64

Cuando Lankau se disponía a agarrar a su víctima desfallecida, vio la sombra desplazarse por el suelo de la terraza. Lo siguiente que notó fue un golpe violento que lo hizo tambalearse y lo envió de cabeza al agua.

—¡Maldita sea, Gerhart, eres un loco de mierda! ¡Ésta me la vas a pagar! —gimió Lankau mientras se agarraba a la escalera y salía de la piscina.

Cuando, con la irritación a flor de piel, se disponía a escurrir el agua de la ropa, se dio cuenta de lo que había pasado. Un error ridículo y sencillo: había permitido que Gerhart oyera lo que tenía pensado hacer con Petra. La conciencia de la pistola encima de la mesa le sobrevino súbitamente; pero por entonces ya fue demasiado tarde. Detrás de su víctima arrodillada que ya ni siquiera se daba cuenta de lo que pasaba a su alrededor, estaba Gerhart Peuckert, de pie, como una estatua de sal, apuntándolo con la pistola.

—¿Qué pasa, Gerhart? —dijo Lankau alargando la mano en un gesto conciliador—. ¿Es que ya no somos amigos, tú y yo? —Sus pisadas resonaron oscuras y difusas cuando se acercó al hombre alto—. ¿Ha sido lo que he dicho de Petra, Gerhart? ¡Bueno, pues entonces te pido perdón! —Lankau lo miró fijamente a los ojos. La mirada de Peuckert era una fragua de odio. Lankau evaluó sus posibilidades—. Si sólo era una broma, ¿lo sabes, no? ¿Qué creías? ¡Si sólo se trata de hacer que el cerdo de Von der Leyen pase un mal rato! ¡Ya lo sabes! —Un paso más y lo golpearía—. ¡No te preocupes por Petra, ella vale!

Fue lo último que alcanzó a decir antes de que Gerhart empezara a gritar.

La protesta resultó tan terrorífica que los pájaros levantaron el vuelo emitiendo graznidos y Lankau se quedó helado. Mientras aún se oía el eco del grito lleno de odio escampándose por el paisaje, la situación ya había quedado clara. Gerhart Peuckert no tenía la más mínima intención de permitir que se le acercara. Su rostro había adquirido un tono rojizo, había abierto los labios y los dientes asomaban visiblemente. Lankau retrocedió un par de pasos y estuvo a punto de resbalar en el charco que él mismo había dejado. Alzó los brazos y reculó describiendo una curva hacia la puerta que daba al salón. El hombre que tenía delante no hizo nada, sino que permaneció inmóvil y jadeante, observando su torpe intento de huida.

Cuando alcanzó el salón, se dio la vuelta rápidamente y corrió hacia el lavadero.

En el preciso momento en que su mano se posó en el interruptor principal del cobertizo, su perseguidor lo alcanzó, tal como lo había planeado Lankau.

—¡Dame esa pistola de una vez, Gerhart! Si no, accionaré el interruptor —dijo, encorvando el dedo—. Si no lo haces, no volverás a ver a Petra. ¿Vale la pena?

—Oí lo que dijiste antes —replicó Gerhart. Los músculos de su rostro todavía temblaban—. ¡Lo harás de todos modos!

Gerhart llevó la pistola a la cabeza de Lankau y la apretó contra su sien. Al cabo de un rato, unos cardenales rodeaban la boca del cañón.

—¡Tonterías, Gerhart! ¡Estás demasiado mal para saber distinguir entre realidad y ficción! —Los poros supurantes en el rostro de Lankau contrastaban con su voz pausada. Por un momento, sus pulmones parecieron vaciarse.

Con una lentitud pasmosa, Gerhart llevó la mano hasta la de Lankau, que todavía descansaba sobre el interruptor.

—¡No me toques o pulsaré el interruptor! —amenazó Lankau, sudoroso, siguiendo la mano que se alzaba y sobrepasaba la suya.

Cuando, por fin, la mano nervuda y delgada de Gerhart se posó sobre la suya, Lankau dejó de resistirse. La mirada de Gerhart Peuckert era tranquila, viva y fría.

