, se las dejé encima de la mesa cuando te fuiste. ¡Y ya no están!
Sus pasos eran mesurados cuando se acercó a él. Entonces Gerhart se estremeció. Ninguno de ellos vio su mano, desde la que voló una repentina lluvia de pastillas. El efecto fue igualmente mágico.
Andrea fue la primera en reaccionar.
—¡Mierda! —se limitó a decir.
Al viejo le colgaba la mandíbula. De pronto se precipitó hacia adelante con el brazo en alto y golpeó a Gerhart con la culata de la pistola antes de que sus cuerpos llegaran a entrechocar.
La brecha en la mejilla de Gerhart Peuckert estaba seca. La sangre aún no había empezado a brotar. Gerhart notó cómo la confusión y las náuseas se arraigaban en su interior y se quedó en el suelo a gatas, como un animal, mientras los golpes de la culata le llovían sobre el cuello y la nuca.
—¡Ahora mismo te las vas a tragar todas, monstruo! —chilló Stich, que se vio obligado a sentarse, exhausto por la conmoción y el esfuerzo físico. Sin embargo, Gerhart Peuckert dejó las pastillas esparcidas por el suelo tal como habían caído.
—¡Creo que voy a matarte! —susurró Stich a sus espaldas.
Andrea sacudió la cabeza. Agarró el brazo de Stich, advirtiéndole que aquello no sólo ensuciaría el salón, sino que también provocaría demasiado ruido; un riesgo del todo innecesario.
Cuando Andrea finalmente se arrodilló para detener la hemorragia con una tirita, su mirada era fría.
—¡Lo hago sólo para que no manches la alfombra y el suelo, no te equivoques! —dijo entre dientes.
Andrea lo agarró por las axilas y lo sentó en la silla más próxima de un tirón. Un gesto con la cabeza de su marido fue suficiente para que se apresurase a recoger las pastillas del suelo.
Stich echó un vistazo al reloj y aseguró la pistola antes de metérsela en el bolsillo de su abrigo. La mirada que le dirigió a Gerhart estaba llena de dulzura. Cuando el viejo acercó una silla a su víctima, éste se hizo un ovillo. Stich lo cogió de los hombros suavemente, como si fuera su hijo.
—¡Pero si ya sabes que debes hacer lo que se te mande, Gerhart! Si no, nos enfadaremos contigo y te castigaremos. Siempre ha sido así, ¿no es cierto, pequeño Gerhart? Si no obedeces, te pegaremos o te someteremos de alguna u otra forma, lo sabes muy bien. Lankau, Kröner y yo siempre estaremos cerca de ti, jamás podrás escaparte. Lo sabes, ¿verdad? Podemos obligarte a hacer cualquier cosa, ¿no es así? ¿Acaso no recuerdas que conseguimos que te comieras tu propia mierda, Gerhart? —Stich acercó la cabeza a la mejilla de Gerhart y prosiguió—: ¿No querrás que vuelva a pasar hoy, verdad?
Casi pareció que Andrea le hacía una reverencia cuando depositó las pastillas en la palma de la mano extendida de su marido.
—¡Ahora vas a tragarte las pastillas, Gerhart! —ordenó Stich, carraspeando—. Si no, no sé lo que te haré esta vez.
Gerhart ni siquiera intentó resistirse cuando Stich separó sus labios secos a la fuerza. Su cuerpo permanecía totalmente pasivo y drenado de energía, los pensamientos estaban a punto de consumirlo.
—¡Venga, mastícalas, Gerhart! ¡Hazlo, o trágatelas enteras! Me da lo mismo, siempre y cuando te las tragues.
Al ver que Gerhart no parecía dispuesto a tragárselas a pesar de los golpes continuados en la nuca, el viejo se puso en pie con determinación y fue a por la pistola. Cuando le quitó el seguro, su esposa se dirigió hacia el sofá rápidamente, como si ya hubiera visto a su marido llevar a cabo este tipo de amenazas otras veces. Gerhart respiró pesadamente y miró a Stich a los ojos.
—¡Espera, Peter, los cojines!
El viejo soltó un suspiro y aceptó uno de los cojines que ella le ofreció, lo apretó contra la sien de Gerhart y llevó el cañón de la pistola al cojín.
—¡Esto amortiguará el disparo! —dijo.
