24
Petra Wagner era pariente lejana del gauleiter Wagner de Badén, un hecho que nunca se había visto obligada a desvelar, gracias al apellido tan común que tenía.
Desde que había sido destinada al lugar, había aprendido a apreciar sus alrededores y la Selva Negra. En la clínica había encontrado su puesto, a pesar de que el tono áspero y autoritario le seguía pareciendo extraño. Las pocas amigas que su duro trabajo le permitía tener se encontraban todas en el hospital y los momentos plácidos en el bloque del personal, que solían transcurrir entre labores y charlas entre amigas, le resultaban tan hogareños que apenas se daba cuenta de la guerra que los tenía sitiados.
Al contrario de Petra, casi todas sus amigas sufrían por algún novio que estaba en la guerra, por algún ser querido muerto, desaparecido o herido. Convivían con el odio y con el consiguiente miedo. Pero aunque Petra no soportaba el dolor sobre sus espaldas, su vida no estaba vacía; simplemente, era distinta.
En el hospital tenían lugar muchos abusos que no eran del agrado de Petra: experimentos con medicamentos nuevos, decisiones precipitadas, extraños diagnósticos y evidentes tratos preferenciales… Un hospital militar sólo sabía de un orden y ése era el que estipulaban la jerarquía y el código militar. Y por mucho que le pesara, al igual que los esporádicos ajusticiamientos piadosos, las ejecuciones de desertores y simuladores estaban a la orden del día y formaban parte indisoluble de aquel orden. Una realidad con la que, hasta entonces, había evitado enfrentarse, incluso a pesar de que, en un momento dado, se había visto obligada a cuidar a uno de aquellos desgraciados que habían sufrido sus consecuencias.
A Petra aún seguía sorprendiéndole que el paciente al que habían llamado el hermano siamés hubiera conseguido simular durante tanto tiempo. Jamás había sospechado de aquel hombre, que se había pasado los días vagando por la sala como un monito cogido de la mano de su hermano siamés. Desde entonces, aquel desenmascaramiento y el episodio de las pastillas le habían hecho modificar la visión que tenía de la situación.
La sección era para pacientes con afecciones mentales y la gran mayoría estaban gravemente enfermos y, probablemente, nunca se recuperarían. Las angustiosas sesiones de electrochoque parecían administrarse al azar y eran, al menos, cuestionables. Los pocos pacientes a los que se les había dado el alta desde su llegada al hospital se enfrentaban a un futuro incierto, debilitados y de reacciones retardadas, inmaduros desde un punto de vista terapéutico. Demasiado vulnerables para recibir el alta. El médico mayor era de su misma opinión, Petra lo sabía, pero había que respetar que otros estuvieran más necesitados de aquellas camas.
Y pronto le darían el alta a más de uno en su sección.
Algunos de los pacientes no reaccionaban cuando se dirigían a ellos, estaban lingüísticamente bloqueados, como por ejemplo, Werner Fricke, que se había encerrado en sí mismo y no era capaz de abarcar nada, fuera de las fechas que iba anotando en unas hojas de papel. Ni siquiera el ilustre Arno von der Leyen parecía entender lo que le decían, mientras que Gerhart Peuckert lo captaba todo, estaba segura, aunque todavía no había logrado comunicarse con él.
Muchos de los síntomas que presentaba Gerhart Peuckert no podían explicarse por el shock que había sufrido durante un bombardeo que seguía arrasando en su mente. Un buen número de sus reacciones recordaba a las dolencias con las que había sido confrontada anteriormente en la sección de cuidados médicos. Comparado con los demás, parecía absurdamente debilitado y falto de fuerzas y presentaba ciertas reacciones irracionales que recordaban a un shock alérgico. Los médicos rechazaban esa posibilidad, lo que la llevaba a angustiarse aún más y la hacía sentirse impotente.
Era el hombre más guapo que había visto jamás. No podía creer que fuera el demonio que describía su expediente; o habían exagerado, o sus documentos habían sido cambiados erróneamente por los de otro. Hasta allí alcanzaban sus conocimientos sobre el ser humano.
Sin embargo, no llegaba a comprender lo que había llevado a Gerhart Peuckert a infligirse lesiones tan graves. Las marcas de los múltiples golpes y la enorme pérdida de sangre que había sufrido despertaron sus sospechas. Los designios del autocastigo eran, no obstante, irrefutables. El miedo estaba profundamente arraigado y proporcionaba alimento al alma cuando uno menos lo esperaba. Petra lo había visto muchas veces antes. Podía resultar incomprensible que alguien se mordiera la lengua hasta casi partírsela como había hecho Arno von der Leyen. Y, sin embargo, ocurría. Entonces, ¿por qué no Gerhart Peuckert? Al menos era un consuelo que hubiera mejorado últimamente, aunque seguía estando muy débil.
