19

Después del día en que tuvo lugar la ejecución, todas las semanas empezaron a oírse disparos procedentes de aquella misma zona. Aparte de los simuladores, que habían abandonado los cuchicheos nocturnos, y de James, que se pasaba el día echado en su rincón y que sólo reaccionaba cuando le llevaban la comida, la vida seguía su ritmo habitual.

Era evidente que los simuladores, sobre todo el hombre del rostro picado, seguían alertas. Sin embargo, mientras que antes se había pasado el día guiñándole el ojo a todo aquél que se le pusiera delante y siempre había tenido una palabra amable para con sus compañeros de sala, ahora su mirada era vigilante y se había vuelto parco en palabras. Bryan sabía lo que pensaba y que pensaba lo mismo que él. ¿Cuántos impostores quedaban todavía por descubrir?

El hombretón tenía el ojo puesto en James. Más de una noche, Bryan había sorprendido a los tres simuladores sentados el uno al lado del otro con la misma expresión de pocos amigos, mirando fijamente a James. Estaba claro que sospechaban de él. Sin embargo, dos de ellos no lograban mantenerse despiertos y, a los pocos minutos, se les cerraban los ojos. Dejaban que las pastillas surtieran efecto. En cambio, el simulador del rostro picado de viruela era capaz de mantenerse despierto durante horas.

Al principio, Bryan creyó que, antes o después, los simuladores dejarían en paz a James. ¿Qué podían temer de alguien que, poco a poco, se había ido sumiendo en un sueño que solía prolongarse durante todo el día? Hasta que un buen día, el Hombre Calendario se puso a gritar y a agitar los brazos mientras señalaba a James, y Bryan se percató de que las cosas no iban tan bien como él había imaginado. La hermana Lili había acudido a la sala en seguida y había golpeado la espalda de James, que estaba pálido y carraspeaba, ahogado.

Al día siguiente, a la hora de comer, se repitió la escena. Durante los días que siguieron, Bryan decidió sentarse encima de la cama en lugar de tomar asiento en el borde de ésta, delante de la mesa, como tenía por costumbre hacer a la hora de comer. Desde allí podría seguir tranquilamente los intentos que hacía James de tragarse la comida hecha puré. Mientras la sala se llenaba de los ruidos alegres de platos entrechocando, mandíbulas batientes y eructos placenteros, James solía quedarse traspuesto con la mirada fija en el plato, como si intentara reunir apetito para atacarlo. Finalmente, justo antes de que recogieran el servicio, James dejaba caer los hombros como en un suspiro y conseguía tragarse un par de cucharadas. Inmediatamente después empezaba a toser. Después de seis días, durante los cuales se había repetido el mismo incidente, Bryan se levantó de la cama y se dirigió canturreando y con el plato de comida alzado en el aire hacia la mesa de Vonnegut. De haber estado presentes Vonnegut o la hermana Lili, le habrían ordenado que volviera a la cama inmediatamente. Sin embargo, aquel día un paciente había sido sometido a un tratamiento de choque especialmente violento y tanto el enfermero como la enfermera estuvieron muy atareados antes de la visita médica. Primero, Bryan colocó el plato en el borde de la mesa de Vonnegut y empezó a engullir la comida. Su lengua seguía estando muy hinchada pero cicatrizaba satisfactoriamente. Los simuladores seguían su actividad deglutoria con gran interés y alternaban su atención entre él y el cuerpo petrificado del rincón. Aunque sin duda James intuía que Bryan lo observaba, no alzó la vista ni una sola vez.

Fue entonces cuando James se decidió a engullir una cucharada y luego otra. Tan sólo los separaban unos pocos metros. En ese momento, Bryan presionó el canto del plato hondo en un intento de evaluar su resistencia y su peso.

