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Por cada bocanada de aire que Bryan, apostado delante de la casa de Kröner, inspiró aquella mañana, exhaló un flujo de ira, contenida durante tantos años. En ciertos momentos, cuando el ruido de un motor anunciaba la aparición de un nuevo coche, sintió unas ansias irrefrenables de abalanzarse sobre sus ocupantes, como si fuera un animal salvaje. Sin embargo, nunca eran los pasajeros que esperaba ver llegar. En otros momentos, presa del pánico, temía por que fuera descubierto por el ama de llaves de los Kröner.

La casa parecía estar muerta.

La amargura que le produjo saber que el hombre del rostro picado de viruela había conseguido llevar una vida despreocupada y cómoda durante todos aquellos años provocó una larga concatenación de pensamientos siniestros. «Lo arruinaré —pensó Bryan—. Se lo quitaré todo: su casa, su mujer, su ama de llaves y su nombre falso. Lo castigaré, seré su azote, hasta que me ruegue de rodillas que pare. Pagará por todos sus crímenes. Deseará no haber hecho nunca lo que hizo.

Pero antes que nada tendrá que decirme dónde está James».

El coche se acercó silenciosamente. Bryan no detectó ni el más mínimo movimiento detrás de los cristales ahumados. Apenas un segundo después se detuvo delante de la puerta principal de la casa. Salieron tres hombres que reían y parlamentaban mientras se subían los pantalones y se ajustaban los trajes. Bryan no pudo ver sus caras, pero oyó la voz de Kröner. Cortés, profunda, fuerte y obsequiosa, ahora como en el pasado; autoritaria, masculina, espeluznantemente reconocible.

Bryan se concedió dos horas más. Si por entonces Kröner aún no había salido a la calle, se acercaría y llamaría a la puerta.

No fue necesario.

Apareció un segundo coche; era algo más pequeño que el de Kröner. Después de unos titubeos previos, apareció una carita detrás de una de las ventanas. El niño tenía un pelo casi blanco. Sus piernas cortas pisaron la grava con cuidado. Detrás de él apareció una mujer joven y esbelta, cargada con varias bolsas de la compra. El niño se rió cuando su madre lo empujó suavemente con la rodilla. Las risas del vestíbulo se oyeron en toda la calle.

Transcurridos unos minutos, los hombres que habían llegado primero abandonaron la casa y se quedaron un rato delante de ella despidiéndose de la mujer, que había vuelto a salir con el niño de la mano.

Kröner fue el último en salir. Tomó al niño en sus brazos y lo abrazó. El niño se apretujó contra su pecho, como si fuera un mono. Bryan jadeó al contemplar las caricias que se dispensaban padre e hijo. Entonces Kröner besó a la joven de un modo que era todo menos paternal y se puso el sombrero.

Antes de que Bryan alcanzara a comprender lo que acababa de ver, los hombres se alejaron en el Audi de Kröner, todo había sucedido de una forma tan repentina que Bryan no había tenido tiempo de considerar lo que haría en una situación así. La larga espera lo había agarrotado. El Audi ya había alcanzado el final de la calle cuando Bryan finalmente pudo subir al Jaguar.

Y por entonces, ya fue tarde.

Tuvo que dejarlos escapar en el primer semáforo. Un peatón lo amenazó desde la acera cuando hizo patinar las ruedas y las palomas levantaron asustadas el vuelo entre los puestos de los comerciantes. La mayoría de las calles estaban muy transitadas, la semana laboral estaba llegando a su fin. Muchas familias se preparaban para el fin de semana.

Estuvo dando vueltas por el barrio sin rumbo fijo y, media hora más tarde, vislumbró el coche de milagro.

Estaba aparcado. Apenas cinco metros lo separaban del otro lado de la calle. Kröner y uno de los hombres del pequeño grupo de la mañana habían vuelto al coche y hablaban cordialmente en mitad de la acera.

