3

Las siluetas danzantes de unos árboles desnudos aparecieron sobre las lomas, al sur del tren traqueteante que seguía avanzando.

Poco a poco James había recuperado el aliento y pasó la mano por la espalda de su amigo.

—Incorpórate, Bryan. ¡Vas a pillar una pulmonía!

A ambos les castañeteaban los dientes.

—No podemos quedarnos aquí —dijo Bryan, que se había tumbado sobre el suelo helado.

Por un instante, el tren se inclinó hacia una loma en una curva suave ofreciéndoles una amplia vista.

—Si nos quedamos aquí fuera, nos moriremos de frío o acabarán con nosotros a tiros en la próxima estación. Tenemos que saltar en cuanto podamos.

Bryan, con la mirada vacía, escuchaba con atención el traqueteo cada vez más rápido que producía el contacto de las ruedas del tren con las junturas de los raíles.

—¡Maldita sea! —añadió quedamente.

—¿Estás herido? —James no miraba a Bryan—. ¿Puedes ponerte en pie?

—¡No creo estar más maltrecho que tú!

—Al menos podemos agradecer que hayamos tenido la suerte de subir a un tren ambulancia. Tenemos una plaza hospitalaria asegurada, al otro lado de la puerta.

Ninguno rió. James alcanzó el tirador de la puerta e intentó moverlo. La puerta estaba cerrada con llave.

Bryan se encogió de hombros. Aquello era una locura.

—Nos recibirán a balazos si conseguimos abrir la puerta. A saber lo que se esconde al otro lado.

James comprendió inmediatamente lo que quería decir su compañero. Nadie daba un duro por la Cruz Roja, aún menos si estaba pintada sobre material alemán. Hacía ya tiempo que abusaban del signo de la misericordia. Incluso los pilotos de los cazas aliados habían dejado de tener vedado ese tipo de transportes, ambos lo sabían mejor que nadie.

¿Y si realmente se trataba de un tren hospital? El odio que sentían los alemanes hacia los pilotos aliados era comprensible. Él también tenía sus razones para odiar a los hombres de la Luftwaffe. Todos tenían cargos de conciencia más que suficientes para olvidar la misericordia. Todos los que participaban en aquella guerra de locos.

Una sola mirada de James hizo que Bryan asintiera con la cabeza. Los ojos sólo expresaron melancolía; melancolía y tristeza.

La suerte había dejado de ser un valor infinito.

El tren se tambaleó al cruzar un paso a nivel. La silueta de una mujer de edad avanzada que irradiaba una autoridad natural se dibujó nítidamente en el camino, al lado de la casilla de peajero[1] que estaba a su cargo.

James sacó la cabeza cautelosamente y echó un vistazo a su alrededor. Todavía estaba oscuro; todo estaba en calma; nada dejaba adivinar lo que traería la próxima curva, ni lo que les aguardaría en la siguiente.

Empezaron a oírse algunos ruidos provenientes del interior del vagón. La mañana había surtido su efecto. Era el pistoletazo de salida para que los enfermeros iniciaran sus tareas. A sus espaldas oyeron el crujido del pestillo de la puerta que unía las plataformas de los dos vagones. Un suave golpecito en el cuello de la cazadora hizo que James alzara la vista. Bryan reculó hasta colocarse detrás de la puerta y le hizo señas a su compañero para que siguiera su ejemplo.

Un segundo después alguien tiró de la puerta. Un joven asomó la cabeza, respiró profundamente y suspiró, complacido. Gracias a Dios, el viento soplaba del norte y el enfermero tuvo que salir al extremo de la plataforma, dándoles así la espalda antes de abrirse la bragueta.

Bryan posó la mano sobre el brazo de James cuando éste empezó a temblar nerviosamente. Pero James retiró el brazo con un gesto impaciente y desplazó el peso a la pierna que estaba mejor colocada a fin de tomar ímpetu para el salto. El enfermero flexionó ligeramente las rodillas y soltó una ventosidad mientras se sacudía satisfecho las últimas gotas de orina al viento.

Desde donde se hallaba Bryan, pareció que James esperaba a que el enfermero diera la vuelta para saltar. El golpe cayó inmisericorde, atravesando el rostro perplejo del alemán, que se precipitó al vacío. Un ruido sordo y el súbito cambio de sentido del cuerpo reveló la muerte del enfermero al chocar contra un olmo solitario que dominaba majestuosamente la ladera que dejaron atrás. En su caída continuada, el cuerpo desapareció tras un arbusto cubierto de hielo.

Tardarían todavía un tiempo en descubrirlo.

Bryan estaba horrorizado. Jamás se habían encontrado cara a cara con la muerte que tantas veces habían causado. James se apoyó contra la pared vibrante del vagón.

—¡No podía hacer otra cosa, Bryan! ¡Era él o nosotros!

Bryan acercó la frente a la mejilla de James y suspiró.