Lankau se estremeció cuando Gerhart accionó el interruptor. El chasquido que se oyó en el cobertizo acompañó el destello de luz del patio. Lankau no sabía si había oído un grito. El traqueteo característico de la prensa significaba que ya estaba funcionando a toda máquina en torsiones endiabladas.

Durante los próximos minutos, Lankau obedeció las órdenes de Gerhart Peuckert sin rechistar. Rezaba para que al loco no se le ocurriera toquetear el seguro de la pistola mientras lo apuntaba con ella. Cada soplo de aire que inspiraba lo dedicaba a pensar en la manera de escapar de aquel loco que lo tenía en jaque.

Por exigencias de Peuckert, arrastró a Von der Leyen hasta la mujer, que no dejaba de llorar. Mientras tanto, intentaba recordar dónde podía estar la escopeta de caza que parecía de juguete, que su esposa guardaba en algún lugar de la casa. Al pasar por delante de los trofeos y las armas exóticas que colgaban de la pared detrás de la mujer maniatada, consideró dar un salto y coger una, aun a riesgo de perder la vida.

Y, sin embargo, Gerhart Peuckert nunca le brindó esa posibilidad.

—Siéntate a la mesa —ordenó Peuckert cuando Lankau hubo finalizado su misión. Ya no se oía ningún ruido extraño en la estancia. Arno von der Leyen estaba sentado en el suelo, cabizbajo, guiñando los ojos, mientras intentaba sonreír a la mujer que estaba detrás de él.

Una admiración turbadora por la frialdad de Peuckert se apoderó de Lankau, mezclándose con pensamientos febriles llenos de odio que, de momento, tendría que reprimir.

—Mete las piernas debajo de la mesa —dijo Gerhart sin siquiera mirarlo—. Arrastra la silla contigo.

Lankau bajó las comisuras de la boca y pegó su gruesa barriga al borde de la mesa. El idiota estaba rebuscando en los cajones del secreter de su mujer.

—¡Escribe aquí! —exigió Peuckert a la vez que dejaba una hoja de papel pautado sobre la mesa.

—¡No sabes lo que haces, Gerhart! —El papel en blanco desgarraba la conciencia de Lankau—. ¿No preferirías que te llevara de vuelta al sanatorio? ¡Piénsalo! De no haber sido por esos dos, no habría pasado nada. ¡No es culpa mía! —Lankau maldijo y miró a Gerhart—. De no haber sido por esos dos, tú y Petra todavía podríais haber estado bien juntos, ¿no es verdad? Y les haya pasado lo que les haya pasado a Kröner y a Stich, esto no habría sucedido. ¿Estoy en lo cierto?

El bolígrafo que Gerhart arrojó sobre la mesa era de la mujer inglesa. Lo había recogido del suelo.

—¡Mata a esos dos! —dijo Lankau señalando con la cabeza a Bryan y a Laureen—. ¡Dispárales de una vez, hombre! ¡No nos han traído más que desgracias! ¿Qué podría pasar? ¡Tú puedes!

»¡Eso lo sé yo, Herr Standartenführer Peuckert! Al fin y al cabo, nadie podrá tocarte luego. ¿Qué iban a poder hacerte? Volverás al sanatorio, te lo prometo. ¡Todo volverá a ser como antes! ¡Volverás a ser Erich Blumenfeld! Piénsalo bien, Gerhart. Nosotros cuidamos de ti. ¿Te acuerdas?

La mano de Peuckert se cerró alrededor de la pistola. Inclinó la cabeza levemente y miró a Lankau frunciendo el entrecejo.

—¡Lo recuerdo! —contestó, empujando la hoja de papel hacia la barriga de Lankau, que rebosaba sobre la mesa—. ¡Escribe lo que ahora te voy a dictar!

—¡Quizá! —contestó el hombre de rostro ancho intentando calcular las balas que quedaban en el cargador de la Shiki Kenju.

