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La sexta vez que vio a Bryan pasearse arriba y abajo entre la cama y el baño, la enfermera a la que llamaban hermana Lili perdió la paciencia. Aunque todo el mundo sabía que en el segundo día después de un tratamiento de choque el paciente estaba increíblemente sediento y agitado, había otras cosas que hacer que dejar pasar constantemente a un paciente inquieto y sediento.

Antes de que el personal sanitario hubiera terminado de cambiar las sábanas, ya le había vuelto la molesta sequedad de boca. Bryan seguía los movimientos de aquellas manos expertas y rápidas que estrujaban sábanas y fundas de almohada. Recostó la cabeza pesadamente contra el lecho de olores clínicos. La cavidad bucal se cerró alrededor de la lengua y la inmovilizó, mientras el sabor dulzón se extendía por sus mejillas. Aunque Bryan se mordió la mejilla, no se produjo ni una sola gota de saliva.

Desde la cama del hermano siamés flaco llegaron unos alaridos irritados y Bryan alzó la cabeza. El hombretón del rostro picado de viruela había querido darle de beber, pero al flaco no le gustaba que tocaran su cama e intentó zafarse de aquel contacto. Tales acercamientos sólo le estaban permitidos a su hermano siamés. Bryan contempló flemático la escena y volvió a intentar tragar al ver el vaso de agua que el hombretón presionaba contra los labios apretados del flaco. El contenido cristalino del vaso chapoteaba tentadoramente cada vez que el flaco se defendía como si fuera un niño travieso. Bryan levantó la mano y la agitó hasta que el gigantón finalmente dio fin a su broma y se volvió hacia él. Una ancha sonrisa se extendió por sus labios mientras se acercaba a grandes trancos a Bryan, alargando la mano que sostenía el vaso. El agua era increíblemente refrescante. El gigantón vio cómo Bryan vaciaba el vaso con avidez y se disponía a volver a la mesa sobre ruedas para volver a llenarlo cuando, al girarse, tropezó con la cama. Las pastillas produjeron tal ruido al entrechocar dentro de la pata de la cama que Bryan creyó que todo el mundo se quedaría paralizado y lo miraría acusadoramente. La sequedad bucal volvió súbitamente. El hombretón de la cara picada se dio la vuelta lentamente y fijó la mirada en la cama. La zarandeó ligeramente con un golpe de rodilla, pero esta vez las pastillas no tintinearon. Bryan empezó a toser y el enfermero que en aquel momento estaba atendiendo al Hombre Calendario se acercó corriendo y le golpeó la espalda. El hombretón se quedó observándolo durante un rato hasta que, por orden del pequeño enfermero, se acercó de mala gana al carrito a por otro vaso de agua.

Durante el resto del día, Bryan apenas osó moverse, a pesar de que tenía la sensación de que las pastillas habían caído hasta el fondo de la pata y de que ya no volverían a hacer ruido.

Aparentemente, el gigantón era el único que se había dado cuenta.

Alrededor de la medianoche, unas nubes taparon la luna y Bryan consideró que había llegado la hora de deshacerse de las pastillas. Aquella noche no había nadie moviéndose por la sala, ninguna sombra que se dibujara contra la puerta giratoria. Cuando se sintió seguro de que era el único que estaba despierto, salió de la cama y levantó la pata derecha de la cabecera. Nadie había sacado el tapón del extremo de la pata desde que, en su día, el fabricante lo había remachado. Bryan lo retorció con tanta fuerza que la carne de las puntas de las uñas se soltó. Se vio obligado a cambiar de mano incesantemente, a la vez que intentaba evitar jadear. Cuando finalmente saltó el tapón, Bryan estaba tan cansado que apenas le quedaban fuerzas para disfrutar de su victoria.

En cuestión de fracciones de segundo, Bryan se dio cuenta de la catástrofe que se avecinaba y puso la mano debajo de la boca del tubo antes de que las pastillas salieran a chorros, como salía el grano por la trampilla de un silo. Un par de ellas se desperdigaron por los lados y se perdieron por el suelo. Bryan abrió los ojos de par en par en la escasa luz de la sala.

