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La alegría y el dolor, la tensión y el alivio, el miedo y la melancolía lo invadían sin cesar en oleadas imprevisibles y contradictorias. Ora se quedaba sin aliento y cerraba los ojos, ora se quedaba con la boca abierta y los pulmones dilatados.

Las lágrimas emborronaron el contorno de las cosas.

James no lo había conseguido. No le vino como una sorpresa, sino más bien como una acusación.

El sentimiento de traición ya no era sólo latente.

—¿Has visto la tumba? —le preguntó Welles, al otro lado de la línea. Bryan se imaginaba su rostro incrédulo.

—¡No, todavía no!

—¿Sabes con certeza que ha muerto?

—¡Eso me dijo la enfermera, sí!

—¡Pero todavía no has visto su tumba! ¿Quieres que siga el resto del fin de semana, tal como acordamos?

—¡Haz lo que quieras, Keith! Creo que hemos llegado al final.

—¡Lo crees! —Keith subrayó así las dudas que Bryan aún albergaba—. ¿No estás seguro?

—¿Seguro? —Bryan suspiró y se llevó la mano a la nuca—. Sí, creo que lo estoy. Ya te informaré al respecto, cuando esté preparado para hacerlo.

Una de las camareras le dirigió una mirada indignada a Bryan. El teléfono público constituía su mayor obstáculo en el camino de la cocina al comedor de la cafetería. Todos hacían un gesto con la cabeza, señalando el texto que había grabado sobre el teléfono. Bryan no sabía lo que decía, pero suponía que hacía referencia a una de las cabinas que había visto en la planta baja de los grandes almacenes. Bryan se encogía de hombros cada vez que los camareros sacudían la cabeza y se abrían paso por su lado con una bandeja repleta de servicio. Ésta era su tercera llamada, o mejor dicho, el tercer intento de llamada.

Después de varias llamadas tuvo que admitir que no había manera de encontrar a Laureen en casa. Todo parecía indicar que se había ido a Cardiff con Bridget.

La próxima llamada fue a Munich. No lo habían echado en falta en la Villa Olímpica. El intercambio de palabras fue breve. Sólo hablaron de la victoria de Inglaterra en el pentatlón femenino; por lo visto, aquel triunfo eclipsaba todos lo demás. Mary Peters había superado los mágicos 4800 con un solo punto; una proeza. El récord mundial brillaba en el firmamento olímpico. A pesar de las pausas que se dieron a lo largo de la conversación, ninguno de los interlocutores se sintió obligado a comentar los acontecimientos trágicos de los últimos días. Incluso antes de que las víctimas hubieran recibido sepultura, la profanación de los Juegos ya había tenido lugar a base de artículos, comentarios y gritos. Ésas eran las condiciones del deporte. Concentración absoluta.

Cuando finalmente se encontró delante de la entrada principal, situada en la plaza de Münster, el corazón le latía con una fuerza y una velocidad peligrosas. El establecimiento estaba casi lleno. Bryan no vio nada ni a nadie, excepto a Petra. Estaba sentada cerca de la puerta que daba a la plaza con el abrigo puesto, bebiendo de una enorme jarra de cerveza. La espuma en la parte superior de la jarra parecía haberse solidificado. Debía de llevar un buen rato esperándolo. Entonces no importaba que hubiera llegado antes de la hora convenida; faltaban diez minutos para las dos.

Antes de que dieran las dos, Petra lo despojó de la última esperanza que Bryan había albergado hasta entonces. La certeza hizo temblar sus labios. Petra bajó la mirada y sacudió la cabeza levemente, luego lo contempló un instante y posó la mano en su antebrazo.

El taxista tuvo que consultarle tres veces, hasta que por fin entendió adonde quería ir Bryan. Ya había empezado a arrepentirse de no haberse quedado al lado de Petra para repasar juntos los sucesos de antaño. Pero no se había sentido capaz de hacerlo.

Tenía que salir de allí, desaparecer.

Petra le había confirmado que Gerhart Peuckert había muerto. La conmoción había sido inmediata. James estaba enterrado en una fosa común, en una arboleda conmemorativa; un shock lo había cogido desprevenido. Hubo muchos muertos en la ofensiva del 15 de enero de 1945. Y muchos otros habían acabado en aquella fosa, sin ser identificados previamente, un hecho en el que hasta entonces Bryan no había reparado. James había sido enterrado sin nombre, sin lápida y sin distintivo alguno. Eso era lo más terrible.