—Nosotros, ciudadanos de Friburgo… —empezó Peuckert arrastrando las palabras—, somos Horst Lankau, Standartenführer del cuerpo de monteros, alias Alex Faber, Obersturmbannführer Peter Stich en las SS Wehrmacht y Sonderdienst, alias Hermann Müller, y Wilfried Kröner, Obersturrnbannführer en las SS Wehrmacht, alias Hans Schmidt…

—¡No pienso escribir nada de eso! —replicó Lankau dejando el bolígrafo sobre la mesa.

—¡Mataré a tu esposa si no lo haces!

—¿Y qué? ¿A mí qué más me da? —Lankau se despegó un poco del asiento. La mesa maciza era más pesada de lo que había imaginado. Requeriría una fuerza sobrehumana lanzarla. Respiró profundamente.

—¡Y a tu hijo también!

—¡Bueno! —repuso Lankau apartando el bolígrafo aún más.

Gerhart se lo quedó mirando un buen rato y dijo:

—Fui yo quien mató a Kröner y a Stich. —No le quitaba los ojos de encima a Lankau, que respiraba sosegadamente, y notó que su rostro ya no irradiaba desafío—. A Stich le quité la vida con corriente eléctrica. Y a Andrea también. Y, ¿sabes qué? Se comportaron como unos mezquinos de principio a fin. Al final ni siquiera olían bien.

Gerhart se detuvo un momento. La saliva se le había secado en las comisuras de la boca. Se metió la mano en el bolsillo y lo sacudió. Se oyó un ruido característico, como el de un frasco de pastillas. Su mirada se perdió. Lankau lo miró con curiosidad. Parecía que sufría algún tipo de síndrome de abstinencia, como si tuviera unas ganas terribles de tomarse un par de pastillas o tres.

—¿Te encuentras mal, Gerhart? ¡Dímelo! ¿Quieres que te ayude? —dijo Lankau notando que sus palabras se extinguían.

—Y a Kröner lo ahogué —explicó Gerhart finalmente con voz queda, y se incorporó—. De la misma manera en que querías ahogar a este cerdo. ¡Lentamente!

—¡Creo que mientes!

No es que a Lankau no le afectara, pero optó por adoptar una postura despreocupada, echándose hacia atrás en el asiento. Si combinaba aquel movimiento con un fuerte empujón a la mesa estaba seguro de que podría librarse de su presa.

—¡He tenido muy buenos maestros!

La sonrisa que se extendió por los labios de Lankau más bien parecía querer mostrar que se sentía honrado. Sin embargo, las palabras de Gerhart Peuckert expresaban una verdad peligrosa.

—¿A qué te refieres? —preguntó Lankau.

—¡Ya lo sabes! —dijo Gerhart secándose la boca y escupiendo al suelo.

—¿Tienes sed, Gerhart? Tengo un excelente vino del Rin en el cobertizo. ¿Te apetece?

Lankau se humedeció los labios y parpadeó.

—¡Cállate! —replicó Gerhart en seguida.

Se oyeron unos lastimosos intentos de devolver procedentes del suelo. Ni Gerhart ni Lankau les prestaron atención.

—¿No recuerdas que os divertíais contando historias de cómo matabais a la gente? Creo que sí. Yo al menos sí me acuerdo. También me amenazasteis a mí.

—¡Tonterías! Jamás te amenazamos. Bueno, tal vez muy al principio. —Lankau lo miró como queriendo disculparse—. Era antes de que supiéramos que podíamos confiar en ti.

—¡Eres un mentiroso! —bufó Peuckert hacia el rostro ancho que lo miraba fijamente. Lankau se estaba preparando para el salto.

El olor a vómito se hizo evidente. El hombre echado en el suelo gimió, regurgitó una vez más e intentó incorporarse.

—¡Mátalo, James! —se oyó quedamente.

Sin embargo, el objetivo de su plegaria era inalcanzable.

—¡Tú fuiste el peor, Lankau! —El desprecio irradiaba del cuerpo del demente—. ¿Recuerdas que pretendías que me bebiera la sangre de los animales que acababas de cazar? —Peuckert dio un paso a un lado. Lankau lo recordó y tuvo que esforzarse por no reaccionar. Ahora tenía a Peuckert a sus espaldas—. ¿Y qué me dices de la orina de los perros? ¿De mi propia mierda? —gritó.