Muchos de los transeúntes sonrieron a Kröner, que les devolvió el saludo llevándose la mano al sombrero. Era evidente que era un hombre apreciado y respetado por sus conciudadanos.

El acompañante de Kröner era el prototipo de hombre educado que generalmente acaba ocupando un cargo superior en la administración estatal o municipal. Era un hombre más atractivo que Kröner, pero era Kröner quien destacaba, a pesar de su rostro picado y su sonrisa exageradamente jovial. Era una persona vital y muy consciente de serlo. Mientras estuvieron en el lazareto, Bryan no había conseguido determinar su edad. Ahora resultaba más fácil; tenía menos de sesenta años, pero parecía un hombre de cincuenta.

Todavía le quedaban muchos años buenos.

De pronto, sin que Bryan tuviera tiempo de bajar la cabeza, Kröner volvió la vista hacia él. Kröner abrió los brazos y entrechocó las manos con entusiasmo. Luego posó la mano sobre el hombro de su acompañante y señaló el objeto de sus aspavientos. Bryan se apretujó contra el asiento en un intento de que el marco de la ventanilla tapara su rostro.

El objeto del amor de Kröner era el Jaguar de Bryan. Parecía dispuesto a acercarse al coche en cuanto surgiera una pequeña interrupción en el tráfico denso. Bryan echó un vistazo nervioso por encima del hombro. En cuanto el flujo de coches disminuyó, Bryan dirigió el Jaguar a la calzada y desapareció. En el espejo retrovisor vio a los dos hombres en medio de la calle, sacudiendo la cabeza.

En la Bertoldstrasse vio el Volkswagen. Daba muestras de haber sido decorado anteriormente con toda la paleta psicodélica; los viejos motivos todavía se entreveían. Ahora estaba bastante negro. Lo habían repintado a toda pastilla; el esmalte no brillaba.

El mensaje en la ventanilla trasera no daba lugar a dudas. Un precio asequible y un número de teléfono muy largo. Estaba aparcado delante de un edificio bajo de color amarillo y de tejado plano. «Roxy», rezaba un rótulo rampante en la fachada, por lo demás, totalmente desnuda. Unos ladrillos de cristal hacían las veces de ventanas de la tasca. De no haber sido por la puerta oscura y los letreros que anunciaban «Lasser Bier» y «Bilburger Pils», aquellos bloques sucios de cristal habrían cubierto la fachada entera del edificio. Un verdadero horror de bierstube había sobrevivido al avance despiadado hacia una presunta armonización urbanística.

Sorprendentemente, había mucha luz en el local. Resultó fácil señalar al propietario del coche. Entre las borracheras y los rostros rechonchos y surcados de venillas destacaba un viejo y anticuado hippy; fue el único que dio muestras de haberse percatado de la aparición de Bryan. Éste hizo un gesto con la cabeza hacia la orgía de colores que relumbraba desde el chaleco de ganchillo y la camiseta demasiado estrecha y llena de lamparones.

El hippy se llevó la larga cabellera a la espalda al menos veinte veces mientras negociaron. El precio era razonable, pero el hombre siguió insistiendo en aquel regateo inútil. Cuando hubo durado bastante, Bryan arrojó el dinero sobre la mesa y pidió los papeles del coche. Ya se encargaría de las formalidades más adelante, si es que se quedaba el coche.

Y si no lo hacía, lo aparcaría donde estaba ahora, con las llaves puestas y el contrato que habían garabateado velozmente en la guantera. Así, el muchacho podía recuperarlo si se daba el caso.

Bryan aparcó su nueva adquisición anónima delante de la casa de Kröner exactamente a las trece horas, momento en el que la mayoría de los vecinos, sin duda, estaban ingiriendo el almuerzo. Esta vez apenas transcurrieron cinco minutos hasta que Kröner apareció en la puerta. Parecía estar de un humor sombrío y reconcentrado. El segundo acto de la jornada laboral se estaba gestando.

