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Exactamente cuarenta y cinco minutos antes, una figura ancha y pesada había subido los mismos escalones.

Los últimos pasos a través de la maleza lo habían hecho respirar pesadamente. Hacía al menos cinco años que Horst Lankau no visitaba aquel lugar y, antes de la última visita, aún más tiempo. Aquellas columnas habían sido testigo de muchos encuentros amorosos furtivos. Si Lankau se hubiera criado en la ciudad, probablemente habría tenido una relación distinta con el lugar.

En aquel momento, lo odiaba.

A través de los últimos tres veranos, su hija mayor, Patricia, había mostrado un gran interés sentimental por un chaval cuya familia, desgraciadamente, tenía por costumbre pasar un par de semanas de sus pobres vacaciones en un camping situado al sur de Schlossberg. Desde aquellas lonas ondeantes le resultaba demasiado fácil a aquella pareja de exaltados tomar la escalera de Schwabentor y seguir los senderos que conducían al decorado griego en el que se encontraba Lankau en aquel momento.

El tercer verano al lado de la hija fue el último verano del chaval en Friburgo, y Patricia no había vuelto a mencionarlo jamás.

Lankau había pillado a los jóvenes in fraganti, con los pantalones bajados, por así decirlo, y desde entonces, el chico no había sido capaz de repetir la experiencia. Le había costado caro a Lankau, pero los padres del chaval se habían mostrado satisfechos con la indemnización que les había ofrecido.

Así, al menos, el idiota podría estudiar una carrera.

Había casado bien a Patricia y las otras dos hijas eran demasiado listas para repetir la hazaña de su hermana.

Su hijo podía hacer lo que le diera la gana.

De todos modos, se veía claramente que otros no dejaban de buscar la aventura en aquella plataforma sobre la que ahora se encontraba y que constituía el tejado de la columnata, sobre todo en los rincones, pues había varios condones usados que habían encontrado su acomodo vulgar entre aquellos muros; un fuerte contraste con su finalidad orgiástica.

Eran casi las tres y media. Para Horst Lankau, la espera no había tenido importancia; llevaba años sediento de venganza.

En la noche fatal del Rin, la nada se había tragado a Arno von der Leyen misteriosamente. A pesar de los tenaces intentos y los buenos contactos de Lankau, los esfuerzos que había invertido en encontrar aunque sólo fuera la más mínima pista que pudiera explicar qué había sido de aquel hombre se habían estrellado contra el oscuro oleaje del Rin.

Se había visto obligado, día tras día, a vivir con las secuelas físicas que aquel enfrentamiento fatal con Arno von der Leyen le había acarreado. Ya no era un hombre atractivo. El rostro se le había deformado por el ojo cerrado. No gustaba a las mujeres, que apartaban la mirada cuando él se les insinuaba. Se sentía inferior. La ceguera del ojo derecho le impedía mejorar su hándicap en el campo de golf. La compresión de las cervicales le provocaba dolores de cabeza recurrentes que infectaban la vida, tanto la suya como las de sus seres más queridos. La bala en el tórax había arrancado algunos músculos, lo cual impedía que levantara el brazo izquierdo por encima de la cintura y dificultaba sus golpes por el fairway.

Y, finalmente, quedaba la herida en el alma, la que le había infligido mayor dolor, el dolor que denominamos odio y que es capaz de martirizar y destruir para siempre jamás.

Bien valía la pena esperar un poco más, si en juego estaba satisfacer su sed de venganza.

Lankau ya había localizado a su víctima cuando ésta se agachó para coger la flor, al pie del puente de peatones. Se sentó pesadamente sobre el tejado de la columnata y dejó los prismáticos al lado de la pistola.

El arma era de las más temibles que jamás se habían fabricado. Se decía que aquella pistola tenía más vidas de amigos en su conciencia que de enemigos. La pistola del tipo 94 o la 94 Shiki Kenju, que era la denominación correcta, era uno de los pocos ejemplos que demostraban que también los japoneses pueden fallar, a la hora de desarrollar mecánica de precisión.