Las traicioneras perlas de sudor preocupaban a Lankau. Todavía estaba convencido de que podría convencer al idiota con palabras. En un juego como aquél, el sudor era un factor irracional; imposible de controlar y revelador. Lankau levantó el brazo con cautela y se secó la frente con la manga de la camisa.

—¡No recuerdo nada de lo que me estás diciendo! Debió de haber sido Stich. ¡Era muy capaz de comportarse como un demonio, cuando le daba la gana!

El hombre que tenía detrás se quedó callado. De pronto le golpeó la nuca con la Kenju. La pistola se disparó. Lankau echó la nuca hacia atrás, sorprendido por seguir con vida. Le pitaban los oídos. Miró a un lado. El proyectil había pasado justo por encima de la cabeza de Arno von der Leyen. La mujer se había quedado callada, pero seguía llorando.

Gerhart Peuckert miró sorprendido la pistola. Él no había disparado.

—Ten cuidado con esa pistola, ya te lo he dicho. ¡A la mínima se dispara!

El sudor se heló en su frente. Lankau sacudió la cabeza.

—¿Le tienes miedo, Lankau? ¡No deberías! —La excitación de Gerhart Peuckert provocó un pitido aún más fuerte en los oídos de Lankau—. ¡Acabarás suplicándome que la use! ¡No olvido lo que dijiste en la terraza!

—Fuiste tú quien mató a Petra, Gerhart. ¡Recuérdalo! ¡Fuiste tú quien puso la prensa en marcha!

—Y a ti te tengo preparada una muerte aún peor, si no escribes lo que te voy a dictar. ¿Recuerdas cuando me amenazasteis con sosa cáustica? ¡Me tomabais el pelo amenazándome con que me obligaríais a bebérmela!

Lankau giró el cuerpo todo lo que pudo. El sudor volvía a brotar de su frente. Gerhart se volvió y echó a andar en dirección a Arno von der Leyen.

—¡Levántate! —le gritó al borracho, que estaba tendido sobre sus propios vómitos.

—¡No entiendo lo que me estás diciendo! —dijo quedamente desde el suelo—. ¡Háblame en inglés! Please, James! ¡Háblame!

Gerhart se quedó un buen rato mirándolo.

Lankau se dio cuenta de que su respiración se había hecho más entrecortada que de costumbre.

—¡Levántate! —ordenó Peuckert lentamente en inglés. El miedo se apoderó de Lankau. De pronto cayó en que su valoración de la situación era fatalmente errónea y que las conclusiones a las que había llegado durante todo el día estaban equivocadas.

Arno von der Leyen alzó la vista inmediatamente. Lankau vio que la mirada que Peuckert le brindó al hombre maniatado seguía siendo fría y maléfica. Si realmente existían lazos entre aquellos dos hombres que los unían, seguían siendo un enigma para él.

—James —fue lo único que salió de la boca del hombre que estaba en el suelo.

—¡Levántate! —La mano de Peuckert seguía asiendo la Kenju con firmeza. Respiraba profundamente. Lankau percibió con inquietud su excitación—. Tienes que ir a la cocina a por algo y traérmelo. ¡Te desataré una mano! —Peuckert dio un paso a un lado y golpeó a Lankau en la espalda—. No te hagas ilusiones, ¿me oyes?

Aunque Lankau no dudaba de que Peuckert fuera a llevar a cabo su amenaza, optó por obviar las amenazas. De momento tenía la mesa bien agarrada. Había movilizado todas sus fuerzas en este último intento, que debería de salvarlo de la muerte.

Arno von der Leyen se incorporó sobre las rodillas. Por lo visto no comprendía lo que Gerhart Peuckert pretendía que hiciera. Las heridas en el costado y la espalda parecían molestarle lo indecible. Peuckert no hizo ningún ademán de querer ayudarlo.

La humedad en la espalda de Lankau había empezado a dispersarse.