Durante las horas que siguieron, Bryan logró hacerse una idea bastante precisa de las actividades de Kröner: seis paradas en diferentes direcciones, todas ellas, en los mejores barrios de la ciudad. Cada vez que salía, Kröner llevaba un montón menor de correo en la mano. Pronto, Bryan se supo el procedimiento de memoria.

También él tenía muchas empresas que visitar.

Kröner se movía libre y despreocupadamente. Hizo la compra en un supermercado, fue al banco Sparda y a la estafeta y detuvo el coche unas cuantas veces, con la ventanilla bajada, para saludar a algún que otro transeúnte.

Aparentemente, conocía a todos los habitantes de la ciudad, y todos lo conocían a él.

En uno de los barrios de las afueras, el hombre del rostro picado se detuvo delante de una villa cubierta de vid y se recolocó el traje, antes de desaparecer en el interior de la casa con un ritmo cadencioso, lo que distinguió esta visita de las anteriores. A pesar de las protestas del Volkswagen, Bryan puso la marcha atrás con un ruido estridente y pasó por delante de la entrada de la villa, flanqueada de columnas.

Apenas se dejaban leer las retorcidas letras góticas, casi borradas por las inclemencias climáticas y el paso del tiempo, del rótulo de esmalte craquelado. Pero, desde luego, no era vulgar. «Kuranstalt St. Úrsula des Landgebietes Freiburg im Breisgau», rezaba.

Las ideas que Bryan se hizo mientras esperaba al hombre del rostro picado de viruela delante de la riqueza monumental, aunque algo descompuesta, de aquel mausoleo compacto fueron más bien caóticas.

Existían innumerables razones para que Kröner visitara un hospital. Podía estar ingresado algún conocido suyo. Podía estar enfermo, aunque no lo parecía. Su visita podía tener una finalidad de carácter institucional. Pero, por otro lado, también cabía la posibilidad de que hubiera otras razones menos obvias.

Bryan apenas osaba pensar en ellas. Al otro lado de la calle, un par de bojes[25] plantados en unas enormes vasijas flanqueaban una puerta de ornamentos de latón. Una cosa intermedia entre una tasca y un restaurante elegante apareció ante sus ojos. La vista que le ofrecía de la clínica era razonable. Salvo en la esquina, donde estaban los teléfonos públicos.

La primera llamada de Bryan le asombró. Aunque Laureen no estuviera en casa para coger el teléfono, debería poder dejarle un recado a la asistenta, la señora Armstrong. Y si ella tampoco estaba en casa ¿por qué no podía, al menos, dejar un mensaje en el contestador automático? Bryan maldijo a su esposa. Era Laureen la que había insistido en comprar aquella maravilla de la ciencia, que había instalado, con muy poco sentido de la piedad, en una reliquia familiar que ella denominaba en un tono burlón como «el pedazo de nogal más caro que jamás haya habido en tierras inglesas». Si realmente opinaba que tenía que estar allí, ¿por qué diablos no usaba aquel aparatejo? «¡Dios me libre de tantas tonterías!», pensó y volvió a llamar. Laureen podía ser muy caprichosa si no encontraba que no estaban totalmente bien el uno con el otro. ¡A lo mejor se había ido a Cardiff con Bridget!

La tercera llamada ya fue más satisfactoria. Keith Welles estaba en su puesto, tal como habían acordado. Había esperado la llamada de Bryan pacientemente.

—No creo que sea nada del otro mundo —empezó su relato—. ¡Pero, de hecho, hay un Gerhart Peuckert en una residencia de Haguenau!

—¡Dios mío, Keith! ¿Dónde está Haguenau?

Bryan no paraba de dar golpecitos al estante de la cabina. Otro cliente del establecimiento se había puesto a la cola y lo miraba con creciente impaciencia. Bryan se dio la vuelta y sacudió la cabeza. No tenía ni la más mínima intención de cederle el teléfono a nadie.