—¡Va a resultar muy difícil rendirse después de esto, James!

La ocasión de rendición había sido perfecta. El joven enfermero había salido a la plataforma solo y desarmado. Ahora era demasiado tarde para arrepentirse. Lo hecho, hecho estaba. Las traviesas pasaban zumbando bajo sus pies y el traqueteo de los raíles se iba haciendo cada vez más insistente.

Si saltaban ahora, serían aplastados en la caída.

James volvió la cabeza y acercó la oreja a la puerta. Al otro lado todo estaba en silencio. Escarmentado, se secó las manos en los pantalones, asió el tirador de la puerta, acercó el índice a los labios y asomó la cabeza por la hendidura de la puerta.

Le hizo un gesto a Bryan para que lo siguiera.

El interior del vagón estaba a oscuras. Un tabique indicaba el paso a una estancia más amplia, de la que les llegaban algunos ruidos y un poco de luz. Debajo del techo había algunos estantes repletos de tarros, botellines, tubos y cajas de cartón de todos los tamaños; en una esquina había un taburete. Esa estancia era el espacio reservado al enfermero de noche.

Al chico al que acababan de quitarle la vida.

James se bajó la cremallera de la cazadora cuidadosamente y le indicó a Bryan que hiciera lo mismo con su mono de piloto.

Pronto se encontraron en mangas de camisa y calzoncillos largos. James había lanzado el resto de sus ropas al viento desde la plataforma que acababan de abandonar.

Tenían sus esperanzas depositadas en que no les dispararan inmediatamente al verlos ataviados de aquella guisa.

La visión con la que se encontraron tras el tabique les hizo detenerse: decenas de soldados apiñados en estrechas camas de acero o sobre colchones de crin de rayas grises y blancas en el suelo, pegados uno a otro. Una estrecha franja de tablas desnudas conducía hasta el fondo del vagón; era el único camino que podían tomar. Varios rostros inexpresivos y soñolientos estaban vueltos hacia ellos, aunque no parecía que nadie fuera a reaccionar a su presencia. Muchos todavía llevaban el uniforme puesto. No había ni un solo soldado raso.

Un sofocante hedor a orina y excrementos se mezclaba con unos discretos olores dulzones a alcanfor y cloroformo. La mayoría de aquellos hombres gravemente heridos respiraban con dificultad, pero ninguno se quejaba.

Al pasar lenta y comedidamente por su lado, James saludó con un gesto de la cabeza a aquéllos a los que todavía parecía quedarles un poco de vida. Unas sábanas sucias y finas eran lo único que los protegía del frío.

Uno alzó el brazo hacia Bryan, que intentó zafarse con una sonrisa. James estuvo a punto de tropezar con un pie que asomaba por debajo de una sábana. Se llevó la mano a la boca para ahogar una exclamación de sorpresa y dirigió la mirada al hombre que estaba tendido a sus pies. La mirada que le devolvió el oficial era fría y mortecina. Probablemente, el oficial llevaba muerto toda la noche y todavía estrujaba una compresa entre los dedos; la gasa estaba limpia pero el colchón estaba manchado de la sangre que debió abandonar al pobre desgraciado de forma repentina y violenta.

En el mismo momento en que James le arrancaba la gasa de la mano al muerto y se llevaba el rollo a la herida que tenía en el lóbulo de la oreja y de la que volvía a manar la sangre, oyeron un traqueteo y un chirrido procedente del fondo del vagón de donde habían venido.

—¡Sígueme! —susurró James.

—¿Por qué no nos quedamos donde estamos? —prorrumpió Bryan al llegar al pasillo de comunicación. Casi todo el suelo estaba cubierto de vendas usadas que enrarecían el aire y lo hacían irrespirable.

—¿Pero es que no tienes ojos en la cara, Bryan?

—¿Qué quieres decir con eso?

—Los oficiales del vagón llevaban todos la insignia de las SS. ¡Todos! ¿Qué crees que pasará si, en lugar de los enfermeros, nos descubren unos soldados de las SS? —Le envió una sonrisa triste a Bryan y cerró los labios. Su mirada se endureció—. Te prometo que saldremos de aquí, Bryan, ¡siempre y cuando me confíes las decisiones a mí!

Bryan no dijo nada.

—¿De acuerdo? —La mirada de James se tornó insistente.

—¡De acuerdo! —Bryan intentó enviarle una sonrisa.

Un cubo lleno de instrumental cromado tintineó a los pies de Bryan. Una oscura masa líquida e indefinida se escurría por los bordes.

Todo parecía indicar que el cometido primordial de aquel transporte era trasladar a aquellos hijos de la gran Alemania a tierras alemanas.

Si ése era un tren hospital normal y corriente, el frente oriental debía de ser el infierno en la tierra.

El siguiente vagón no estaba a oscuras. Varias bombillas iluminaban las dos hileras de enfermos que se hacinaban a lo largo de las dos paredes del vagón.