—Debes traerme la sosa cáustica del armario de la cocina. ¡Se llama Átzmittet! Tráemela junto con un vaso de agua, ¿has entendido? Y no se te ocurra intentar nada. ¡No te saldrías con la tuya! —Arno von der Leyen se puso en pie e intentó estirarse. Se recostó atormentado hacia un lado y volvió a mirar el rostro impasible de Peuckert—. Quizá te dé una muerte más benigna si haces lo que te mando. ¡Y a la mujer también! —dijo.

—¿Muerte? —Parecía que Arno von der Leyen intentaba sacudirse el estado etílico que lo embargaba—. ¿De qué me estás hablando, James?

—¡No te esfuerces, cerdo! —gritó Lankau, sorprendido de sus propias palabras—. ¡Está loco de atar!

Arno von der Leyen apoyó la cabeza contra el pecho de Peuckert.

—¡James, pero si soy yo! ¡Bryan! ¡He venido a buscarte!

Los ojos empañados parecían suplicar: «¡Escúchame!». Peuckert no reaccionó. De pronto, Von der Leyen se enderezó y las heridas volvieron a abrirse dibujando unas sombras oscuras en el costado del jersey.

—¡Somos amigos, James! Ahora volverás a casa, a Canterbury. Petra podrá venir contigo.

Arno von der Leyen, confuso y mareado, sacudió la cabeza. Tampoco él entendía lo que estaba pasando.

Peuckert se volvió hacia Lankau.

—¡Se niega a preparar la sosa cáustica que te beberás tú!

—Eso parece —dijo Lankau con un tono de voz desdeñoso con el que pretendía reprimir la desesperación. Tenía el borde de la mesa perfectamente agarrado.

—¿Y no crees que lo voy a conseguir?

—¡Nunca se sabe!

—¿Ya estás escribiendo?

—¡No, que se me lleve el diablo si lo hago!

Peuckert dio un paso hacia la mujer y empujó a Von der Leyen al suelo. La mujer se puso a temblar cuando Peuckert la miró y se echó hacia atrás. Las ojeras negras se expandían como surcos por su rostro.

—¡Entonces tendré que aplicar otros métodos! Le pegaré si no me ayudas —dijo lentamente.

—¿Sosa cáustica? —preguntó Arno von der Leyen con voz apagada—. ¿Cómo?

Se estremeció cuando cayó el golpe y la mujer empezó a lloriquear.

—¿Todavía no quieres? —dijo Peuckert. Arno von der Leyen sacudió la cabeza quedamente y volvió a estremecerse al caer el segundo golpe.

—¡Haz el favor de hacer lo que te dice, Bryan! —gritó de pronto la mujer con tal ímpetu que la saliva salió disparada de su boca. La exclamación hizo que la sangre de Lankau se helara—. ¡Hazlo ya!

Von der Leyen la miró. Ella se inclinó hacia un lado, jadeando; Peuckert la había golpeado en el pecho.

Arno von der Leyen se incorporó lentamente.

Lankau intentaba tomarse la situación con calma. Un dolor creciente en el estómago se extendía por todo su cuerpo cada vez que tomaba aire. La mesa ya descansaba con todo su peso sobre las palmas de sus manos. Alzó la mirada cuando tuvo a los dos hombres delante.

—¿No ibas a soltar a tu amigo? —dijo dirigiéndose a Gerhart con una pequeña sonrisa en los labios—. ¡Ya veremos si es capaz de sostener el vaso!

Los ojos azules y despiertos de Peuckert examinaron a Lankau. Tardó un buen rato en deshacer el nudo del cinturón con una mano, puesto que sostenía la pistola en la otra. Lankau echó el cuerpo hacia atrás y lo acomodó para poder enviar la mesa contra Arno von der Leyen y Gerhart Peuckert.

El efecto al saltar con la mesa apoyada en los brazos fue espectacular. Peuckert disparó inmediatamente en un acto reflejo, pero para entonces ya fue demasiado tarde. La mesa paró los disparos. Los dos hombres fueron arrojados hacia atrás por el peso de la mesa maciza y cayeron al suelo. El arma voló de la mano de Gerhart y aterrizó cerca de la puerta del pasillo. Antes de que los dos hombres hubieran siquiera empezado a pelearse con la pesada carga que les había caído encima, Lankau ya estaba de pie.