El tacto del cojín contra la sien era agradable. Andrea sostenía el otro cojín por las esquinas, al otro lado de la cabeza de Gerhart. Su tacto era más cálido, como si alguien hubiera estado sentado sobre él apenas un instante antes.
—¡Ahora escúchame bien, gilipollas! —gritó Stich, poniendo énfasis en cada palabra con un apretón contra la sien de Gerhart—. Ya has dejado de ser importante para nosotros. En cuanto hayamos acabado con Petra, no nos servirás para nada. Os debéis la vida mutuamente. Hasta ahora, ha resultado ser un arreglo provechoso, pero ¿para qué vamos a mantenerte a ti con vida, si ella se va?
A pesar de que Stich mantenía su cabeza apresada, Gerhart logró girarla ligeramente para poder mirar a su verdugo a los ojos.
—¡Ésta es tu última oportunidad! —prosiguió el viejo—. Estarás de vuelta en tu silla de ruedas en Santa Úrsula esta misma noche, siempre y cuando te tragues las pastillas ahora mismo. En caso contrario, ya se nos ocurrirá alguna excusa plausible que pueda justificar tu desaparición, ¡no te quepa la menor duda! ¡Trágatelas, te digo! ¡Voy a contar hasta diez!
Habían pasado ya muchas horas desde la última vez que Gerhart se había tomado sus pastillas. Nunca había pasado tanto tiempo entre toma y toma. Hacía tan sólo un par de minutos que estaba tirado en el suelo, a gatas, recibiendo los golpes de Stich sin rechistar y contemplando aquellas manchitas blancas desparramadas por la alfombra, debajo de la mesa del comedor, y apenas había sentido otra cosa que asombro.
La estancia parecía haberse ensanchado y la saliva le fluía libremente de la boca, obligándolo a tragársela constantemente.
La sensación de que el cuerpo no hacía más que expandirse y encogerse sin parar le provocaba ganas de reír. Los pasos de Andrea le habían sonado como las pisadas de un buey.
Todas las palabras le llegaban como a través de un altavoz.
Cuando el viejo empezó a contar, Gerhart notó que la obstinación se le agolpaba en el pecho. El rostro del viejo era un estorbo y un obstáculo para él; atraía las sombras y evocaba la aversión. Estaba impregnado de un olor agrio, la barba de tres días que emergía por encima de la línea de la barba recortada le confería un aspecto vulgar.
Al llegar al cinco, Stich le escupió en la cara sin que por ello Gerhart reaccionara. La ira había sorbido todo el color del rostro del viejo. La espuma sobresalía de su boca. Andrea le envió una mirada nerviosa.
—¡No soporto la detonación ni la porquería! —gritó, echando la espalda hacia atrás en un movimiento torpe, como para asegurarse de que el proyectil no haría blanco en ella después de atravesar la cabeza de Gerhart.
En aquella posición, un sencillo soplo de aire podría haberla desestabilizado.
Al llegar a siete, Gerhart Peuckert se llevó el brazo a la cara y se secó el escupitajo con el dorso de la mano. Las execraciones de Stich no parecían surtir el efecto deseado. Cuanto más débiles eran, mayor parecía ser su efecto. Cuando el viejo lo había tomado por los hombros, sin querer, había despertado en Gerhart lo que más le costaba resistir: el deseo de sentir algo.
No se acaba ningún rompecabezas sin colocar la última pieza. Sin rompecabezas no hay pensamientos. Sin pensamientos no hay sentimientos y sin sentimientos no hay reacción. Aquel simple gesto cariñoso de Stich había desatado esta cadena caótica de reacciones. Las manos tiernas despertaron sus sentimientos. La amenaza a Petra se convirtió en la última pieza. Al volatilizarse la ternura de Stich, la amenaza volvió a acrecentarse y llegó la reacción.
Se había completado el rompecabezas.
Al llegar a nueve, Gerhart escupió todas las pastillas a los ojos de su verdugo con tal violencia obstinada que lo dejó ciego momentáneamente.
Un último y fatal error.
Sorprendido, el viejo reculó. Andrea gruñó como un cerdo a las puertas del matadero mientras zarandeaba el cojín como si fuera un arma letal.
Y Gerhart volvió a escupir, agarró al viejo por la muñeca y le hincó las uñas en sus carnes correosas con todas sus fuerzas.