James se detuvo detrás de una de las camas y sacó el cuadro médico del paciente. Saludó con una leve inclinación de la cabeza al paciente, que no era consciente de su presencia, y se acercó a la siguiente camilla. Al ver su cuadro médico se quedó paralizado. Bryan se le acercó sin hacer ruido y echó un vistazo a la tarjeta.

—¿Qué pone? —preguntó en un susurro.

—Pone «Schwarz, Siegfried Antón. Geb. 10.10.1907, Hauptsturmführer».

James dejó caer la tarjeta y lo miró fijamente a los ojos:

—¡Son todos oficiales de las SS! También en este vagón, Bryan.

Uno de los pacientes que tenían más cerca llevaba muerto varias horas. Un enfermero ingenioso había atado el brazo lisiado en cabestrillo, de manera que las sacudidas ocasionales del tren no incidieran en la fractura. James fijó la mirada en su axila y agarró a Bryan.

Un grito proveniente del vagón que acababan de abandonar hizo que se sobresaltara el oficial cuyo cuadro médico acababan de estudiar. Los miró con las comisuras de los labios borboteantes de espuma.

Más adelante, donde los vagones se acoplaban con fuelles de lona de color marrón negruzco, se dieron cuenta de que el siguiente vagón era distinto. El ruido de los raíles estaba más amortiguado que antes. El tirador era de latón. La puerta se abrió sin chirridos.

Allí no había tabique. Unas pocas lámparas que desprendían una luz amarillenta iluminaban diez camas dispuestas en paralelo, tan juntas que los enfermeros apenas podían escurrirse entre ellas. Las botellas de vidrio que pendían sobre las cabeceras con sus líquidos prolongadores de la vida tintineaban débilmente contra los soportes de acero. Éste era el único ruido que se oía en el vagón. En cambio llegaban unas voces muy nítidas desde el vagón de delante.

James se encajonó entre las dos primeras camas y se inclinó sobre el paciente que tenía más cerca. Se detuvo un instante a observar la caja torácica del enfermo, que subía y bajaba de forma casi imperceptible. Luego se dio la vuelta sin hacer ruido y acercó la oreja a la región cardíaca del siguiente paciente.

—¡Qué diablos estás haciendo, James! —protestó Bryan en voz tan baja como le fue posible.

—¡Encuentra a uno que se haya muerto, pero date prisa! —dijo James sin mirarlo mientras se apresuraba a pasar al siguiente.

—¿Acaso pretendes que nos echemos en sus camas?

Bryan no se creyó, ni por un instante, su propia ocurrencia descabellada.

Sin embargo, la mirada que James le dirigió mientras se incorporaba le hizo cambiar de parecer. «¿Qué otra cosa te habías imaginado que podíamos hacer?», parecían decir sus ojos.

—¡Nos matarán, James! Si no es por el enfermero, será por esto.

—Cállate ya, Bryan. ¡Nos matarán hagamos lo que hagamos, en cuanto tengan la menor ocasión! ¡Puedes estar seguro de ello!

James se incorporó de un salto sobre el lecho y empujó el cuerpo hacia adelante. Luego despojó al hombre del camisón y dejó que el cuerpo inánime volviera a derrumbarse violentamente contra la cabecera de la cama con los brazos colgando a ambos lados.

—Ayúdame —le dijo en tono imperioso mientras le arrancaba la cánula del brazo al muerto y lo despojaba de las mantas que lo cubrían. Un hedor podrido provocó los jadeos de Bryan.

James empelló el cuerpo hacia adelante para que Bryan pudiera agarrarlo. La fina piel del muerto estaba magullada y fresca, aunque sin llegar a estar fría del todo. Las náuseas y las arcadas hicieron que Bryan contuviera la respiración y apartara la vista mientras James tiraba de los ganchos de la ventana más próxima hasta que los nudillos de sus manos se volvieron blancos y duros.

Bryan, que a punto estuvo de desplomarse, se mareó al notar el aire helado que entraba por la ventana. James retorció el cuerpo librándolo de los brazos de su compañero, levantó ligeramente el brazo derecho del muerto, echó un vistazo por debajo de éste para, acto seguido, clavar la mirada en su rostro; no era mucho mayor que ellos.

—¡Échame una mano de una maldita vez, Bryan!

Al agarrarlo por las axilas, los brazos laxos del cadáver se elevaron en el aire. Bryan buscó sus pies y tiró de ellos. Entonces James se reclinó tanto como pudo y trasladó el cadáver al otro lado. Respiró profundamente y empujó el cuerpo del soldado hacia arriba con toda su fuerza, de manera que la nuca quedara apoyada en el estrecho marco metálico de la ventana durante un momento. Cuando se liberó del peso y el cadáver aleteó libremente en el aire atravesando la fina capa de hielo de la zanja que en aquel mismo instante cruzaba las vías del tren, Bryan empezó a comprender lo que había pasado.