Las conversaciones mantenidas con el capitán Wilkens, que había dirigido los bombarderos de los aliados sobre el lazareto, se volvieron demasiado nítidas; dolorosamente nítidas.

Cuando Bryan finalmente se halló en la avenida mirando el Volkswagen destartalado que el día anterior había aparcado cerca del Kuranstait St. Úrsula, su interior se agitó violentamente.

Todos reaccionamos de formas muy diversas ante la opción que supone poner a prueba la paciencia en una situación tensa. Bryan recordó con todo lujo de detalles cómo James, ante ese tipo de situaciones, solía quedarse adormilado, buscando inmediatamente algún lugar donde tumbarse. Así había sido siempre cuando se relajaban antes de iniciar una de sus incursiones en avión, y así había sido en los días de exámenes, en Eton y Cambridge. Más de una vez, un examinador adusto y ceñudo había tenido que sacudir a un James dormido antes de poder examinarlo.

Esa capacidad era una bendición digna de envidia.

Sin embargo, nunca había sido así para Bryan. Las esperas lo ponían nervioso. La espera dolorosa comportaba tener que levantarse y sentarse repetidamente. Tenía que mover los pies, saltar a la calle, releer el temario una última vez, soñar con la libertad. Hacer algo.

Aquella sensación volvió a apoderarse de él, por primera vez durante años. La fiebre de la espera lo estaba venciendo. Faltaba una hora hasta que pudiera subir a Schlossberg y visitar la tumba de su mejor amigo. Mientras tanto, tendría que dejarse llevar por la inquietud y los actos desestructurados. Estaba en tensión y estaba impaciente.

Volvió a echarle un vistazo al adefesio de Volkswagen que había comprado. Destacaba entre los demás coches que estaban aparcados en la calle. Aunque resultaba difícil imaginárselo, el coche estaba más sucio que antes. El polvo no había dejado de cubrir ni un solo centímetro cuadrado de su superficie. Ahora era gris y no negro.

Su intención había sido conducir el Volkswagen hasta el pequeño bar cerca del puente de la estación y aparcarlo, para que su anterior propietario pudiera recuperarlo, tal como habían acordado.

Bryan echó un vistazo hacia el Kuranstait St. Úrsula, al otro lado de la calle, y juntó las manos sobre el techo del coche. No se dio cuenta de la suciedad que se había pegado a las mangas de su abrigo. Los edificios del sanatorio sobresalían entre las demás construcciones de la avenida.

Al igual que las demás casas que albergan pacientes psiquiátricos, también el Kuranstait St. Úrsula guardaba algún que otro secreto. Bryan había depositado todas sus esperanzas en que James fuera uno de ellos. Pero no iba a ser así, eso ya había tenido que aceptarlo. En cambio, el hombre de la cara picada de viruela, el asesino Kröner, formaba parte de aquella casa, una parte oculta. Podía tratarse de cualquier cosa.

El Volkswagen tembló levemente cuando Bryan descargó un puñetazo sobre su techo. Había tomado una decisión rápida.

La fiebre de la espera había surtido efecto.

Pasaron varios minutos hasta que la directora, Frau Rehmann, apareció en la sección administrativa del sanatorio. Antes, un enfermero reacio había intentado deshacerse de él. Sin embargo, el ramo de flores con el que Bryan se había enfrentado a él lo había desarmado, abriéndole el camino al antedespacho de Frau Rehmann. Bryan miró el ramo, que ya había empezado a marchitarse por el calor, y se felicitó por su resolución. En realidad, estaba destinado a la tumba de James.

El antedespacho estaba totalmente despejado. No se veía ni un solo papel. Bryan asintió con un gesto aprobatorio de la cabeza. El único objeto decorativo que había en la sala era un marco, desde cuya foto una joven miraba por encima de la cabeza de un niño moreno que, a su vez, guiñaba el ojo. Bryan concluyó, por tanto, que la secretaria de Frau Rehmann era un hombre y se preparó para lo peor.

Y acertó, pero sólo en parte.

Frau Rehmann era tan inexpugnable en persona como por teléfono. Desde un principio, su intención fue echar a Bryan a la calle. Pero cuando se disponía amablemente a conducirlo hasta la salida, el gesto repentino de Bryan con el que depositó el ramo de flores en su mano extendida la pacificó el rato suficiente para darle tiempo a sentarse en el borde de la mesa del secretario y premiarla con una sonrisa amplia pero autoritaria.

