44

Era el dolor el que llevaba a Gerhart a mecerse hacia adelante y hacia atrás, y fue un sentimiento doloroso por la ausencia de Petra el que lo hizo respirar entrecortadamente.

Habían traspasado su coraza unas palabras muy fuertes.

Se incorporó ligeramente en el asiento y empezó a contar los rosetones en el estucado del techo. Después de haberlos contado un par de veces dejó de mecerse.

Y entonces volvieron las palabras. Batió los pies un par de veces debajo de la mesa y reemprendió el recuento. Esta vez, las palabras no se desvanecieron. Entonces se llevó la mano al lóbulo de la oreja y volvió a mecer el cuerpo para, al instante siguiente, detenerse en seco.

Gerhart echó un vistazo a su alrededor y, en ese momento, la estancia se le vino encima. Lo había tenido bajo su custodia durante muchos años. Lo había rodeado estrechamente, esclavizándolo. Cuando contaba rosetones, comía galletas y pateaba, solía estar cerca el viejo. Petra nunca entraba en aquella estancia.

Contó los rosetones una vez más y volvió a patear debajo de la mesa. Cogió una galleta y le dio un mordisco.

El anciano lo había lastimado.

Las palabras que lo habían excitado empezaron a crecer lentamente. Gerhart empezó a contar, cada vez más de prisa. Cuando finalmente la estancia empezó a rodar sobre su cabeza a un ritmo cada vez más acelerado, rosetón a rosetón, Gerhart dejó de masticar.

De pronto renunció a resistirse a los pensamientos que estaban a punto de apoderarse de él.

Un retazo de un mundo irreal desfiló a toda marcha en su cabeza. Gerhart comprendía a la perfección el nombre de Arno von der Leyen. Era un nombre de una extensión y una estructura con las que pocas veces se había encontrado. Y era un buen nombre. En el pasado lo había repetido infinidad de veces, hasta darle vueltas en la cabeza y dejarlo mareado y confuso. Al final había dejado de darle cabida.

Y ahora había vuelto para perturbar la paz.

Los pensamientos en cadenas demasiado largas no le hacían ningún bien. Llevaban el conflicto a su interior. De pronto, palabras y sentimientos podían fusionarse, trayendo nuevos pensamientos consigo. Ocurrencias que nunca había reclamado.

Por tanto, era preferible que los conceptos gozaran de vida propia sin sufrir perturbaciones externas.

Y ahora se sentía perturbado.

En medio de ese desasosiego irrumpió un nuevo e inquietante elemento.

El nombre de Arno von der Leyen no tenía rostro. Hacía años que éste se había borrado y había desaparecido. El nombre transmitía calidez, pero el hombre que se escondía detrás de él irradiaba frialdad. Por lo demás, no había nada en este mundo que le transmitiera una sensación como aquélla.

A pesar de que los tres hombres que lo visitaban de vez en cuando eran capaces de zarandear su ser, jamás lo dejaban inquieto y aturdido. Los actos de los tres hombres desaparecían en el mismo instante en que lo abandonaban.

No era el caso de aquel nombre.

Volvió a contar. Los golpes del pie debajo de la mesa se adelantaron al recuento y el nombre volvió a surgir, rompiendo el silencio eterno. Al final, la tormenta podría desatarse y arrasarlo libremente.

Se quedó un buen rato así.

Cuando Andrea volvió a entrar en el comedor y miró con desprecio el plato, había empezado a darle vueltas a un nuevo nombre, como si nunca hubiera desaparecido. Su timbre representaba un mundo aparte. Una vida lejana e inalcanzable. El nombre de Bryan Underwood Scott era la puñalada en la conciencia que hacía que confluyeran los sentimientos y los recuerdos, abandonándolo en un estado de impotencia, confusión y angustia.

Y lo peor de todo: el hombre del rostro picado los había abandonado para hacerle daño a Petra.

Al igual que una persona que se siente abatida por la pérdida de su amuleto, Gerhart ya no se sentía intocable. La invulnerabilidad había sido ultrajada para siempre. Los sentimientos se habían desatado de una patada al prestar oídos a todas aquellas palabras.