—Sí, éste es precisamente el problema —prosiguió Welles, ligeramente reacio—. Haguenau se encuentra a escasas veinte o veinticinco millas de Baden-Baden, donde estoy yo ahora mismo. Pero…

—¡Pues acércate ahí!

—Sí, pero verás, el problema es que Haguenau está en Francia.

—¿En Francia?

Bryan intentó llegar a una explicación lógica. No resultaba fácil.

—¿Has hablado con el director?

—No he hablado con nadie. Es viernes, ¿sabes? ¡No hay nadie con quien hablar!

—Entonces acércate con el coche. ¡Pero antes tendrás que hacerme un favor!

—Si está en mis manos, sí. Todavía estamos a viernes.

—Tienes que llamar al Kuranstalt Santa Úrsula de Friburgo.

—Pero si ya lo hice hace semanas. Fue uno de los primeros hospitales privados a los que llamé.

—Sí, y sin resultado, me imagino. Pero necesito una presentación para que me dejen visitar el sanatorio. He visto a uno de los hombres que buscamos entrar allí.

—¡Dios mío! ¿A quién?

—Kröner. Es al que suelo llamar el hombre del rostro picado de viruela.

—¡Increíble! ¿Dices que has visto a Wilfried Kröner? —Welles hizo una pequeña pausa y luego prosiguió—: Quería preguntarte si te parece bien que deje la investigación el próximo lunes. Me gustaría estar con mi familia un par de días antes de empezar en Bonn.

—Entonces tendremos que darnos prisa, Keith. Presiento que estamos a punto de descubrir algo importante. Hazme el favor de llamar al Santa Úrsula y diles que tienes a un representante en la ciudad y que te gustaría que pudiera visitar la residencia. Diles que trae un regalo.

Bryan mantuvo el auricular pegado a la oreja mientras descansaba la mano en la horquilla del teléfono. La cola se había ido aligerando a sus espaldas. Un hombre, que hasta entonces se había mostrado paciente, envió una mirada fulminante a Bryan cuando el teléfono volvió a sonar, apenas cinco minutos más tarde. Keith Welles lo sentía mucho, no deseaban la visita de ningún representante en la clínica Santa Úrsula. No podían autorizarla con tan poco tiempo de preaviso. Además, no acostumbraban recibir visitas los fines de semana. También los administradores de los hospitales tenían derecho a los fines de semana, le había dicho la directora en un tono admonitorio.

Éste había sido su punto final profesional.

Bryan se sentía frustrado. Las ideas que se había formado acerca de la visita de Kröner a aquella mansión majestuosa se amontonaban. No escatimaría ningún esfuerzo para entrar, pero mientras la investigación primitiva que estaban llevando a cabo Keith Welles y él no hubiera terminado, prefería ser discreto. Los escasos pasos que Kröner había dado hacia el Jaguar, un par de horas antes, todavía permanecían en su mente como una experiencia muy desagradable. No quería acercarse más a su antiguo torturador. ¡Todavía no!

Los clientes habituales del establecimiento ya habían empezado a echar mano del fin de semana. Parecían pertenecer a los círculos más selectos y volvían del trabajo, probablemente de las calles más elegantes de los alrededores. A través de los cristales tintados, Bryan había podido vigilar la entrada del edificio. Kröner aún no lo había abandonado. Escasamente una hora después de la última conversación telefónica mantenida con Welles, Bryan llamó al sanatorio. Se apretujó en el rincón más profundo de la cabina, cubrió el auricular con la mano e inspiró. Resultaba difícil ahogar el ruido que le llegaba de la taberna. Echó un vistazo a su reloj. Eran las cuatro y media.

La directora del Kuranstalt St. Úrsula se sorprendió cuando Bryan se presentó en inglés.

—No entiendo, Frau Rehmann —prosiguió Bryan y estrujó el auricular al negarse ella a hablar con él—. Me dice que acaba de hablar con mi director, pero debe de tratarse de un error. Debe de haber sido otra persona.