Cuando, con sus primeros intentos de formular palabras, había reaccionado al cariño que ella le había dispensado, Petra había decidido intentar eliminar el miedo que agarrotaba a Gerhart Peuckert, con el solo fin de que no corriera la misma suerte que tantos otros habían tenido que soportar.
Si de ella dependía, Gerhart Peuckert seguiría en el lazareto hasta que hubiera terminado la guerra. Munich, Karlsruhe, Mannheim y docenas de ciudades alemanas estaban siendo bombardeadas intensamente. Nancy estaba ocupada. Incluso Friburgo había sido atacada. Los norteamericanos avanzaban, los aliados se habían reunido en territorio alemán. Y cuando todo hubiera terminado, deseaba que Gerhart Peuckert siguiera con vida.
Tanto por ella como por él.
«Nuevas directrices de Berlín. El cuartel general de la asistencia sanitaria de la Wehrmacht ha llegado finalmente a una conclusión con respecto a la conferencia celebrada en el mes de agosto. —Las mangas de la bata de Manfried Thieringer se doblaron y dejaron al descubierto sus delgadas muñecas—. Se exigirá la máxima atención ante posibles casos de simulación. El lazareto de Ensen ya ha tomado medidas al dar de alta a todos los casos discutibles, destinándolos inmediatamente al frente». El médico paseó la mirada por la pequeña estancia. Él había decidido personalmente desalojar la antigua sala de conferencias y convertirla en una sala hospitalaria cuando la presión sobre las secciones se hizo insostenible. La construcción de nuevos barracones no bastaba para satisfacer las necesidades. Las luchas en el frente oriental y, recientemente, la batalla de Aquisgrán les había dado demasiado trabajo. Hasta entonces no les habían brindado la oportunidad de volver a la situación normal.
Las directrices de Berlín les proporcionarían más espacio.
Los ojos del doctor Holst se empequeñecieron detrás de los gruesos cristales de sus gafas.
—El lazareto de Ensen apenas trata a pacientes que no padezcan neurosis provocadas por la guerra. ¿Qué tiene eso que ver con nosotros?
—Tiene que ver, doctor Holst, que si no hacemos lo que han hecho ellos, nuestros resultados parecerán demasiado pobres. Y entonces nos exigirán que les demos la última inyección a los restantes, o que les aumentemos la dosis de sus queridos clorales, trionales y veronales, doctor Holst. Y luego, siempre podemos ofrecernos para servir en el frente, ¿no le parece? —El doctor Thieringer miró fijamente a su adjunto—. ¿Es consciente de lo privilegiados que somos, doctor Holst? De no haber sido porque la esposa de Goebbels apeló a su marido para que exigiera que los lazaretos, en general, dispensaran un trato más favorable a sus pacientes, nuestra labor primordial ahora mismo consistiría en liquidar a dementes. Más ajusticiamientos piadosos, ¿no es así? Causa de la muerte: gripe. ¿Se lo imagina? Al menos ahora sólo son los pocos chillones que acaban en el sótano los que nos dan problemas.
El doctor Thieringer sacudió la cabeza y prosiguió:
—No, señor mío, haremos lo que esperan de nosotros. Empezaremos a dar de alta a algunos de nuestros pacientes. En caso contrario, se habrán terminado los experimentos en la Casa del Alfabeto, doctor Holst. Se acabaron sus problemáticos experimentos con preparados de cloro y todo ese tipo de remedios. Se acabó el evaluar los efectos de los diferentes tipos de tratamiento de choque. Adiós a la vida relativamente placentera que vivimos aquí. —El doctor Holst bajó la mirada—. Nada, ¡que estuvimos de suerte cuando la esposa de Goebbels logró que su marido diera protección a nuestros soldados de élite! Nos concedió material para nuestro trabajo, ¿no es así? ¡Para que pudiéramos contribuir a mantener la confianza que el pueblo alemán ha depositado en la infalibilidad del bravo cuerpo de las SS!
Manfried Thieringer miró a Petra y a las demás enfermeras de la sección. Hasta entonces no se había dignado siquiera dispensarles una mirada. Sin embargo, aquella mirada los instaba a que desoyeran los últimos comentarios que había hecho. Agarró un montón de expedientes.