Volvió a intentar contar los rosetones y percibió cómo el odio se abría paso a través de la subconciencia. Los pensamientos volvieron a surgir caóticamente.

Desde que tenía conciencia de su propia existencia, siempre había sido Gerhart Peuckert. A pesar de que también lo llamaban Erich Blumenfeld, él seguía siendo, no obstante, Gerhart Peuckert. Estas dos identidades no se estorbaban. Sin embargo, había algo más en él. También era otro. No sólo un hombre con dos o tres nombres, sino también un hombre que vivía paralelamente a la vida que ahora era la suya. Y aquel hombre era infeliz; siempre había sufrido.

Por eso era bueno que hubiera estado desaparecido durante tanto tiempo.

Gerhart echó un vistazo a las galletas y, distraído, tocó una que le pringó las puntas de los dedos de mantequilla.

El hombre infeliz encerrado en su interior estaba a punto de sobreponerse y emerger a la superficie, con toda su sabiduría y sus conocimientos y toda su rabia reprimida; un hombre joven con esperanzas que nunca se habían cumplido, lleno de amor que nunca había sido alimentado. Era este hombre el que se conmovía al oír el nombre de Bryan Underwood Scott, pero era Gerhart Peuckert el que estaba sentado en el comedor.

Año tras año había sobrevivido con sus pequeños quehaceres y las visitas que recibía regularmente. Al principio, había tenido miedo y observaba a sus visitas con desconfianza y temor. El temor constante a que le quitaran la vida le robaba el sueño, las ganas de vivir y las energías. Una vez hubo superado aquel estado, se dejó arropar por la pasividad laxa a la que miles de días de trivialidad pueden tentar. Por aquel entonces empezó a contar y a practicar sus peculiares ejercicios físicos, con el fin de que los días se desvanecieran siguiendo ritmos sosegados. Y al final, envuelto por la rutina, olvidó el porqué de su ser, dónde estaba y por qué nunca decía nada. Simplemente no decía nada. Comía, dormía, escuchaba la radio, programas infantiles y piezas radiofónicas, luego la televisión, cuando ésta apareció, sonreía de vez en cuando y, por lo demás, se mantenía callado y pasivo, mientras los demás se entretenían con trabajos manuales. Era capaz de pasar horas con las manos entrelazadas, purificado en alma y mente. Se había convertido en Gerhart Peuckert y, de vez en cuando, en Erich Blumenfeld.

Durante los primeros años en el sanatorio de Friburgo se desvivía por los pequeños fragmentos de un relato, una película, una obra de teatro o un libro. Pero, cada vez que las historias alcanzaban su punto álgido, se estancaban, perdía el hilo conductor, era incapaz de seguir adelante. Cada vez había más cosas que lo perturbaban, confundiéndose en un mundo espectral. Figuras y personas se mezclaban, desaparecían nombres que eran sustituidos por otros, algunos acontecimientos perdían su sentido. Y entonces abandonó sus esfuerzos. Tan sólo una cuestión, que se mantenía por encima de las demás historias sin final y maltratadas, seguía atormentándolo diariamente en toda su irracionalidad: ¿cómo se llamaba la segunda esposa de David Copperfield?

Y de pronto, un día, incluso esa pregunta se vio envuelta por las tinieblas del pasado, la insignificancia y el olvido.

Al final, en aquella personalidad difusa no se movía más que una solitaria chispa de vida palpitante, una sensación de seguridad y de felicidad en armoniosa concordia. Sólo Petra, que siempre estaba cerca de él, sólo aquella chica dulce que maduraba imperceptiblemente y que siempre le acariciaba la mejilla suave y cariñosamente era capaz de prender aquella chispa. Ella era el único vestigio de los sueños y la felicidad.

Aquella pequeña mujer siempre hablaba de las cosas como si él formase parte de su vida. Hablaba de la vida al otro lado de los muros del sanatorio, y de sus penas y alegrías. Sucedían tantas cosas que él no entendía… Le hablaba de países de los que él jamás había oído hablar, y de gente, actores, presidentes y pintores cuya existencia él era incapaz de abarcar.