Soltó un rugido triunfal y esquivó la mesa de un salto, con el que pretendía hacerse con la pistola. Todavía quedaban tres balas en el cargador. No vacilaría en utilizarlas todas; una para cada uno. Los perros tendrían comida de sobra.

Y de pronto, su mundo se hundió de una vez por todas.

—Detente —fue todo lo que tuvo que decir.

Delante tenía a Petra. La expresión de sus ojos no daba lugar a equívocos. La pistola descansaba segura en su mano.

—¡Deja que lo haga yo, Gerhart! ¡Sé dónde está la botella! —dijo con voz autoritaria al hombre alto, ofreciéndole la pistola.

El dolor en el estómago volvió a crecer y su respiración se hizo más pesada. Esta vez lo sentaron a la cabecera de la mesa, apretujado contra la pared.

La mujer maniatada todavía sacudía la cabeza, impresionada por lo que acababa de presenciar. Petra ni siquiera la miró, tampoco miró a Arno von der Leyen, que volvía a estar echado a los pies de la mujer.

—¡Vas a dejar tranquila a la mujer, Gerhart! ¡Yo haré lo que haya que hacer!

—Te dije que te mantuvieras alejada hasta que todo hubiera terminado —repuso Peuckert, que estaba pálido como una sábana.

—¡Lo sé, pero será como yo te diga, Gerhart!

Pocos segundos después de que Petra hubo entrado en la cocina se oyó un plop, como un vacío que había sido compensado. Lankau miró el póster de la pared. «Cordillera de la Paz», un mundo fantástico que se alejaba de él. La tierra crecía, las distancias se hacían inabarcables.

Cogió el bolígrafo y empezó a escribir. «… Obersturmbannführer en las SS Wehrmacht, alias Hans Schmidt». Cuando hubo terminado la frase, volvió a alzar la mirada.

—¿Eso es todo? —preguntó en un tono de voz desafiante.

Gerhart Peuckert lo miró tranquilamente y le dictó el final:

—Pido perdón a mi familia. La presión de los demás se hizo demasiado fuerte. ¡No podía ser de otra manera!

Lankau lo miró. Alzó las cejas y volvió a dejar el bolígrafo sobre la mesa. Estas palabras serían las últimas que dirigiría al mundo. Hiciera lo que hiciese, Gerhart le quitaría la vida.

Cerró los ojos y dejó que el aroma de los granos de café, de la tierra seca y de la brisa de las depresiones de la selva se apoderara de él. Los arbustos de coca le procuraban sombra. Los sonidos de las casitas de los indios le llegaban como si fueran reales. Y de pronto volvió a sentir la presión en el diafragma, esta vez más arriba. La piel se le heló. No se atreverían a utilizar la sosa cáustica, lo sabía.

—¡Escríbelo tú mismo, miserable! —gritó, abriendo los ojos mientras intentaba en vano echar la silla hacia atrás. El disparo cayó inmediatamente y la bala se incrustó profundamente en la viga, justo encima de su cabeza. Gerhart Peuckert no había vacilado ni un segundo.

Horst Lankau miró hacia la puerta, por la que apareció Petra con el vaso en la mano.

—¡Nadie creerá que me haya querido suicidar con sosa cáustica!

—¡Eso ya lo veremos! —replicó Gerhart volviéndose hacia la mujer en el umbral de la puerta—. ¡Venga, Petra!

Lankau se había quedado inmóvil. Su rostro se había tensado dejando ver unas arrugas profundas que lo cruzaban. El vaso había cambiado de propietario y descansaba ahora pesadamente en la mano de Gerhart. Lankau inspiró profundamente a través de los dientes.

Entonces cogió el bolígrafo y volvió a escribir un rato. Cuando dejó el bolígrafo sobre la mesa, sus ojos tenían una expresión vacía.