En el mismo instante en que arrancó el ataque de tos de James, Bryan golpeó el borde de su plato, que salió disparado por el aire y fue a dar directamente contra la pata de la cama, al lado del pie de James. El estrépito fue ensordecedor e hizo que todos levantaran la cabeza de sus platos. Con una mueca de disculpa, Bryan se precipitó detrás del plato, que aparentemente se le había escapado de las manos.

Cuando llegó al lado de James se detuvo en seco y le soltó una risa ahogada y tonta mientras señalaba con un dedo el suelo manchado y el plato voladizo. James no apartó los ojos de su propio plato. Entre los pedazos de codillo de cerdo y apio gris y pasado había algo indefinible, más parecido a excrementos humanos que a cualquier otra cosa.

Bryan se inclinó bromeando hacia adelante y hurgó en el plato con su cuchara mientras volvía a canturrear entre dientes. Resultaba difícil reprimir las náuseas que subían por su garganta. Efectivamente, la porción de James contenía excrementos humanos.

El hombretón de la cara picada no ocultó la risa, mientras el simulador de la cara ancha se precipitó hacia James y le arrancó el plato de las manos. Entonces recogió el engrudo del suelo, lo depositó en el plato y salió corriendo hacia los lavabos.

Bryan no tenía ni idea de cómo habían llegado aquellos excrementos al plato de James, pero no cabía duda de dos cosas: los simuladores eran los responsables y habían pretendido mantenerlo en secreto.

Llevaban varios días acosando a James de aquella manera. Era una guerra abierta, desigual y despiadada, cuyo único objetivo era conseguir que James se descubriera. Y tal vez lo habían conseguido. James había reaccionado; se negaba a comer.

James pasó toda aquella tarde sentado en el borde de la cama sin que nadie lo molestara.

No había nada que Bryan pudiera hacer por él.

Un par de contraventanas chocaron contra una ventana de forma tan repentina que el eco ni siquiera se había apagado cuando Bryan se despertó de un sobresalto. En la cama de al lado, el oficial de la división acorazada resoplaba pesadamente. Más allá, en la misma fila, el hombre que había mantenido el rostro alzado contra el chorro de la ducha se había incorporado y apoyaba la espalda contra la cabecera de su cama con la mirada perdida en la fila de delante.

La luz de la noche veraniega que se colaba por las ventanas era pálida. Las siluetas de los simuladores se erguían en medio de la oscuridad dejando helado a Bryan. Los tres habían rodeado la cama de James. Uno se había colocado en la cabecera, otro en medio y el último a los pies de la cama. De vez en cuando levantaban un brazo y le propinaban un golpe. Lo que aquellos golpes le hicieron a James ni siquiera se tradujo en gritos. Los jadeos solían llegar más tarde, cuando finalmente lo dejaban en paz.

«No volveréis a tocarlo nunca más», los amenazó Bryan entre dientes al ver cómo James se tambaleaba de camino a los baños con pasos titubeantes.

Sin embargo, volvieron a tocarlo como les vino en gana. Hasta entonces no le habían marcado la cara y, no obstante, todas las noches se oían unos golpes secos que provenían de la esquina más apartada de la sala.

Bryan temía por la vida de James. En más de una ocasión estuvo a punto de gritar, de agarrar la cuerda para avisar a la enfermera de guardia, de lanzarse entre los torturadores de James. Pero los años de guerra van creando unas reglas para la supervivencia que, en circunstancias normales, resultarían absurdas e irracionales. Y en medio de su desesperación, Bryan sabía que la impotencia era el único estado al que podía abandonarse.

La noche previa a la mañana en que la hermana Petra lo encontró inconsciente en medio de un charco de sangre, James pasó su última cirujía. El embotamiento y el extravío dejaban bien a las claras la gravedad de la situación. Tanto Holst como un médico de las secciones somáticas acudieron a la sala. «Por el amor de Dios, si está clarísimo que ese agujero en la cabeza no ha aparecido por sí solo», masculló Bryan entre dientes cuando inspeccionaron el borde de la cama, los barrotes de la cabecera y el suelo, en busca de una posible explicación a las lesiones que había sufrido James. «Traidor», se dijo, a la vez que rezaba por que le salvaran la vida a James.