Ya no cabía la posibilidad de dar marcha atrás y volver a la inocencia de antaño.

James se apresuró a dar la vuelta a la cama para tomarle el pulso al siguiente cuerpo. Repitió el procedimiento y empelló el cuerpo hacia adelante.

Sin que mediara ni una sola palabra, Bryan recibió el cuerpo y echó la manta que lo cubría al suelo. Ese hombre tampoco llevaba vendajes, pero era algo más pequeño y de complexión más fuerte que el anterior.

—Pero ¡si no está muerto! —objetó Bryan a la vez que estrechaba el cuerpo caliente entre sus brazos. James echó el brazo del paciente hacia atrás y miró a su axila.

—Grupo sanguíneo A positivo. ¡Recuérdalo, Bryan!

Dos tenues inscripciones en la axila mostraron el trabajo del tatuador.

—¿Qué me estás diciendo, James?

—Que éste se te parece más a ti que a mí y que, por tanto, a partir de ahora tu grupo sanguíneo es el A positivo. Todos los soldados de las SS llevan tatuado el grupo sanguíneo en la axila izquierda y la mayoría, además, el emblema de las SS en la derecha.

Estas palabras hicieron que Bryan se detuviera:

—¡Estás loco! ¡Así nos descubrirán en seguida!

James no reaccionó. En su lugar consultó los cuadros médicos de las dos camas y los estudió, uno a uno.

—Tú te llamas Arno von der Leyen y eres Oberführer. Yo me llamo Gerhart Peuckert. ¡Acuérdate!

Bryan miró incrédulo a James.

—¡Oberführer! ¡Sí, has oído bien! —El rostro de James reflejaba gravedad—. ¡Y yo soy Standartenführer! ¡Hemos prosperado una barbaridad, Bryan!

Pocos segundos después de que se hubieran desnudado y hubieran hecho desaparecer su ropa por la misma ventanilla por la que habían hecho desaparecer a los dos soldados, el soplo de una casa adyacente les avisó de que acababan de cruzar un paso a nivel.

—¡Quítatela! —le dijo James señalando la placa de identificación que Bryan llevaba colgando en el pecho desde hacía cuatro años.

Bryan titubeó. De un súbito tirón. James se la arrancó. Bryan sintió un vacío en el estómago cuando su compañero arrojó las dos placas por la ventanilla.

—¿Y el pañuelo de Jill? —dijo Bryan señalando la pañoleta con el corazón bordado que todavía pendía alrededor del cuello de James. James no se molestó siquiera en comentarlo y se puso el camisón que le había quitado al cadáver.

James, que seguía sin inmutarse, se subió a la cama y se echó sobre las sábanas mugrientas y las heces del muerto. Aspirando profundamente se centró un instante en silencio, fijó la mirada unos segundos en el techo y susurró entonces sin volver la cabeza:

—¡Vale! Hasta ahora, todo bien. Ahora tendremos que quedamos aquí tendidos, ¿lo has entendido? Nadie sabe quiénes somos y nosotros no se lo vamos a contar. Recuerda: ¡pase lo que pase, debes mantener la boca cerrada! Si metes la pata, aunque sólo sea una vez, estaremos acabados.

—¡No hace falta que me lo digas, joder! —Bryan miró con disgusto la sábana manchada. Cuando se echó sobre ella le pareció húmeda—. Prefiero que me cuentes qué crees que dirán los enfermeros cuando nos vean. ¡No vamos a poder engañarlos, James!

—Tú limítate a mantener la boca cerrada y a hacerte el inconsciente, así no se darán cuenta de nada, puedes estar seguro de ello. ¡Debe de haber más de mil heridos en este tren!

—Tengo la impresión de que los que están aquí son algo especiales…

Un chasquido metálico proveniente del vagón anterior les hizo callarse y cerrar los ojos. Oyeron pasos que avanzaban hacia ellos, pero pasaron de largo y siguieron hasta el vagón siguiente. Bryan distinguió un uniforme entre las pestañas apretadas y vio cómo desaparecía por la puerta.

—¿Qué hacemos con las cánulas, James? —dijo Bryan con voz queda.

James echó un vistazo por encima del hombro. El tubo de goma colgaba suelto al lado de la cama.

—No vas a conseguir que me lo clave en el brazo —prosiguió.

La expresión del rostro de James le puso la carne de gallina.

James se levantó de la cama silenciosamente y agarró del brazo a Bryan, que abrió los ojos aterrado.

—¡No lo hagas! —bufó—. ¡No tenemos ni idea de lo que tenían esos soldados! ¡Nos pondremos enfermos!

El grito sofocado de Bryan advirtió a James de que tales consideraciones habían dejado de tener importancia. Bryan, estupefacto, se quedó mirando la cánula que había penetrado en la sangradura de su brazo mientras el tubo seguía bandeando de un lado a otro y James volvía a echarse en el lecho de muerte del vecino.