Gerhart miró por encima de su hombro. Tardó un buen rato en leer las escasas frases escritas por Lankau, que notó cómo Gerhart asentía con la cabeza.

—¡Acaba ya de una vez! —bufó Lankau, debilitado por su propio peso y su corazón fatigado. Se echó ligeramente hacia un lado al notar la presión de la Kenju contra su oreja—. ¡Yo ya he cumplido mi parte del acuerdo!

—Creías que te ibas a librar, perro —dijo Gerhart Peuckert con voz apagada—. ¿Recuerdas lo que solías decirme antes? «¡Sólo empieza a resultar interesante cuando la víctima está totalmente muerta de miedo!». Eso fue lo que me dijiste más de una vez.

Gerhart Peuckert apretó la pistola con más fuerza. Lankau cerró la nariz para evitar tener que inspirar el olor de la sosa cáustica en el vaso.

—¿Por qué iba a bebérmela? —Lankau volvió a notar el sudor brotando de su frente—. Dispara. ¡No vas a conseguir que beba nada!

—¡Entonces te la echaré encima!

Lankau le dirigió una mirada llena de odio e inspiró profundamente. No percibió el característico olor fuerte y nauseabundo de la sosa cáustica. Volvió a oler el vaso. Petra se había vuelto y miraba hacia otro lado. Entonces Lankau echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír. Ya no notaba el frío del acero contra su oreja y sus alaridos se intensificaron. A sus espaldas, la mujer atada a la silla había empezado a lloriquear de nuevo.

—¡Todo está muy bien! ¡Me juego lo que sea a que no hay sosa cáustica en ese vaso! Al final no has podido hacerlo, ¿eh, Petra? —dijo Lankau mirando hacia su verdugo—. ¿También es algo que habéis acordado, pequeñín? ¡Veamos qué se os ha ocurrido meter en el agua! ¿Sales de baño?

Mientras Lankau seguía riendo, Gerhart miró a Petra, que se mordía el labio.

—¡Ja! —Lankau sacó la lengua y la llevó burlonamente al vaso—. ¡No ha podido hacerlo, querido Gerhart! Tu pichoncito nunca será capaz de hacerlo.

La boca de la pistola abandonó inmediatamente la oreja de Lankau. Los ojos de Gerhart Peuckert parecían febriles e indecisos. Sin ningún objetivo predeterminado, rastrearon la estancia. Al final se encontraron con los de Petra, que lo miraban implorantes.

—¡No lo hagas, Gerhart! ¡Por mí!

Gerhart Peuckert se quedó quieto y perplejo, con la vista fijada en el vaso. Entonces recuperó la calma.

—¡Hazlo ya! —ordenó—. ¡Mete la lengua en el vaso!

Lankau lo miró sonriente y, confiado, llevó la boca al vaso.

Burlona y lenta, la lengua buscó la superficie del fluido. Cuando finalmente lo alcanzó, se movió violenta y espasmódicamente, como en un acto reflejo. La expresión del rostro de Lankau se transformó al instante.

—¡Qué demonios…! —exclamó. Su rostro se encendió, la lengua le iba de un lado a otro, hasta que se la metió en la boca y empezó a escupir y a tragar sin parar. El dolor se abrió paso a través de la carne, la cavidad bucal le ardía. La secreción de saliva era caótica. Al cabo de un momento, empezó a gemir. Los jadeos se fueron haciendo cada vez más frecuentes.

Al principio reprimida, la risa de Gerhart fue creciendo hasta emerger a la superficie. Era hueca y profunda y acompañaba la respiración entrecortada de Lankau, cada vez más dificultosa.

—Así que no se atrevía… ¡Has estado a punto de hacerme dudar! ¿Tienes sed, Lankau? —bramó—. ¡Me parece que tenemos un delicioso vino del Rin en el cobertizo! ¿No fue eso lo que me ofreciste? ¿O a lo mejor prefieres beberte el contenido del vaso? A lo mejor no te parece que huele como de costumbre, pero ¿eso qué más da? Lo importante es el efecto, ¿no es así?