—Lo que significa que vamos a tener que reducir las dosis en la sección IX. A partir de hoy mismo, cesarán todas las terapias de insulina. A Wilfried Kröner y a Dieter Schmidt se los apartará de la quimiopsicoterapia antes del mes de diciembre. Creo que a Werner Fricke pronto tendremos que darlo por perdido. Mucho me temo que no podemos esperar demasiada sensatez por su parte. Es de una familia acaudalada, ¿verdad? —Nadie contestó. El médico mayor siguió hojeando los expedientes—. A Gerhart Peuckert lo mantendremos en observación durante un poco más de tiempo, pero parece que se está recuperando.
Petra retorció las manos.
—Y luego tenemos a Arno von der Leyen, por supuesto —prosiguió—. Nos han llegado noticias de que pronto, alrededor de Navidad, recibirá una visita importante de Berlín. Tendremos que concentrar todas nuestras fuerzas en su recuperación. He oído decir que ha intentado suicidarse. ¿Hay alguien que pueda corroborarlo?
Las enfermeras se miraron y sacudieron la cabeza.
—De todos modos, no podemos permitirnos correr riesgos. Me han concedido dos pacientes que están a punto de recibir el alta de la sección somática para tratamiento ulterior en esta sección. Podrán montar guardia para garantizar que no vuelva a ocurrir. Podremos retenerlos durante tres meses. Supongo que será suficiente, ¿verdad?
—¿Montarán guardia las veinticuatro horas del día?
Como era su costumbre, la supervisora de las enfermeras se aseguró de que a su plantilla no le fueran impuestas más guardias.
Thieringer sacudió la cabeza.
—¡Devers y Leyen duermen por la noche! ¡De eso tendrá que encargarse usted!
—¿Y qué pasará con el compañero de habitación de Arno von der Leyen? —comentó el doctor Holst, inseguro.
—Es poco probable que el Gruppenführer Devers se recupere. El gas ha dañado demasiado sus pulmones y su cerebro. Haremos todo lo que podamos, pero se le seguirá administrando la dosis completa. ¡Tiene amigos muy influyentes! ¿Entendido?
—¿Pero realmente es el más adecuado? Quiero decir, para compartir habitación con Arno von der Leyen. Quiero decir… —El doctor Holst apenas sabía cómo plantearlo y reculó en el asiento al encontrarse con la mirada desagradable que le dispensó Thieringer—. Al fin y al cabo, está totalmente ido.
—¡Pues sí, estoy convencido! Por lo demás, les recomiendo encarecidamente que procuren que ni Horst Lankau ni cualquier otro paciente de la habitación número tres entren en la habitación de Arno von der Leyen y del Gruppenführer Devers.
—¡Wilfried Kröner nos echa una mano con las tareas! ¿También lo incluye a él? —incidió la hermana Lili.
—¿Kröner? —Manfried Thieringer sacó el labio inferior y sacudió la cabeza—. No. ¿Por qué? Al fin y al cabo, parece encontrarse en plena recuperación. En cambio, no me parece que el comportamiento del Standartenführer Lankau esté evolucionando satisfactoriamente. Parece inestable. Hasta que le demos el alta definitiva, deberemos procurar que se mantenga en calma y deje de importunar a los demás pacientes.
Puesto que ya habían tratado la situación de Gerhart Peuckert, sólo había una pregunta que Petra deseaba que le contestaran:
—¿Cómo debemos comportarnos con la visita del Gruppenführer Devers, Herr Thieringer? ¿Podemos permitirnos el lujo de ofrecerle comida cuando viene tan a menudo?
—¿Cuan a menudo viene?
—Varias veces a la semana. ¡Prácticamente todos los días, creo!
—Se le puede ofrecer comida, sí. ¡Pregúntele usted misma! Puede suponer una distracción para Arno von der Leyen.
Miró serenamente a su adjunto y añadió:
—Sí, eso sería estupendo. Yo mismo hablaré con ella en cuanto la vea.
Petra había envidiado a la esposa del Gruppenführer Devers desde el primer momento. No por su fisonomía ni tampoco porque, aparentemente, su vida no le exigía gran cosa, sino sólo por su ropa. Cuando pasaba por delante de la sala de guardia, toda estirada y orgullosa, solía saludarla con un gesto de la cabeza. La hermana Petra sólo tenía ojos para sus medias y su traje. Todo «seda de Bamberg», les había comentado a sus compañeras de habitación. Ninguna de ellas había llevado unas medias así en toda su vida.
Petra había aprovechado la ocasión para tocar a Gisela Devers furtivamente mientras estaba sentada en la cama de su esposo leyendo; la tela era extraordinariamente lisa, diríase que casi fresca al tacto.