—No debes tener miedo, Bryan. Lo que estos soldados tenían no es nada de lo que nos vayamos a morir.

—Eso no puedes saberlo. Al fin y al cabo no tienen heridas por ningún lado. Puede que tengan las enfermedades más espantosas del mundo.

—¿Prefieres que te ejecuten a aprovechar esta ocasión?

James bajó la mirada hasta su brazo y apretó la cánula con fuerza. Volvió la cabeza e introdujo la aguja en un punto fortuito de la vena hasta casi perder el sentido.

En ese mismo instante la puerta del vagón de detrás se abrió.

Bryan sintió que su corazón lo traicionaba al latir con demasiada fuerza y sonoridad cuando los pasos se mezclaron con las voces. No entendía nada. Para él, las palabras eran meros sonidos, nada más.

De pronto apareció en su mente la memoria nítida de muchos días alegres en Cambridge.

Por aquel entonces, James había estado demasiado ocupado estudiando alemán, idioma en el que estaba especializado, para abandonarse al júbilo generalizado. Y ahora se encontraba postrado a su lado, conquistando sus laureles, pues entendía lo que se estaba diciendo. Bryan se reconcomía de remordimiento. Si hubiera podido, habría dado todas sus horas de amor, todos sus flirteos retozones y demás placeres y delicias a los que se había abandonado por entender aunque sólo fuera una fracción de lo que se decía en ese momento en el vagón.

En su impotencia, Bryan se aventuró a entreabrir los ojos. Al fondo del vagón había un grupo numeroso de personas inclinado sobre una cama consultando el cuadro médico de un paciente.

Entonces la enfermera corrió la sábana por encima de la cabeza del paciente mientras los demás seguían su ronda. Un sudor frío y húmedo se asentó en el nacimiento del cabello de Bryan y empezó a deslizarse por su cara.

Una mujer pechugona entrada en años, que aparentemente ostentaba cierta autoridad, precedía al resto del grupo evaluando con mirada experta a los pacientes mientras sacudía los cabezales de las camas metálicas. Al ver la oreja de James se detuvo y se escurrió entre las camas de Bryan y James.

Murmuró un par de palabras y se inclinó aún más, como si quisiera tragarse a James.

Cuando volvió a incorporarse, se dio la vuelta y miró a Bryan en el mismo momento en que éste cerraba los ojos. «Dios mío, haz que pase de largo», pensó, prometiéndose a sí mismo que no volvería a ser tan imprudente.

El sonido de sus tacones fue amortiguándose a medida que se alejaba. Bryan echó un vistazo a su alrededor por el rabillo del ojo. James seguía tendido a su lado, completamente relajado, con el rostro vuelto hacia él y los ojos cerrados, sin el más leve parpadeo que pudiera delatarlo.

Quizá James tenía razón cuando le había dicho que el personal médico no era capaz de distinguir a un paciente de otro.

En cualquier caso, la enfermera en jefe había pasado por su lado sin inmutarse.

Pero ¿qué pasaría cuando les sometieran a un examen más exhaustivo? ¿Cuando tuvieran que lavarlos? O cuando se presentaran las ganas de orinar o, en su caso, cuando tuviera que defecar. Bryan no se atrevía a pensar en las consecuencias y ya empezaba a notar ciertos retortijones en el vientre que iban en aumento.

Cuando la enfermera en jefe hubo echado el último vistazo a la última cama del vagón, batió las manos y profirió una orden. Poco después se hizo un profundo silencio en el vagón.

Al cabo de unos pocos minutos Bryan volvió a entreabrir los ojos. James lo estaba mirando fijamente con una mirada elocuente.

—Se han ido —susurró Bryan mientras echaba una mirada a la hilera de camas—. ¿Qué pasó?

—A nosotros nos dejan para más tarde. ¡Hay otros que están más necesitados de sus atenciones!

—¿Entiendes lo que dicen?

—¡Sí! —James se llevó la mano a la oreja y recorrió su cuerpo con la mirada. Las heridas que tenía en el cuerpo y en la mano no saltaban a la vista—: ¿Qué aspecto tienen tus heridas?

—¡No lo sé!

—¡Pues a ver si te enteras!

—¡Pero si no puedo quitarme la camisa ahora!

—¡Inténtalo! Tienes que secarte la sangre, si es que la hay. ¡Si no lo haces, puede que sospechen de ti!

Bryan miró la cánula de soslayo. Examinó la sala, inspiró profundamente y se sacó la camisa por encima de la cabeza, de manera que le colgara del brazo en el que se había introducido la cánula.

—¿Qué pinta tiene? —se oyó de la cama vecina.

—¡No demasiado buena!

Tanto los brazos como los hombros estaban necesitados de una ablución a fondo. Las heridas no eran profundas pero tenía una brecha en el hombro que le llegaba a la espalda.