Una de las pastillas había aterrizado en el pasillo central, otras dos acabaron debajo de las camas. Bryan sacó la mano cuidadosamente de debajo de la pata hasta que el resto de las pastillas formaron un bonito cono, listo para ser recogido. Bryan se puso de rodillas y tiró del camisón creando una pequeña bolsa donde fue depositando aquellas diabluras blancas que febrilmente fue recogiendo del suelo con movimientos inseguros y desesperados. Cuando se hubo convencido de que ya no quedaban más, se dio la vuelta y volvió a colocar el tapón de madera lo mejor que pudo. De pronto, una pesada nube se vació y dejó un agujero en el cielo nocturno por el que los rayos de la luna se filtraron iluminando la sala. Una figura se irguió lentamente por detrás de las cabeceras de las camas del lado opuesto del pasillo central y volvió la mirada hacia él. Bryan se apretó contra el suelo con todas sus fuerzas.

Era el hombretón de la cara picada de viruela, Bryan estaba seguro de ello.

La luz de la luna se posó suave y fresca entre el bosque de patas dibujando unas sombras alargadas y oblicuas en el suelo. Entre esas sombras se había colado una raya del grosor de una aguja de tejer y el botón de esa aguja era otra pastilla que se había deslizado traicioneramente por el pasillo central, hasta detenerse debajo de los pies de la cama del hombretón.

La cama del gigante crujió. No tenía ni la más mínima intención de volver a echarse.

En cuanto la nube volvió a cerrarse, Bryan aflojó la presión de la mano con la que tenía agarrado el camisón y se fue incorporando lentamente. En un único movimiento, arrojó la colcha al suelo y se sentó en la cama arropado por la oscuridad, de modo que el hombre de la cara picada no pudiera determinar con toda seguridad si Bryan había estado a punto de levantarse de la cama.

De camino al baño, el hombretón siguió sin disimulo y con mirada atenta sus movimientos. Bryan no desvió la mirada ni una sola vez, limitándose a concentrar toda su atención en la punta del camisón y en no tropezar con nada.

Hasta que Bryan no hubo tirado tres veces de la cadena, no desaparecieron las últimas pastillas entre los remolinos espumosos de la taza.

La luz de la luna había vuelto a la sala. Ahora el hombretón estaba sentado en la cama con las piernas colgando. Las anchas manos aferraban el borde con fuerza para permitirle tomar ímpetu y saltar rápidamente de la cama. Su torso estaba encorvado hacia adelante, sus ojos entrecerrados y alertas. Era evidente que el gigante no permitiría que Bryan pasara por su lado sin más. Por un instante le pareció que aquel hombre estaba cuerdo.

La sensación de haber sido descubierto hizo que Bryan se detuviera. Se quedó parado un rato en la cabecera de la cama con la mandíbula caída y la lengua gruesa y arqueada saliéndole de la boca. El hombretón parecía no cansarse de observarlo y apenas pestañeaba. Sin pensarlo dos veces, Bryan dio un paso adelante y se inclinó, dejando que su torso descansara sobre el tubo de acero curvado de color marrón que coronaba la cama. Sus rostros estaban tan cerca el uno del otro que sus débiles alientos se cruzaron. Bryan ladeó la cabeza como si estuviera a punto de quedarse dormido y avanzó el pie hacia el lugar debajo de la cama donde había visto que había ido a parar la pastilla traicionera. Cuando finalmente la notó y cerró los dedos de los pies a su alrededor con cuidado, el hombretón dio un salto hacia adelante y no se detuvo hasta que sus frentes entrechocaron en una descarga brutal. A Bryan lo cogió desprevenido y se fue hacia atrás hasta que la nuca golpeó contra el suelo del pasillo central. Cuando volvió a abrir los ojos, el dolor era insoportable.

En la caída se había mordido la lengua hasta casi partírsela por la mitad.

Bryan se deslizó marcha atrás sobre los fondillos del camisón, lenta y silenciosamente, alejándose de aquella mirada imperturbable que seguía todos sus movimientos. Cuando finalmente volvió a la cama, su corazón palpitaba desenfrenadamente mientras intentaba convencerse de que todo se arreglaría. Aparentemente, el hombretón de la cara picada de viruela había abandonado su propósito y se había acomodado en el lecho, ignorando la lesión que le había causado a su contrincante.

Durante la hora que siguió, la lengua se le hinchó violentamente y empezó a latir a un ritmo correoso. Los dolores eran concretos y se manifestaban a través de una serie de jadeos tan apagados que a nadie despertaron.

Cuando finalmente consiguió superar el mal trago y notó cómo el sueño reconfortante acudía en su ayuda, se acordó de pronto de la pastilla: seguía en el suelo.

Estuvo largo tiempo con la mirada pegada al techo, considerando la posibilidad de levantarse de la cama e ir a por ella.

Fue entonces cuando oyó los susurros por primera vez.