Gerhart no detectó el sonido metálico de la pistola al caer al suelo hasta que ya fue demasiado tarde. De pronto se hizo el silencio. De pronto tuvo a Andrea cara a cara, con los brazos extendidos hacia él. En la mano sostenía la pistola, dispuesta a utilizarla contra él. Los ojos de Stich despedían un odio salvaje. Todo su cuerpo temblaba de cólera. La masa blanca y densa de pastillas disueltas le corría mejilla abajo, pero el viejo no le prestaba atención.
Gerhart apartó la mirada y volvió a mirar fijamente a Andrea. Extendió el brazo hacia ella y ladeó la cabeza. Sus pestañas estaban pegadas, sus labios temblaban.
—¡Andrea! —dijo.
Era la primera vez que pronunciaba su nombre. Los sentimientos se fundieron para volver a desintegrarse, provocándole el llanto y la risa indistintamente.
—Pero ¿qué te pasa, amiguito? Pareces tan nervioso —se oyó en un tono contenido desde atrás.
A medida que las mejillas de Stich fueron recobrando su color, su cuerpo fue enderezándose, recobrando así su habitual flema.
—¡Hay que ver cómo te pones, pequeño Gerhart! Ya verás, muy pronto podrás estar tranquilo, ¡te lo prometo! Pásame la pistola, Andrea —dijo extendiendo la mano hacia ella—. ¡Tenemos que acabar con esta situación de una vez por todas!
Con una rapidez que hacía pensar que Andrea le había alcanzado la pistola voluntariamente, la mano de Gerhart salió disparada y le arrebató el arma de un tirón. Ni Andrea ni su marido tuvieron tiempo de detectar lo que acababa de ocurrir. Gerhart agarró a Andrea por las mangas del vestido y la arrojó contra la pared y las cortinas con tal violencia que la mujer no volvió a levantarse.
El odio entre el viejo y Gerhart Peuckert se encendió silenciosamente. Haciendo caso omiso a lo que acababa de ocurrir, Stich agarró a Gerhart por el cuello con unas manos esqueléticas. A pesar de los años de inmovilidad, su víctima consiguió zafarse de sus manos y, con un ímpetu que normalmente sólo se da si se dispone de una herramienta, Peuckert le propinó tal golpe que hizo crujir la mandíbula de Stich.
A partir de entonces, el viejo dejó de resistirse.
—¿Qué es lo que quieres? —le preguntó Stich entrecortadamente cuando Peuckert lo sentó en una silla de un empujón. Era evidente que el cinturón que apresaba sus muñecas le provocaba dolor—. ¿Qué es lo que esperas conseguir?
Peuckert se llevó la mano al líquido diáfano que salía de su nariz, volvió la cabeza con la mirada fija en el techo y dejó que Stich carraspeara hasta recobrar la serenidad. Stich se lo quedó mirando un buen rato. Cuando Stich se disponía a dirigirle la palabra de nuevo, Gerhart se inclinó y recogió la pistola del suelo.
Gerhart suspiró. Aunque lo intentó, no salió ni una sola palabra de entre sus labios. Habría deseado pedirle al viejo que repitiera el nombre que había pronunciado instantes antes. No el de Arno von der Leyen, sino el otro; el que había provocado la risa de Stich.
Y, sin embargo, el nombre le vino por sí solo: Bryan Underwood Scott.
Gerhart se puso en pie y, sin que mediara palabra entre ellos, golpeó a Stich con la culata de la pistola con tal fuerza que el viejo cayó redondo al suelo. Entonces volvió a sentarse e intentó volver a contar los rosetones del techo. Por cada intento volvía a resonar aquel nombre, cada vez con mayor intensidad. Finalmente bajó la mirada y se quedó pensativo durante un rato. Luego se dirigió a la cocina y abrió algunos cajones. Cuando encontró lo que buscaba, apagó la luz de la cocina y se dirigió a trancos hasta el fondo del pasillo. Una vez allí, abrió un armario estrecho e hizo una bola con el papel de aluminio que acababa de sacar del cajón.
Sacó un fusible de la caja de fusibles, evaluó la dirección de la electricidad, apagó el interruptor principal y lo volvió a encender, después de colocar la bola de papel de aluminio en el lugar del fusible que acababa de retirar.