Por su silencio, Bryan advirtió que había despertado su interés.

—Verá, la llamo de la Facultad de Medicina de Oxford, en la que soy decano. Mi nombre es John MacReedy. La llamo de parte de un equipo de investigación formado por jefes de psiquiatría que ahora mismo asiste a una conferencia en Baden-Baden. Mañana irán de excursión a Friburgo y uno de nuestros participantes en la conferencia, el señor Bryan Underwood Scott, me ha pedido que averigüe si es posible que les haga una visita mañana, a poder ser por la mañana. ¡Y muy corta, naturalmente!

—¿Mañana?

La pregunta y el tono brusco distrajo a Bryan del papel que estaba representando. Tuvo que esperar un momento hasta poder retomar el tono afectado de MacReedy. Un par de clientes nuevos abrieron la puerta del establecimiento de par en par, dando muestras más que sonoras de las expectativas que tenían con respecto al lugar. Bryan confío en que la mano que tapaba el auricular fuera suficiente para amortiguar el ruido de fondo. Sin duda, Frau Rehmann encontraría extraño que se hablara alemán con tanta naturalidad en la célebre ciudad de Oxford.

—Sí, ya sé que es inaceptable pedirle algo así con tan poco tiempo, Frau Rehmann —prosiguió Bryan—, pero la culpa es mía enteramente. El señor Underwood Scott me pidió hace ya varias semanas que le expusiera su deseo de visitar la clínica. Pero con las prisas olvidé hacerlo. A lo mejor usted podría ayudarme a salir de este aprieto…

—Lo siento mucho, señor MacReedy. ¡Pero no puedo ayudarlo! Además, es del todo impensable que aceptemos recibir visitas en sábado. Como podrá entender, nosotros también necesitamos descansar de vez en cuando.

La respuesta era definitivamente que no. Algunos de los últimos clientes del establecimiento en llegar apartaron momentáneamente la vista de los abrigos que estaban colgando y la dirigieron a Bryan que, irritado, había colgado el teléfono con rabia y no paraba de maldecir desde la esquina, dispuesto al combate pero despojado de toda arma que pudiera esgrimir.

Por tanto, tendría que meterse en las fauces del león al descubierto y ver qué resultado le daba aquello. Mañana mismo se dirigiría a la clínica y se presentaría como el Bryan Underwood Scott que el señor MacReedy había recomendado encarecidamente. Ahora sólo cabía esperar que la directora estuviera en su domicilio que, de acuerdo con el plano, debía de encontrarse en el ala izquierda de la casona.

Hacía rato que había anochecido. Los árboles de la avenida situada frente al sanatorio ya habían empezado a agitarse en la brisa vespertina cuando apareció la silueta de Kröner a la luz de la lámpara de hierro forjado de la entrada principal.

Estuvo bromeando un rato con una mujer que apareció en el vano de la puerta y luego cogió a una persona encorvada del brazo y se la llevó tranquilamente por el camino que conducía a la calle. Bryan reculó, escondiéndose detrás de uno de los olmos de la avenida y notó cómo los latidos de su corazón se aceleraban y las aletas de su nariz empezaban a vibrar.

Los dos hombres pasaron muy cerca de donde se encontraba Bryan. La solicitud con la que Kröner trataba al hombre era casi conmovedora. Tal vez se trataba de un familiar, pero seguramente no era su padre; no era lo suficientemente mayor para eso, aunque su edad resultaba indefinible por la complexión delicada, el rostro surcado y la barba casi blanca.

El anciano no decía nada; parecía enfermo y cansado. Bryan creyó adivinar que estaba a punto de perder el ánimo. Ese anciano era, pues, la razón de la visita de Kröner, y ahora se disponía a acompañarlo a casa para pasar el fin de semana.

