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Pese a que lo que más le apetecía era librarse de sus frustraciones gritándolas a los cuatro vientos, Petra se contuvo. La mujer alta que estaba sentada a su lado había mantenido la calma, aunque estaba visiblemente afectada y pálida. La búsqueda que habían realizado por Schlossberg no había dado resultado. Mientras escudriñaban la columnata con la esperanza de encontrar aunque sólo fuera una pequeña pista que pudiera decirles algo acerca del desenlace del encuentro de la tarde, se puso el sol lentamente. Petra se quedó un rato callada a la luz rojiza que realzaba los contrastes y los contornos de la ciudad, intentando comprender y sintetizar las impresiones que le habían traído las últimas horas pasadas.

—Si es verdad que su marido es inglés, ¿qué hacía en Friburgo durante la guerra? —preguntó finalmente.

—No sé mucho más que era piloto y que el avión en el que volaba junto con un amigo fue derribado sobre Alemania —respondió Laureen quedamente.

Así de sencillo y comprensible. De pronto, había tantas cosas que resultaban fáciles de explicar. A Petra, la cabeza empezó a darle vueltas. En ese momento, podría haber gritado. Las preguntas se agolpaban a la estela de aquella información. Preguntas del tipo que, de momento, deberían seguir incontestadas.

—¿Y ese amigo podría ser Gerhart Peuckert? —preguntó muy a pesar suyo.

Era ese tipo de preguntas. Sin embargo, Laureen se limitó a encogerse de hombros.

—¿Quién sabe? —respondió.

Por lo visto, tan sólo era capaz de pensar en su marido.

Petra alzó la vista hacia Schlossberg y vio una bandada de pájaros negros y robustos que intentaban aterrizar en el mismo árbol. En aquel instante, empezó a comprender la cruel verdad. Los tres hombres que durante todos aquellos años se habían dedicado a jugar con las vidas de Gerhart y de ella se interponían entre las dos mujeres y las respuestas que buscaban. El primer paso hacia la verdad supondría forzosamente tener que enfrentarse a ellos. Si alguna vez había albergado alguna duda, ésta había desaparecido por completo. El marido de Laureen corría un enorme peligro, si es que a estas alturas no había muerto ya. De momento, Petra tendría que guardar para sí este hecho. También por ello tenía ganas de gritar.

El conserje del hotel en el que se hospedaba Bryan se mostró someramente amable con ellas.

—No, el señor Scott no ha dejado el hotel todavía. ¡Estamos convencidos de que se quedará hasta mañana!

Cuando le hicieron la siguiente pregunta, el conserje buscó en su memoria, aunque en vano.

—Me parece recordar que el señor Scott lleva todo el día sin aparecer por aquí. Pero, si lo desean, puedo llamar a mi colega que tenía el turno anterior y preguntárselo —añadió, sin mostrar demasiado entusiasmo, aunque mantuvo el tono amable—. ¿Qué les parece a las señoras?

Petra sacudió la cabeza.

—¿Puedo llamar desde aquí? —preguntó siguiendo con la mirada el gesto indiferente que el conserje hizo en dirección al teléfono de monedas.

Tardaron un buen rato en coger el teléfono.

—Sanatorio de Santa Úrsula, Frau Billinger al habla.

—Buenas tardes, Frau Billinger, soy Petra Wagner.

—Sí, dígame —dijo con un tono expectante.

—Voy un poco retrasada hoy. Quizá Erich Blumenfeld esté un poco preocupado por mi tardanza, ¿está bien?

—Sí, por supuesto, ¿por qué no iba a estarlo? Bueno, si dejamos de lado que seguramente la echa de menos, estoy convencida de ello.

Frau Billinger sonaba extrañamente alegre. Más bien parecía que se hubiera bebido una botella de vino de Oporto que le había regalado un familiar agradecido.

—¿Y Erich no ha recibido ninguna visita hoy?

—¡No, que yo sepa!

—¿Hans Schmidt, Hermann Müller o Alex Faber no han pasado por allí todavía?

—No lo creo. No he estado aquí todo el día, pero no lo creo.

Petra vaciló un instante y prosiguió:

—¿Y tampoco lo ha visitado un señor inglés?

—¿Un señor inglés? No, de eso estoy segura. Pero sí es cierto que hemos recibido la visita de un señor que hablaba en inglés, ahora que lo menciona. Pero me parece que era una visita para Frau Rehmann, ¡y de eso hace ya unas horas!

—¿No se acordará por casualidad de su nombre, Frau Billinger?

—¡Por Dios, no! ¡Ni siquiera recuerdo haber oído su nombre! Entonces, ¿cuándo piensa pasar por aquí, Fraülein Wagner?

—Pronto. Dígaselo a Erich, por favor.

De vez en cuando, los tres hombres y Gerhart se veían los sábados. Y algunas veces cogían un coche y salían a dar una vuelta por los alrededores del sanatorio. A veces incluso habían viajado hasta Karlsruhe o hasta una de las aldeas de Kaiserstuhl, para tomar unas copas y cantar unos cuantos lieder en una taberna de la zona. Gerhart era capaz de estarse horas y horas callado, sin inmutarse lo más mínimo.

Petra se alegraba de que no fuera uno de esos sábados. Mientras Gerhart permaneciera en el sanatorio, ella podría concentrarse en ayudar a Laureen y tal vez, con ello, a sí misma.

—¿Qué le has preguntado, Petra? —exclamó Laureen, incluso antes de que Petra hubiera tenido tiempo de colgar el teléfono.