—Lávate con la mano. Utiliza saliva y luego lámete la mano. ¡Pero date prisa, Bryan!

James se incorporó ligeramente en el lecho. Cuando la brecha en el hombro de Bryan volvió a estar tapada por la camisa, James asintió ligeramente con la cabeza. Sus labios intentaron dibujar una sonrisa, pero su mirada denotaba que le preocupaban otros asuntos.

—¡Tenemos que tatuarnos, Bryan! —dijo—. ¡…Cuanto antes mejor!

—¿Cómo se hace?

—Se inyecta tinta bajo la piel. ¡Usaremos la cánula!

Bryan se mareó con sólo pensarlo.

—¿Y la tinta?

—Creo que podemos utilizar la mugre de las uñas.

El examen de las manos confirmó que la cantidad de mugre sería más que suficiente.

—¿No crees que podemos contraer el tétanos?

—¿Cómo?

—¡Por la mugre de las uñas!

—¡Olvídalo, Bryan! Ése no es nuestro mayor problema.

—Pero ¿es que no piensas en lo que puede llegar a doler?

—¡No! Estoy pensando en lo que debemos tatuarnos.

La nitidez de la frase sorprendió a Bryan. En ningún momento se le había ocurrido hacerse esa pregunta. ¿Qué iban a tatuarse?

—¿Qué grupo sanguíneo tienes tú. James? —preguntó.

—Grupo 0, Rh negativo, ¿y tú?

—B, Rh positivo —contestó Bryan quedamente.

—Pues vaya mierda —dijo James cansinamente—. Pero escucha, si no nos tatuamos A+, en algún momento se darán cuenta de que algo anda mal, ¡coño! Debe de ponerlo en el expediente, ¿no?

—¿Y qué pasará si nos hacen una transfusión con la sangre equivocada? ¡Es peligrosísimo, joder!

—Supongo. —Esto último lo dijo en voz muy baja—. Tú puedes hacer lo que te dé la gana, Bryan, pero yo pienso tatuarme el A+.

La fuerte presión que Bryan sentía en el abdomen lo confundía haciendo que mezclara los problemas. No iba a poder soportarlo por mucho tiempo.

—Tengo que mear —dijo.

—¡Pues mea! No tiene sentido aguantarse aquí.

—¿En la cama?

—¡Sí, joder, Bryan, en la cama! ¿Dónde, si no?

Unos movimientos bruscos provenientes del vagón de detrás los llevaron a cerrar los ojos de golpe y a quedarse inmóviles en la postura en que se hallaban. Bryan estaba incómodo, con un brazo debajo del cuerpo y el otro sobre la manta. Aunque habría querido, ahora le resultaba imposible orinar.

Los mecanismos de cierre decidían por sí mismos.

Bryan creyó poder distinguir al menos a cuatro enfermeras teniendo en cuenta la entonación y la calidez de las voces. Probablemente una pareja de enfermeras se encargaba de hacer una cama. Bryan no se atrevió a girar la cabeza.

Al fondo de la sala, uno de los equipos de enfermeras bajó el larguero de la cama del muerto. Seguramente se disponían a trasladar el cuerpo a otro lugar.

El equipo que tenía más cerca parloteaba mientras trabajaba con eficacia.

Bryan consiguió entrever que al paciente que ocupaba la cama de delante le habían levantado la camisa por encima de la cabeza, de manera que ahora tenía las piernas y los genitales al descubierto. Estaban inclinadas sobre su cuerpo y movían las manos en círculos frotándolo sin parar, con el único propósito de acabar cuanto antes.

Las enfermeras que se hallaban en el otro extremo del vagón ya habían conseguido envolver el cadáver en la sábana y se disponían a darle la vuelta. En el momento en que lograron depositarlo en el centro de la sábana, se oyó una voz que provenía del cuerpo, lo que hizo que las cuatro enfermeras cesaran en sus tareas. Una herida larga que se extendía desde el hombro hasta el occipucio había empezado a sangrar. Sin prestarle ninguna atención a la herida, la más menuda de las mujeres se sacó la insignia de enfermera del cuello del uniforme y punzó al hombre en el costado con la aguja. Si gimió, al menos Bryan no lo oyó. Fuera cual fuese su evaluación a la hora de determinar si el hombre había muerto o no, prosiguieron en el empeño de envolverlo en la sábana.

¡No sabía cómo James y él conseguirían quedarse totalmente quietos para que nadie sospechara nada! Bryan observó los rostros impasibles de las enfermeras mientras trabajaban. ¿Qué pasaría si lo pinchaban con la aguja? ¿Podría mantenerse inmóvil? Bryan lo dudaba.

La sola idea lo hizo estremecerse.

Bryan se sobresaltó cuando pasaron por alto a James y se dirigieron directamente hacia él. Unas manos presurosas le quitaron la manta de un tirón. Un solo tirón bastó para darle la vuelta.