Sin embargo, para el asombro de Bryan, los dos hombres dejaron atrás el coche de Kröner y prosiguieron el paseo bajo las copas susurrantes de los árboles, en dirección a la calle principal que conformaban Basler Landstrasse y Tiengener Strasse.

Los dos hombres estuvieron hablando un rato en voz baja delante de la parada del tranvía. Un grupo de jóvenes, bulliciosos por la expectativa de la primera fiesta del fin de semana, se colocaron a su lado y empezaron a darse empujoncitos y a reírse, hasta que sus risas retumbaron en los muros de las casas. Bryan cruzó la calle y se acercó a la parada, al amparo de las bufonadas de los jóvenes. Apenas un par de metros lo separaban de Kröner y del anciano. Seguían hablando en voz baja, pero la voz del anciano era ronca, y por cada dos palabras que pronunciaba se veía obligado a carraspear, sin que por ello sus carraspeos parecieran surtir efecto.

Entonces llegó el tranvía.

Sin darse la vuelta hacia su acompañante, Kröner desapareció por el mismo camino por el que acababan de venir. Bryan titubeó un instante, miró primero al hombre de la cara picada y luego al anciano, y finalmente se decidió por seguir al viejo. El hombre encorvado echó un vistazo a su alrededor tranquilamente y finalmente divisó un asiento libre en el fondo del vagón, al lado de un joven de tez morena.

El anciano se posicionó al lado del asiento, sin hacer ademán de sentarse. Antes de que hubieran llegado a la siguiente parada, el anciano se había encarado al joven. Mientras se miraban fijamente, el semblante del joven cambió imperceptiblemente. De pronto, sin preaviso, el joven se puso en pie y se apresuró al fondo del tranvía, sin tocar al anciano, deteniéndose finalmente cerca de la puerta trasera, respirando con dificultad.

Siguiendo el cabeceo del vagón, el anciano dio un paso adelante y se sentó pesadamente en el asiento doble. Carraspeó un par de veces y miró por la ventana.

Tuvieron que cambiar de tranvía una vez, hasta llegar al centro de la ciudad, donde finalmente se apeó el anciano, siguiendo su camino a paso lento por la calle comercial iluminada por los escaparates de las tiendas.

Después de tomarse un respiro delante del surtido tentador de una pastelería, el anciano hizo una pequeña escapada que permitió a Bryan consultar con el sentido común. Podía elegir entre reanudar la guardia delante de la casa de Kröner o seguir al anciano. Echó un vistazo a la hora. Todavía faltaban tres cuartos de hora para la llamada de Keith Welles, que debía informarle sobre su visita a Haguenau. Desde donde estaba hasta el hotel había apenas diez minutos a pie.

Cuando el anciano abandonó la tienda con una sonrisa de satisfacción, Bryan lo siguió.

La bolsita de papel se columpiaba de la débil muñeca del anciano hasta llegar a Holzmarkt. Se detuvo un instante en medio de aquella plaza elegante para intercambiar unas palabras con unos paseantes, hasta que finalmente carraspeó y se dejó tragar por un edificio desconchado pero bello, situado en una de las calles laterales, Luisenstrasse.

Bryan esperó casi diez minutos hasta que se encendió una luz en la segunda planta. Una señora mayor se acercó a la ventana y corrió las cortinas. Sus movimientos fueron lentos y fatigados por culpa de las enormes macetas que cubrían el ventanal y probablemente no sirvieron de gran cosa. Por lo que Bryan pudo observar, sólo había un piso por planta en aquel edificio macizo; debían de ser enormes. El resto del edificio estaba a oscuras. En la estancia, iluminada por una araña solitaria que desprendía una luz fría y que a Bryan le recordaba un comedor antiguo, apareció un anciano con barba que cogió a la mujer suavemente del hombro.

Bryan echó un vistazo al letrero grueso y estrecho de latón que colgaba entre el marco tallado de la puerta y el interfono moderno. Delante de la segunda planta sólo ponía «Hermann Müller Invest».