Arno von der Leyen no le quitaba ojo a la esposa del Gruppenführer Devers, de eso se había dado cuenta Petra. Para sus adentros daba gracias a Dios porque Gerhart no pudiera disfrutar de aquella vista.
Los guardias del pasillo recién instituidos eran dos muchachos paliduchos que, al igual que tantos otros, llevaban grabadas las más profundas heridas en sus miradas. Los uniformes recién planchados de Rottenführer de las SS eran nuevos y relucientes, pero las insignias estaban deslucidas y daban testimonio de batallas pasadas. La insignia de la división estaba compuesta de dos granadas de mano cruzadas. Petra las había visto antes; no le sentaban demasiado bien a nadie.
La sola presencia de Gisela Devers era capaz de hacer que aquellos dos jóvenes guardias se cuadraran y se mantuvieran alertas a su paso. Era una mujer elegante, esposa de un oficial de las SS y la única familiar cuya visita se aceptaba en aquella ala.
Sin embargo, una vez había pasado de largo, los jovencitos empezaban a cuchichear confidencialmente con los rostros siempre sonrientes. A todos los demás, incluidos los médicos, los miraban con indiferencia. Conocían su trabajo y lo llevaban a cabo con eficacia y sin rechistar. Mientras cumplieran su cometido e hicieran el papel que se les había asignado no tendrían nada que temer. Antes dieciocho horas de guardia diarias que una sola en el frente.
Petra tenía que darle la razón a Thieringer. Horst Lankau ya no era el mismo de antes. Aquel ancho y curtido rostro, rubicundo y jovial, había dejado de sonreír. Los demás pacientes parecían tenerle miedo. El médico mayor también había tenido razón al decir que lo habían encontrado en la habitación de Devers y del héroe de la sección, Arno von der Leyen, sin motivo aparente.
Cuando finalmente le prohibieron abandonar su habitación, su ira se había desbocado. Las protestas se habían tornado sorprendentemente concretas y ricas en insultos cuando lograron administrarle un sedante.
Desde entonces había recuperado algo de su antiguo don de gentes.
Habían ocurrido muchas cosas últimamente. Wilfried Kröner mejoraba a pasos agigantados y se movía con toda libertad por la Casa del Alfabeto. Para gran regocijo de todos, llevaba la ropa sucia al sótano y empujaba el carrito de la cantina por todas las plantas. Aparte de los espasmos crónicos que sufría y que sobre todo se traducían en incontinencia urinaria y esporádicas convulsiones que le ocasionaban ciertas disfunciones a la hora de expresarse verbalmente y que, de vez en cuando, le provocaban tortícolis, parecía que el tratamiento, a grandes rasgos, estaba tocando a su fin.
El extravagante Peter Stich, de sonrisa casi sardónica, había dejado de mirar fijamente el chorro de agua de la ducha pero, en cambio, había empezado a hurgarse la nariz con tanta fruición que parecía que, de esa forma, intentara eliminar las jaquecas que sin duda padecía. Cuando sufría uno de aquellos ataques, la sangre le salía a chorros. Petra lo odiaba. Lo ensuciaba todo y, además, irritaba sobremanera a los enfermeros.
Y luego estaba el chapaleo del dedo escarbando la nariz frenéticamente; le provocaba náuseas.
Los guardias habían encontrado un nuevo objeto merecedor de su atención. Habían ingresado a un Obergruppenführer[17] que había sufrido un colapso nervioso en la habitación contigua a la de Arno von der Leyen. Aunque los camilleros que lo habían subido a la planta lo describieron con toda suerte de detalles, nadie, aparte de un par de médicos y de Manfried Thieringer, conocía la verdadera identidad del general. Petra sólo sabía que se trataba de un señor distinguido de mediana edad que parecía que chocheaba.
No permitían que nadie entrara en su habitación sin que estuviera acompañado por el médico mayor. Lo único que necesitaba era un poco de paz y tranquilidad para reponerse, decían. El escándalo sería sonado si se divulgaba que uno de los pilares del Tercer Reich estaba ingresado en aquel lazareto.
Gisela Devers había intentado, hábil pero vanamente, obtener un permiso para saludarlo. Era así como había alcanzado la posición que ostentaba actualmente, había quien insinuaba. Petra no lo tenía tan claro. Su bolso llevaba el logotipo de la casa I. G. Farben. Se rumoreaba que pertenecía a la familia de los propietarios, algo que tanto sus ropas como su matrimonio parecían corroborar; una razón plausible que explicaba que pudiera ir y venir con tanta libertad.