El viejo seguía echado en el suelo cuando Gerhart arrancó el cable que conducía la electricidad a la bombilla del escritorio. Acto seguido lo peló y separó los dos cables desnudos que lo constituían volviendo a conectar el enchufe en la toma de corriente. El viejo gimió quedamente cuando Gerhart volvió a sentarlo en la silla. Se miraron a los ojos durante un buen rato. Los ojos de Stich estaban tan rojos como cuando, en el lazareto, se había quedado con los ojos abiertos debajo de la ducha.
Sin embargo, no expresaban miedo.
Peter Stich miró fijamente la pistola y luego desvió la mirada hacia el cable eléctrico que Gerhart sostenía en la mano. Sacudió la cabeza y desvió la mirada. Después de un par de golpes más en el pecho, estuvo demasiado débil para protestar. Gerhart lo obligó a coger un cabo del cable eléctrico en cada mano. La piel de las palmas de las manos era suave. Entonces acercó la punta del zapato al interruptor de baquelita de la pared, que chisporroteó silenciosamente cuando Gerhart lo accionó. En el mismo instante en que el viejo recibió la descarga eléctrica, los cables se le cayeron de la mano. Gerhart cortó la corriente, volvió a introducir los cabos en las manos de Stich y repitió la maniobra. Después de la quinta descarga, el viejo empezó a sufrir estertores para finalmente desplomarse inconsciente en el suelo respirando a duras penas.
El cinturón apenas había dejado marcas alrededor de sus muñecas. Gerhart lo retiró cuidadosamente y volvió a colocarlo alrededor de la cintura del viejo.
Detrás de Andrea, la alfombra se había subido por la pared cubriéndola prácticamente por completo. Las cortinas y algunas macetas habían caído encima de la alfombra y apenas asomaban los tobillos y los zapatos de Andrea. Siguió sin abrir la boca cuando Gerhart tiró de sus tobillos para acercarla a su marido. Entonces entrelazó los dedos de sus manos y los colocó uno al lado del otro, mejilla contra mejilla, como si se hubieran echado a descansar.
La saliva en la comisura de los labios de Stich estaba casi seca cuando Gerhart le abrió la boca e introdujo los cables en la cavidad bucal. Hecho esto, acarició el dorso de la mano y la mejilla de Andrea. Después de contemplar su rostro inexpresivo por última vez, accionó el interruptor. En el mismo segundo en que les alcanzó la ola de shock, Andrea abrió los ojos, transidos de terror. Las convulsiones que le produjo la corriente la llevaron a apretar la mano de su marido con mayor fuerza. Gerhart Peuckert estuvo contemplando los últimos espasmos de sus torturadores un rato más, hasta que empezó a apreciarse un leve olor a carne quemada. Se oyó un ligero sonido metálico proveniente de la cadena del reloj de Stich cuando cayó su mano. Las manecillas del reloj seguían perseverando en su movimiento. Eran las siete en punto de la tarde.
Gerhart se dirigió a la esquina de la estancia, donde se amontonaban las cortinas y la alfombra, y las dispuso como habían estado antes. Luego barrió la tierra que había quedado esparcida por el suelo debajo de la alfombra y colocó las macetas en su sitio, en la repisa de la ventana. Finalmente salió al pasillo, sacó la bola de papel de aluminio y volvió a enroscar el fusible en el lugar correspondiente. En el momento en que volvió a dar la luz, el fusible se fundió con un chasquido.
Una vez instalado en el salón oscuro, cuando la casa por fin quedó en silencio, rompió a llorar. Las impresiones de aquel día lo habían superado, eran demasiado grandes y variadas. Se había dejado llevar hasta tal extremo que la cercanía de los actos y de las palabras a punto habían estado de paralizarlo. Precisamente cuando los pensamientos volvían a dar vueltas en su cabeza con la aceleración de una fuerza centrífuga sonó el teléfono.
Gerhart descolgó el teléfono. ¡Era Kröner!
—¿Sí? —dijo, vacilante.
—¡Encontré tu documento, Peter! Ya no tienes nada que temer. ¡Estoy preparado! En cambio, no he tenido suerte a la hora de encontrar a Petra Wagner. No está en casa, y la he buscado por todas partes. Le he pedido a Frau Billinger que me llame en cuanto Petra aparezca por el sanatorio. ¡Estoy en casa ahora!
Gerhart respiró profundamente. Aún no había acabado. Entonces formó las palabras lentamente en la boca antes de pronunciarlas.
—Quédate dónde estás —dijo finalmente y colgó.