Era cuestión de negociar, y Bryan era un experto en negociaciones, incluso en aquella extraña situación en la que se encontraba, sin saber cuál era su objetivo ni, por descontado, su motivación.

—¡Frau Rehmann! ¡Discúlpeme! Debo de haber malinterpretado al señor MacReedy. Me he encontrado con una nota en mi hotel que decía que usted no podía recibirme por la mañana. Y yo he dado por supuesto que podía acercarme por la tarde. ¿Quiere que me vaya?

—Sí, gracias, señor Scott. Se lo agradecería mucho.

—¡Pues qué pena, ahora que ya estoy aquí! A la comisión no le gustará oírlo.

—¿La comisión? ¿Qué comisión?

—¡Sí, claro! Naturalmente, tenemos constancia de que dirigen esta clínica de acuerdo con los mejores principios de gestión. Y, sin embargo, estoy convencido de que me dará la razón, Frau Rehmann, probablemente no exista ni un solo enclave administrativo al que no le iría bien una ayudita de los fondos disponibles.

—¿Los fondos disponibles? No sé de qué me está hablando, señor Scott. ¿A qué comisión se refiere?

—¿He dicho comisión? Bueno, tal vez es decir demasiado, puesto que todavía no se ha instituido, pero digamos entonces junta. Supongo que esta definición se ajusta más a la realidad.

Frau Rehmann asintió.

—¡Vaya! ¡Una junta!

La directora daba muestras de una curiosidad fabulosa tras el brillante barniz de su autoridad.

—¡Y usted es miembro de dicha junta, señor Scott!

—Bueno, sí y no. Soy una especie de presidente, si me lo permite. Todos tenemos más o menos el mismo peso. No, sería mejor decir que soy una especie de portavoz.

—Pues digamos portavoz, si le parece que se ajusta mejor a su cargo, señor Scott.

Bryan se encontraba en un estado febril. La seducción de aquella mujer huesuda constituía, de por sí, una terapia. Bryan echó un vistazo a su reloj; eran las dos y media. Ya no tendría tiempo de dejar el Volkswagen del hippy delante de la taberna.

—Sí, estamos hablando de los fondos de la CEE que están en fase de ampliación y que ya todos podemos dar por hecho. Es más que probable que todas las clínicas privadas como la suya, Frau Rehmann, sean tenidas en consideración a la hora de conceder ayudas.

—¡Así que la CEE! —dijo ella con cierta reserva—. Sí, me parece haber leído algo al respecto en algún sitio.

Frau Rehmann era una pésima actriz.

—Dice que lo están tratando en una junta. ¿Cuándo se creará una comisión, señor Scott? Quiero decir, ¿cuándo cree que se tomará la decisión definitiva en cuanto a la distribución de estos fondos y al volumen de las ayudas?

—Uf, es difícil de decir. Porque depende, en parte, del estatus de cada uno de los Estados miembros en el nuevo año y, en parte, de la cooperación que establezcamos entre nosotros. Siempre hay alguien que pone trabas a este tipo de iniciativas. Destructivas y que retrasan el proceso, detallitos insignificantes. Mire, ¡como en el caso de nuestro MacReedy! Convendrá conmigo que su comportamiento ha sido extremadamente torpe, ¿no es así?

Bryan se inclinó hacia ella, de manera que su cara quedó a la altura de sus hombros angulosos, y prosiguió:

—Frau Rehmann, ¿no irá a decirme ahora que no sabía nada de todo esto? De pronto me ha sobrevenido la duda.

—Pues así es, debo reconocerlo.

Frau Rehmann rió, ligeramente avergonzada. Ahora Bryan sabía dónde la tenía.

Frau Rehmann fue solícita e instructiva durante la visita a la clínica. Bryan asentía amablemente a sus explicaciones, mostrando gran interés y haciendo tan sólo unas cuantas preguntas, lo que parecía complacer a su guía. A pesar de los amplios conocimientos de Bryan, la mayoría de los términos psiquiátricos que barajó Frau Rehmann durante su introducción le pasaron desapercibidos. Sus sentidos estaban pendientes de otros factores.

Era un establecimiento moderno, con mucha luz y acogedor, de colores suaves y con un personal sonriente. La mayor parte de los pacientes se concentraban en las salas de estar de una de las alas. Desde todos los rincones se oían las retransmisiones de la televisión, que emitía las últimas finales que marcarían la clausura de los Juegos Olímpicos.