Petra la miró. Era la primera vez que se había dirigido a ella utilizando su nombre de pila. Le había sonado tan despreocupado. Sin embargo, Laureen estaba lejos de sentirse relajada, eso estaba claro.

—Simplemente he preguntado por Gerhart Peuckert. Está bien, pero me dijeron algo que no sé cómo interpretar.

—¿Y eso es…?

—Creo que tu marido estuvo en el sanatorio en algún momento del día.

—¡No lo entiendo! Si ya ha visto a Gerhart Peuckert, al que lleva buscando tanto tiempo, en ese sanatorio y Gerhart Peuckert sigue allí, ¿dónde está entonces mi marido, si no está allí?

—¡No lo sé, Laureen!

Petra tomó las manos de la mujer alta entre las suyas y les dio un apretón. Estaban frías.

—¿Estás segura de que tu marido no quiere hacerle daño a Gerhart?

—Sí —repuso Laureen, que apenas había prestado atención a la pregunta—. Dime, ¿no te parece que podríamos acercarnos a mi hotel un momento?

—¿Crees que tu marido podría estar allí?

—Ojalá fuera así. ¡Desgraciadamente, Bryan ni siquiera sabe que estoy en Friburgo! No, pero hay algo que ya no puedo seguir aplazando por más tiempo. ¡Maldita sea!

—¿Y eso es…?

—Tengo que cambiarme los zapatos. ¡Las ampollas en los pies me están matando!

Fue una Bridget extática[28] y un poco ebria quien entretuvo a Petra en el vestíbulo del hotel Colombi mientras Laureen subía a la habitación para cambiarse de zapatos. Petra estaba inquieta y no dejaba de moverse y de consultar la hora en su reloj de pulsera. No sabía qué hacer con aquella mujer.

—No debería contar estas cosas cuando está presente mi cuñada —le dijo Bridget, algo abstraída, a Petra, mientras seguía con la mirada a Laureen, que acababa de salir del ascensor y se dirigía hacia la mesa donde ellas se encontraban. Laureen señaló su reloj y Petra asintió con la cabeza.

—Es un poco vergonzoso —prosiguió Bridget, impertérrita—, ¡pero los hombres de esta ciudad son maravillosos!

—¡Tienes razón! —dijo Laureen—. No deberías decir estas cosas mientras esté yo presente. Si tienes algún asunto entre manos del que no pueda hablarle a mi hermano, no quiero saberlo.

Bridget se sonrojó.

—¿Qué hacemos ahora, Petra? —preguntó Laureen, ignorando completamente a su cuñada.

—¡No lo sé! —Petra la miró y prosiguió—: Creo que deberíamos llamar a uno de los tres diablos.

Petra estaba a punto de morderse el labio inferior.

—Si no me equivoco, encontraremos a Peter Stich en casa. Él seguramente sabrá lo que está pasando.

—¿A quién vais a llamar?

Bridget miró extrañada a las dos mujeres.

—¿Peter Stich? ¿Y ése quién es? —De pronto, su rostro se iluminó y dijo—: Dime, Laureen, ¿qué te propones?

—¡Cállate de una maldita vez, Bridget!

Laureen no se dignó siquiera mirar a su cuñada.

—¿Crees que es sensato llamarlo?

—¿Qué otra cosa podemos hacer? Tu marido no está en el hotel. No sabemos dónde está. Lo único que sabemos es que hace unas horas se dirigía a Schlossberg para encontrarse con esos hombres. Por tanto, ¿qué podemos hacer si no?

—¡Podríamos llamar a la policía!

—Sí, pero no tenemos nada que denunciar. —Petra miró a Laureen—. ¡Ni siquiera podemos denunciar su desaparición!

En el momento en que Petra se volvió para buscar una cabina de teléfonos, Bridget agarró a su cuñada por el brazo. Su voz era temblorosa.

—Tengo que hablar contigo, Laureen. Tienes que ayudarme. Tengo que salir de ese matrimonio. Así están las cosas, no hay nada que hacer, ¿lo entiendes?

—Tal vez sí, tal vez no —le contestó Laureen sin mostrar mayor interés—. Es tu vida, Bridget. Ahora mismo, sólo puedo preocuparme de mis asuntos. ¡Lo siento, pero las cosas son así!

Los labios de Bridget temblaron un instante.

Cuando Petra volvió a su lado, sacudió la cabeza. Por el semblante de Laureen dedujo que ya lo había adivinado.

—Sólo conseguí hablar con la bruja de esposa que tiene Peter Stich. Estaba sola. Eso significa que está pasando algo.

—¿Y qué se sabe de Kröner y Lankau?

—¡Tampoco he podido encontrarlos!

—¿Qué quiere decir eso?

Laureen notó cómo la inquietud se apoderaba de ella.

—¡No lo sé!

—¡Suena como si estuvierais jugando al escondite con alguien!

Tan sólo un fino borde de máscara de ojos debajo de un ojo desvelaba la emoción de Bridget. Sonreía lo mejor que podía, algo que, por otro lado, siempre hacía cuando no entendía nada de lo que estaba pasando delante de sus narices.

—¿Al escondite?

Laureen miró a Petra. Eran casi las siete menos cuarto. Pronto haría cinco horas que Petra había hablado con Bryan en la taberna de Münsterplatz. Aparentemente, los tres hombres tenían controlada la situación. Podían estar en cualquier sitio y podían no estar en ninguno.

—¿Estamos jugando al escondite, Petra?

—¿Al escondite?

Petra la miró. Laureen notó la creciente desesperación en su corazón.

—Es posible —respondió Petra finalmente—. ¡Sí, podríamos decir que se trata de una especie de escondite, así es!