Eran mujeres jóvenes. La vergüenza se hizo desagradablemente presente cuando le separaron las piernas y empezaron a secarle alrededor del ano y por debajo de los testículos con movimientos bruscos.

El agua estaba helada y el sobresalto a punto estuvo de provocarle un temblor localizado en los bíceps femorales. Bryan intentaba concentrarse por todos los medios. Si conseguía que no sospecharan de él ahora, tendría mucho ganado. «Mantén los brazos cerrados», pensó mientras volvían a darle vuelta.

Una de las mujeres le separó las nalgas con un movimiento violento y luego golpeó la sábana entre sus piernas. Intercambiaron unas palabras. Tal vez se extrañaran de que la sábana siguiera estando seca. Una de las enfermeras se inclinó sobre él y al segundo siguiente Bryan notó el soplo de una bofetada. En esa fracción de segundo logró registrar que lo golpearían y sabía que debía relajarse. El golpe cayó con fuerza sobre el pómulo y la ceja sin que Bryan se inmutara.

Entonces también podía esperar que lo pincharan con la aguja.

Dejó volar los pensamientos dejando atrás la pesadilla de la realidad en aquel tren traqueteante y notó el pinchazo de la aguja en el costado.

Su cuerpo se congeló. Pero no movió ni un solo músculo.

Si volvían a hacerlo, resultaría más difícil contenerse.

Entonces el tren empezó a dar tumbos. Un inmenso temblor recorrió el vagón y las camas empezaron a crujir. De pronto se oyó un golpe seco proveniente del fondo de la sala. Las dos mujeres que acababan de alcanzar la cama de James profirieron un grito al unísono y corrieron hasta el fondo del vagón. El cadáver se había caído al suelo. Bryan bajó la mano hasta el lugar dolorido de la cadera donde lo habían pinchado con la aguja. En el lecho vecino estaba James con el camisón tapándole la mitad del rostro. En medio de la oscuridad, entre los pliegues del camisón, asomaba la cabeza de James, que lo miraba con los ojos muy abiertos y un rostro tan blanco como la cal.

Transidos de angustia, los labios de Bryan formaron unas palabras mudas de consuelo en un intento de comunicarle a James que no debía temer nada y que tenía que relajarse y cerrar los ojos. Sin embargo, su compañero estaba muy lejos, hundido en la tensión y el miedo.

Unas furtivas gotas de sudor poblaron su rostro y no tardaron en escurrirse libremente mejillas abajo.

Unos tirones repetidos precipitaron a las enfermeras hacia adelante haciendo que se les cayera de las manos el peso muerto que transportaban. Sus lamentos a gritos llevaron a las mujeres que se encontraban detrás de Bryan a precipitarse en su ayuda. James se estremeció debajo de la manta cuando pasaron por su lado y empezó a jadear.

Dos fuertes sacudidas hicieron que temblara el vagón y Bryan se vio arrojado hasta el borde de la cama. James encogió las piernas y se agarró a la sábana convulsivamente.

En medio de los empellones constantes del tren, Bryan estrechó un brazo hacia James como queriendo tranquilizarlo, pero James no se daba cuenta de nada. Un grito aterrador se iba formando en lo más profundo de su garganta. Antes de que pudiera dar rienda suelta al aullido, Bryan se incorporó en la cama y agarró la palangana de acero que se habían dejado las enfermeras al lado del cuerpo desnudo de James.

El agua se precipitó contra la pared cuando Bryan golpeó a su compañero en la sien con la palangana. Las enfermeras se incorporaron al oír el golpe, aunque sólo vieron el cuerpo de Bryan, que pendía desde el borde de la cama. La palangana había aterrizado en el suelo, apoyada contra la pared y boca abajo.

Según Bryan pudo apreciar. James no despertó las sospechas de las enfermeras cuando lo lavaron. Acabaron su trabajo en medio de charloteos, más preocupadas por intercambiar frases que por fijarse en la axila del paciente, que carecía del tatuaje habitual.

Cuando se fueron, Bryan estuvo contemplando a James durante un buen rato. El lóbulo mutilado de la oreja y los morados que atravesaban su rostro hacían que su cabeza, normalmente armoniosa, pareciera torcida y añadían unos cuantos años a su edad real.

Bryan suspiró.

Según la imagen que había quedado grabada en su memoria cuando saltaron al tren, debían de encontrarse en el quinto o el sexto vagón. A sus espaldas había vagones hasta donde alcanzaban sus ojos. Si las circunstancias exigían que saltaran del tren a plena luz del día, serían adelantados por, tal vez, cuarenta vagones. Era poco probable que lograran huir sin ser descubiertos. ¿Y dónde se refugiarían? ¿A miles de millas de distancia de las líneas enemigas?