Rara vez lo abandonaba para viajar a otros países y volvía a su lado con impresiones que eran tan exóticas como los cuentos. Memorables y deliciosas. Sin embargo, lo único que tenía sentido para él era que ella volviera, humilde y presente, optimista. Y con una caricia para su mejilla.

Se había acostumbrado a los hombres que lo visitaban. Con los años, su postura amenazante se había ido suavizando. Ya no lo agarraban del brazo con dureza, ni le susurraban amenazas al oído cuando se quedaban a solas con él. Simplemente se convirtieron en una parte de su vida cotidiana. Y eran muy diferentes entre sí.

El hombre del rostro picado se convirtió en su amigo. No porque siempre fuera amable cuando lo visitaba. Tampoco porque siempre le ofreciera algún bocado exquisito cuando visitaban su preciosa casa. Sino sobre todo porque ni el viejo ni el hombre del rostro ancho le habían pegado estando Kröner presente.

Así había sido hasta ese momento.

Lankau era el peor. Aunque el viejo podía pasarse todo un día persiguiéndolo, al menos tenían algún que otro rasgo conciliador. Y además tenía a Andrea.

El viejo era quien mandaba, pero era Lankau quien ejecutaba las órdenes. Durante los primeros años, su aspecto le resultó extremadamente terrorífico, con su órbita ocular vacía que, a veces, cuando lo castigaba, se quedaba abierta de par en par. Fueran cuales fuesen las razones de las palizas, el resultado fue que Gerhart Peuckert dejó de reaccionar, le hicieran lo que le hicieran. Y con los años, prácticamente habían dejado de castigarlo. Los golpes ya no eran tan fuertes.

Hasta ese día.

Gerhart retomó el recuento de los rosetones, en un intento de mantener las palabras alejadas. En el salón contiguo, hacía ya tiempo que el viejo había dejado de carraspear. De vez en cuando se escuchaba su respiración pesada y regular, como si estuviera dormido.

A medida que fue pasando el tiempo, las visitas de los tres hombres se fueron espaciando cada vez más. En las raras ocasiones en que se juntaban a su alrededor, solían cantarle un lied, darle una palmada amistosa en la espalda y ofrecerle un puro o un schnaps que Lankau le servía de su bastón o de la petaca que siempre llevaba en el bolsillo de su cazadora. Alguna que otra vez, con motivo de una visita, lo sacaban a pasear por las calles de la ciudad o se lo llevaban a casa de Kröner o del viejo, o incluso al refugio de Lankau. Entonces solían hablar animadamente de sus negocios. Aquellos constantes lances con lo desconocido llevaban a Gerhart a contar y a añorar el sanatorio. Casi siempre terminaba por buscar el coche que lo había llevado hasta allí. Entonces solían cogerlo del brazo y serenarlo con un par de pastillas.

A Gerhart Peuckert, alias Erich Blumenfeld, siempre le habían suministrado pastillas. En los sanatorios, durante los paseos, en las visitas a las casas de los tres hombres. Estuviera donde estuviese, siempre acababan dándole pastillas; las enfermeras, los camilleros, los tres hombres y sus familias.

Cada lugar estaba provisto de su pequeño botiquín en el que guardaban sus pastillas.

Tan sólo una vez se lo habían llevado a un lugar donde había extraños. Petra había ido a su encuentro y lo había abrazado. Había sido con motivo de un vuelo de exhibición, entre miles de espectadores. Los gritos, el ruido infernal y la muchedumbre lo habían desquiciado, aunque la exhibición lo había cautivado. Estuvo varias horas sin señalar con el dedo ni mover la cabeza, pero sus ojos habían expresado una gran admiración y la visión había desatado algo que llevaba muchos años encerrado en lo más profundo de su ser. Ésa fue la primera vez en quince años que abrió la boca para decir algo. Mientras seguía con la mirada los cazas que cortaban el cielo. Hasta que llegó la hora de dormir no dejó de repetir la misma frase, una y otra vez. «So schnell», fueron sus palabras.