En la primera sección que visitaron, la mayoría de los pacientes sufrían de demencia senil y estaban sumidos en un sopor eterno, en parte provocado por los medicamentos que les suministraban. A algunos se les caía la baba hasta el pecho, sin que por ello hicieran ni el más mínimo gesto por evitarlo; otros se pasaban el tiempo rascándose las partes impúdicas.

El número de mujeres era notablemente bajo.

Aunque Frau Rehmann se mostró asombrada, Bryan insistió en visitar todas las habitaciones y salas.

—Frau Rehmann, jamás había visto unas condiciones tan espléndidas. Entenderá que sienta curiosidad. ¿Realmente es todo así?

La directora sonrió. Era más alta que cualquiera de los hombres con los que se toparon en su camino. La diferencia de estatura se debía, sobre todo, a unas pantorrillas extremadamente largas y a un peinado que amenazaba constantemente con desmontarse. Cada vez que Bryan le dispensaba un piropo, ella se llevaba la mano a aquel enorme recogido. Volvió a hacerlo entonces.

Al pasar por el mostrador del vestíbulo, de camino a la otra ala, ya eran las tres. A ambos lados de la entrada crecía una planta exótica indefinible que extendía sus lóbulos hacia el tragaluz del techo del edificio. La finalidad de las plantas, además de la obviamente decorativa, era tapar la visión de dos horribles burros que servían para colgar la ropa de los visitantes. También Bryan había tenido que abandonar su abrigo en una percha.

Detrás de aquellos arbustos gigantescos y de los armatostes metálicos, un hombretón con el rostro surcado de cicatrices se había retirado inadvertidamente. Respiraba entre dientes, queda y controladamente. El acompañante de Frau Rehmann lo hizo cerrar los puños.

Cuando llegaron a la última habitación de la visita comentada hubo algo que, por fin, llamó la atención de Frau Rehmann. El intercomunicador interno ya había intentado reclamar su presencia en un par de ocasiones, sin que por eso ella pareciera inmutarse.

Bryan echó un vistazo a su alrededor. La decoración seguía siendo la misma que en la sección que acababan de abandonar.

Sin embargo, el estado de los pacientes era distinto. Había un mundo de diferencia entre aquello y la muerte lenta de la psicosis de la tercera edad.

Bryan se estremeció. Aquella sección le recordó, más que nada en este mundo, el tiempo que había pasado en la sección psiquiátrica del lazareto de las SS. Las formas inarticuladas del lenguaje, sobre todo del lenguaje corporal. La apatía subyacente y la sensación de represión.

A pesar de que Bryan no había visto ni un solo paciente relativamente joven, la edad media no era superior a cuarenta y cinco años. Algunos de los pacientes parecían, a primera vista, razonablemente sanos y se dirigían a la directora correcta y amablemente cuando, al pasar por su lado, ella los saludaba con una leve inclinación de cabeza que hacía que el peinado también les dispensara un saludo casi imperceptible.

Luego había otros pacientes que soportaban el estigma de la esquizofrenia en todo su lenguaje corporal; muecas de una apatía terrorífica y extraña, miradas profundas de expresión inquietante.

Todos mantenían la mirada fija en el televisor desde sus respectivos asientos. La mayoría estaban sentados en fila india, sobre sillones de diseño de madera de roble clara, algunos en sofás de colores alegres y, unos pocos, en unas grandes butacas de orejas que dominaban la sala, de espaldas a la puerta de entrada.

En el momento en que Bryan paseó la vista por los pacientes que miraban la televisión, lo atrapó la expresión de preocupación del rostro de Frau Rehmann, que seguía hablando por el intercomunicador. Dijo un par de palabras más y se fue directamente hacia Bryan, al que cogió amablemente del brazo.

—Perdone, señor Scott, pero tenemos que seguir con nuestra visita rápidamente. Tendrá que disculparme, pero todavía nos queda toda una planta por ver y han surgido problemas que requieren de mi presencia.

Algunos de los pacientes apartaron la vista del televisor y los siguieron con la mirada hasta que hubieron abandonado la estancia. Sólo hubo uno que no reaccionó; había permanecido inmóvil en la butaca de orejas a la que la antigüedad de muchos años le había dado derecho. Al abrigo de aquel monstruo de mueble, sólo había movido los ojos ligeramente.

Lo que sucedía en la pantalla lo tenía atrapado.