Y lo que era aún peor, ya no podrían darse a conocer. Tenían tres muertes sobre su conciencia, alegarían. ¿De qué serviría entonces que uno ya estuviera muerto y otro moribundo cuando los arrojaron del tren? Sin sus uniformes recibirían el tratamiento de espías, y antes de ser ejecutados, los torturarían hasta sonsacarles todo lo que sabían.

A pesar de los sufrimientos de los que Bryan había sido testigo durante la guerra, sentía que la injusticia los había alcanzado con una fuerza excesiva. No estaba preparado para morir. Seguía habiendo muchas cosas por las que vivir. La evocación de imágenes de familiares estrechamente unidos no sólo despertó en él la nostalgia, la desesperación, sino también el calor.

En aquel mismo instante, el cuerpo de Bryan logró relajarse dando rienda suelta a la evacuación lenitiva[2] de la vejiga.

Poco a poco, el tren había recuperado su ritmo tranquilo. La luz pálida del sol invernal se abrió paso en el vagón, atenuada por los cristales esmerilados. Unas voces presagiaron nuevos exámenes.

Varias personas se desplazaban silenciosamente alrededor de alguien vestido con una bata blanca que despuntaba por encima de los demás y se dirigía con paso firme hacia la primera cama. Cuando llegó hasta ella abrió el cuadro médico con tal violencia que la estructura metálica empezó a vibrar. Anotó unas cuantas palabras, arrancó la hoja de papel del marco y se la pasó a la enfermera que había examinado anteriormente a los pacientes.

No examinaron a nadie. El largo oficial médico se limitó a inclinarse sobre la cama, intercambió algunas palabras con el personal, dio algunas instrucciones y prosiguió la ronda. Al llegar a la cuarta cama, la que ocupaba Bryan, el médico repasó la ficha con respeto, le susurró algo al oído a la enfermera en jefe y sacudió la cabeza.

Luego hizo un gesto dirigido a la cabecera de la cama de James con el dedo y, acto seguido, una joven dio un salto hacia adelante y la elevó. Bryan hizo todo lo posible porque su respiración apenas fuera perceptible y por pasar desapercibido. Si decidían auscultarlo, notarían que su pecho era un caos de explosiones.

La charla se prolongaba a los pies de su cama. Bryan reconoció la voz aguda de la enfermera en jefe y presintió que ni sus reacciones, ni su estado general la habían satisfecho. Alguien sacudió la cama levemente mientras otra persona se colocaba pegada a sus espaldas. Entonces unas manos enormes lo agarraron por los brazos y le dieron la vuelta. Un suave golpe con las yemas de los dedos sobre las cejas precedió a otro. Bryan estaba seguro de que había parpadeado involuntariamente y casi dejó de respirar.

Las voces se mezclaron entre sí y, de pronto, por sorpresa, alguien le apoyó el pulgar en el párpado y le abrió el ojo. Los destellos de la luz concentrada de una linterna sondearon su ojo y lo deslumbraron por completo. Luego le dieron un cachete y volvieron a iluminarlo con la linterna.

Un aire frío le rozó el pie y las manos, asentándose en los dedos de los pies mientras el médico volvía a abrirle el párpado. Aparentemente, los repetidos pinchazos que infligieron a sus pies no los sacaron de dudas. Bryan, aterrorizado, permaneció totalmente inmóvil.

El trapo empapado en amoníaco que apretaron contra su rostro lo pilló desprevenido. El shock que se abrió camino como un taladro a través del cerebro y las vías respiratorias surtió efecto. Bryan abrió los ojos, sumergió la cabeza en la almohada alejándola del trapo y jadeó.

Un par de ojos se perfilaron cerca de su cabeza y a través de sus lágrimas. El médico le dirigió algunas palabras y le golpeó la mejilla suavemente. Entonces volvieron a incorporarlo y elevaron la cabecera de la cama un par de dientes más, enfrentándolo así a sus enemigos.

Bryan optó por fijar la mirada en la pared que tenían a sus espaldas y recibió los siguientes golpes con los ojos dilatados. «Contén la respiración… No parpadees». James y él habían matado el tiempo con ese tipo de concursos en la habitación de detrás de la cocina, en la casa de campo de Dover.

Los siguientes golpes fueron más fuertes. Bryan no se resistió y dejó que su cabeza cayera ligeramente hacia atrás, como si no tuviera por dónde sujetarse. Después de un breve intercambio de pareceres, el grupo se disolvió y tan sólo una persona se quedó a los pies de la cama, anotando algo en el expediente. El roce del lápiz contra el papel fue sustituido por el chasquido de las tapas del portafolios al cerrarse.

Bryan permaneció con los ojos bien abiertos. Durante el tiempo que duró la visita médica se dio cuenta de que no le quitaban el ojo de encima. Sus ojos se fueron cerrando lentamente. En medio del sopor que había hecho presa en su cuerpo, apenas notó la inyección que le administraron.