A pesar de las reticencias de los médicos, se puso en marcha una investigación. El joven oficial de seguridad examinó minuciosamente la herida profunda, palpó la frente de James como si él fuera el verdadero responsable médico e inspeccionó cada centímetro de la cama. Después pasó a examinar el suelo, las paredes, las patas de las camas. Y al no encontrar nada, repasó la sala cama por cama y tiró de cada una de las mantas para comprobar si algún paciente tenía algo que esconder. «Santo Dios, deja que haya marcas en sus manos o sangre en sus camisones», suplicaba Bryan con fervor. Porque la sangre tuvo que manar del cuerpo de James, que estaba pálido como una sábana. Sin embargo, el oficial de seguridad no encontró nada. Entonces apremió a las enfermeras, que apenas eran capaces de discernir quién debía hacer qué, y empezó a correr arriba y abajo, hasta que la hermana Petra apareció con lo que necesitaban.

Antes de que Bryan tuviera tiempo de entender la gravedad de lo que se avecinaba, ya habían introducido una aguja en el brazo de James. A aquella distancia, la botella que pendía sobre su cabeza era tan negra como el carbón.

«Oh, ahora te morirás, James», pensó Bryan mientras intentaba evocar lo que James había dicho acerca de las transfusiones de sangre y de los grupos sanguíneos en el tren hospital, hacía ya mucho tiempo. «Tú puedes hacer lo que quieras, Bryan, pero yo pienso tatuarme un A+ en el brazo», había dicho James, firmando así su propia sentencia de muerte. Ahora el plasma mortífero se escurría desde la botella a través del tubo. Estaban mezclando dos grupos sanguíneos diferentes en un cuerpo lacerado.

Bryan estaba convencido de que los simuladores no habían pretendido matar a James. No era que no pudieran hacerlo si así lo deseaban, pero no querían. Un muerto cualquiera no constituía ningún peligro. Pero Gerhart Peuckert no era un paciente cualquiera, era Standartenführer de la policía de seguridad de las SS. Y si llegaban a la conclusión de que había sido azotado hasta morir o que había fallecido en circunstancias poco claras, no se andarían con chiquitas, una vez se hubieran iniciado la investigación y los interrogatorios.

Los simuladores habían querido cerciorarse y mantener el control de la sala. De momento, no habían conseguido ni una cosa ni otra.

Más tarde desnudaron a James para lavarlo. Estaba pálido. Bryan suspiró aliviado al descubrir que no llevaba el pañuelo alrededor del cuello. También era el único atenuante. Los tres hombres seguían atentamente la escena. Cuantas más marcas negras aparecían, cuantos más cardenales graves afloraban sobre la piel de James, más se hundían aquellos tres diablos en sus lechos seguros.

Los intentos reiterados de la hermana Petra por poner al descubierto las causas de aquella catástrofe eran inmediatamente desbaratados con gruñidos autoritarios por parte de sus superiores. La pequeña Petra perturbaba el ambiente. Al contrario de ella, a la hermana Lili le preocupaba normalizar la situación en la sección cuanto antes. Por lo visto, en ella imperaba la creencia práctica de que cualquier sospecha de delito podía marcarla con el estigma de la culpa. Las investigaciones y los interrogatorios podían llegar a levantar sospechas, las sospechas darían lugar a la suspicacia y la suspicacia podría significar un traslado. La consecuencia podía ser el traslado al servicio sanitario en el frente oriental.

Seguramente, no le pasaba nada a la imaginación de la hermana Lili. Por eso, el cuidado de James, a pesar de las protestas de Petra, recayó en la hermana Lili durante el par de días que siguieron. El paciente estaba enfermo y, por tanto, el paciente recibía su plasma. Resultó en dos botellas de plasma sanguíneo. Vertieron más de un litro de sangre de un grupo equivocado en el cuerpo de James.

Y sobrevivió.