Aquella arma era poco fiable. Si el cargador estaba lleno, era fácil que se disparara con tan sólo tocar el seguro, que era muy cómodo pero estaba muy expuesto, justo sobre la culata.

Sin embargo, era la única pistola provista de silenciador que Lankau tenía en su colección.

La primera vez que la vio fue en casa de uno de sus socios más antiguos, un japonés para el que el tiempo se había detenido cuando se trataba de defender y respetar los rituales tradicionales. Una mañana fresca, en Toyohashi, se la había mostrado ceremoniosamente a Lankau, que era su invitado de honor. La había desenvuelto de un paño y le había hablado de lo bien que lo había protegido a lo largo de la vida, a pesar de su mala fama.

La envidia manifiesta de Lankau había significado que éste la recibiera como regalo, apenas un mes más tarde, en un envío de mercancías varias.

La hospitalidad japonesa había dictado a su anfitrión tener este gesto para con el invitado, con el fin de que su honor no se viera ultrajado.

Sin embargo, no habían vuelto a hacer negocios desde entonces.

Tal vez el japonés había esperado que Lankau devolviera la pistola, acompañándola de algunas frases de cortesía. Pero no lo había hecho.

El arma siempre estaba engrasada y Lankau la probaba regularmente. El sonido del disparo amortiguado no recordaba, ni por asomo, al plop que solía oírse en las películas. Sencillamente sonaba como un disparo, breve y seco, y apagado, pero, al fin y al cabo, como un disparo. Lankau miró a su alrededor. No se veía a nadie a cincuenta metros a la redonda, la distancia del alcance del sonido del arma. La actividad que se desarrollaba alrededor del Dattler, emblema de la ciudad y uno de los mejores restaurantes de Friburgo, era de lo más normal. Era raro que alguien se acercara a aquel páramo, las faldas de Schlossberg, sobre todo en aquella época del año. En eso tenía que darle la razón a Peter Stich.

El hombre del rostro ancho miró hacia abajo, cerrando el ojo maltrecho. También para él, aquel día el teleférico se movía con una excesiva lentitud.

Hasta que la góndola no desapareció debajo de los árboles, Lankau no se decidió a empuñar la pistola y a echarse sobre el tejado. Su experiencia le decía que el objetivo tenía que encontrarse muy cerca, para poder estar seguro de la precisión y la mortalidad del disparo de la Shiki Kenju. La había probado en animales. Con el paso de los años, Lankau se había convertido en un hombre corpulento; ya no sería capaz de alcanzar a su presa corriendo.

La víctima tendría que venir a él, y ahora la tenía muy cerca.

El hombre se hizo visible durante un segundo, antes de desaparecer bajo las copas de los árboles. Arno von der Leyen todavía tenía la agilidad de su juventud. Había cambiado, naturalmente, pero era él. Lankau notó la dulzura en su respiración, como si ya hubiera dando rienda suelta a su sed de sangre. Hacía mucho tiempo que deseaba encontrarse con el hombre que ahora tenía tan cerca, en circunstancias como aquéllas. Desprevenido y a tiro.

Los pasos que se oían bajo sus pies eran lentos y vacilantes. Al parecer, Arno von der Leyen buscaba la tumba de Gerhart Peuckert. Lankau respiró imperceptiblemente. Nunca se sabía, con un hombre como Arno von der Leyen. Ése tendría que ser necesariamente su último enfrentamiento y, esta vez, Lankau no correría riesgos gratuitos. Si conseguía que aquel diablo, que lo había despojado de la vista y del bienestar, se acercara, el asunto estaría resuelto. El disparo caería sin demora.

Los gritos procedentes de los senderos que serpenteaban sobre su cabeza le llegaron de distintos lados. Las voces eran jóvenes, pero no provenían de ningún niño. Lankau las maldijo para sus adentros. Los jóvenes tenían cierta tendencia a crear disturbios inesperados. No tenían respeto, ni por las distancias, ni por los obstáculos naturales. Antes de que uno tuviera tiempo de darse cuenta, eran capaces de aparecer de entre la maleza.

Los pasos bajo sus pies se detuvieron.