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Hasta que Bryan no se encontró en el sendero del Stadtgarten no se dio cuenta de que las flores que había comprado para la tumba de James se hallaban en el despacho de la directora Rehmann. Desde la interrupción de la visita, le había parecido sospechosamente reservada.
Pocos minutos después, se habían despedido.
Todo el montaje había sido en vano. El deseo de saber más cosas de Kröner o Hans Schmidt —que era el nombre que había adoptado— no se había visto recompensado. Nunca se le había ofrecido la oportunidad de hacer las preguntas adecuadas. El intento de unir las ayudas de la CEE con preguntas de carácter más privado había sido un acto de inconsciencia y muy arriesgado. Frau Rehmann habría sospechado en seguida y habría desconfiado de él; además, pronto habría llegado a los oídos de Kröner. Bryan no necesitaba un enfrentamiento así, desde luego.
Llegada la hora, ya se las vería con el tipo del rostro picado de viruela.
En resumen, la visita había sido un enorme despropósito. El tiempo había pasado sin que se apreciara ningún resultado.
En la entrada del parque, Bryan se agachó y cogió una flor, un engendro violeta, larguirucho, más bien vulgar, parecido a una ortiga y medio marchito, que se había dejado arrancar de raíz, sin que el guardia del parque diera muestras de la más mínima desaprobación. Intentó arreglar los pétalos suavemente. Aquella planta insignificante ilustraba mejor la soledad y la conmoción que lo acongojaba que cualquier ramo de flores podría haberlo hecho.
El trayecto en el teleférico le resultó interminable. El balanceo de la góndola le provocó náuseas; un malestar que no se había disipado cuando, de acuerdo con las indicaciones de Petra, siguió el sendero de adoquines cubiertos de hierbajos en dirección a la columnata. Como un anacronismo, aquellas artificiales columnas griegas surgían de la ladera. Estaban rodeadas de unos muros bajos, coronados por una barandilla de hierro forjado.
A pesar de la buena intención, aquella construcción era increíblemente fea y su mantenimiento dejaba mucho que desear; un aire enmohecido y triste que situaba el ambiente y la finalidad del lugar en una concordia enaltecida.
En Alemania, los monumentos conmemorativos de la guerra no suelen distinguirse precisamente por ser anónimos, la gigantesca columna ribeteada al pie de la montaña lo dejaba bien a las claras. Desde la primera guerra mundial, aquella columna había venerado a los caídos y, además, por razones prácticas, habían dejado una parte de la columna sin grabar. Sólo pasarían un par de décadas hasta que la segunda guerra mundial ocupara el espacio de la columna que habían dejado proféticamente libre. Eso quería decir que, por suerte, no contaban con necesitar más espacio.
Ese tipo de monumentos se encontraban por doquier, y tenían en común que indicaban claramente el motivo por el que se habían levantado. Por eso, a Bryan le sorprendió, después de haber repasado la totalidad de las superficies varias veces, no haber encontrado siquiera una pequeña placa de latón ni la más mínima señal que indicara la razón por la que, en su día, se había levantado aquel monumento y que, a su vez, pudiera dar testimonio de quienes habían sido enterrados allí.
Bryan se puso en cuclillas y se quedó un buen rato descansando con los brazos apoyados en los muslos. Se abalanzó hacia adelante y aterrizó sobre las rodillas. Desde esa posición tomó un puñado de tierra. Estaba húmeda y oscura.