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Aunque era terrible, no dejaba de ser un hecho: Laureen se encontraba en Friburgo.

En apenas un instante, la realidad había vuelto atrozmente. Bryan respiró hondo y aceleró el paso. A partir de ese momento, esperaría lo peor. Pese a que hacía apenas unas horas que había decidido dejar los acontecimientos de Friburgo atrás, el destino no parecía querer permitírselo. La información que Bridget le había dado todavía le producía escalofríos.

Era terrible. Una realidad sangrienta que ya no sólo le incumbía a él y a los tres hombres que durante años habían ocupado sus pensamientos más íntimos. De pronto, el ser más torpe e indefenso que conocía se veía envuelto en aquella situación absurda.

Por lo visto y muy a su pesar, Laureen había descubierto, por vías absolutamente desconocidas para él, que se encontraba en Friburgo. Y ahora él no sabía dónde estaba ella, tan sólo que debía de estar en algún lugar de la ciudad. Bryan se estremeció sólo de pensarlo.

Laureen sería una presa sumamente fácil en manos de Petra y de los simuladores.

Bryan sopesó los pros y los contras de la situación. El resultado fue muy desigual. A primera vista, las únicas ventajas eran que él seguía estando libre, tenía la dirección de Stich, tenía a Lankau bajo control y una pistola cargada en la cintura.

Tan sólo se tardaba un par de minutos en coche en ir del hotel Colombi a Holzmarkt y Luisenstrasse; tiempo insuficiente, teniendo en cuenta el que Bryan solía necesitar para sentirse sereno y preparado para asumir una situación crítica.

Durante unos momentos, Bryan consideró pedir ayuda. Al fin y al cabo, la policía estaba precisamente para solucionar ese tipo de problemas. Sin embargo, no lo creerían. Las denuncias sueltas y fragmentadas contra un par de los ciudadanos más célebres del lugar sin duda les asombrarían. Tardaría mucho en ofrecerles una imagen general que pudiera resultarles aceptable.

Demasiado.

Bryan sacudió la cabeza. Conocía las reglas del juego. Cualquiera que fuera el país del mundo en que estuviera, el cuerpo de policía siempre estaba sometido a las reglas de juego del lugar. Los hombres cuyas sombras gravitaban sobre él no eran unos cualesquiera en aquella ciudad. Además, la pistola con silenciador que llevaba en la cintura y el maniatado Lankau no eran precisamente evidencias que pudiera hacer encajar fácilmente en una posible declaración en su favor. Y en cuanto hubiera logrado movilizar la ayuda, posiblemente a la fuerza, sin duda, los demás implicados habrían desaparecido, no sin antes haber tomado todo tipo de medidas efectivas y adecuadas.

Por tercera vez aquel mismo día, se quedó observando el piso de Luisenstrasse desde la calle. Al igual que el resto del edificio, estaba a oscuras. En el preciso instante en que lo constató, se dejó vencer por la sensación de haber acudido allí en vano. Se quedó un minuto escaso contemplando las casillas oscuras de la fachada desde el mismo lugar que había ocupado aquella mañana.

De pronto, algo captó su atención. La visión general se había alterado. En contraste con la visión que había tenido anteriormente, la trivialidad homogénea de la segunda planta se había roto. Bryan recorrió las ventanas de una en una con la mirada. En todas y cada una de las ventanas, salvo en una, las cortinas coronaban tres macetas dispuestas cuidadosamente en el alféizar. Cuanto más la miraba, más caótica y desnuda le parecía aquella ventana. Y aun así, era tan poco lo que la distinguía de las demás… Mientras que en las demás ventanas había dos geranios rojos que flanqueaban un tercero de color blanco, aquella ventana mostraba dos plantas rojas apoyadas la una contra la otra y una tercera, de color blanco, separada de las rojas. Bryan sacudió la cabeza. Detalles como aquél podían describir tanto hechos como personas. Sin embargo, no sabía lo que significaba. Sólo sabía que le parecía preocupante.

Allí vivía Peter Stich, el jefe de los simuladores que había determinado los movimientos y las acciones del grupo. Él había enviado a Lankau a Schlossberg para que lo matara, eso era indudable. Los simuladores no habían olvidado su oficio ni su instinto asesino.

Su aparición había puesto nerviosos a Kröner y a Stich. Era muy posible que incluso le tuvieran miedo. Si descubrían que Laureen era su esposa, la maltratarían.

De momento, a Lankau le había cortado las alas. En cambio, de Kröner sólo podía esperar lo peor. Por dulce que le hubiera parecido al verlo con su niño en brazos, sin duda seguiría siendo un asesino competente. Había muchas cosas que podían torcerse en el terreno de los simuladores. Probablemente conocían todas las calles y los rincones de la ciudad. Eran dos contra uno. Seguramente se habían preparado y llevaban armas. El intento de atentado de Lankau había fracasado, eso ya debían de saberlo Stich y Kröner. Al fin y al cabo, Stich lo había visto en la casa de Kröner.

Y ahora sin duda se habrían armado.

No cabía duda de que el viejo ya habría preparado la próxima jugada. Se suponía que, dentro de muy poco, Bryan atravesaría el parque de la ciudad, en dirección a una calle de nombre Langenhardstrasse. El viejo se había esmerado en explicarle el camino que debía tomar para llegar al lugar.

Si Bryan hacía lo que esperaban que hiciera, tendría que estar muy atento y alerta.

Pero ¿acaso le quedaba elección? Si no estaba equivocado, Stich lo conduciría a Laureen.

Bryan volvió a alzar la vista hacia la segunda planta. De pronto, se le ocurrió algo. Ahora mismo, la iniciativa era de los simuladores. Pero a lo mejor había algo en el piso que pudiera ofrecerle la ventaja que tanta falta le hacía.

Cruzó la calle, llamó al timbre del interfono y luego salió corriendo, de vuelta a su escondite debajo de los árboles. La segunda planta seguía estando a oscuras. Esperó un rato más.

Aparentemente no había nadie en casa. A lo mejor ya habían ocupado sus puestos en previsión de lo que iba a ocurrir en la segunda parte del juego.

El piso de Stich era demasiado céntrico. Holzmarkt y las calles colindantes todavía estaban llenas de vida y de gente en aquella tarde temprana de sábado, cuando las tiendas acababan de cerrar y los habitantes de la ciudad se dirigían a sus casas.

Bryan echó un vistazo a su alrededor: siempre caras nuevas, alegres y ocupadas. Sin embargo, veinte minutos más tarde era el único en la calle.

Al menos a primera vista.

Pues aunque no lo pareciera, tenía que partir de la base de que lo vigilaban. Incluso era posible que lo hicieran desde distintas posiciones. De momento, los árboles lo resguardaban de ser descubierto desde arriba, pero no lo protegían a nivel de calle. Bryan cruzó la calzada, rodeó el edificio y dobló la esquina para introducirse en el patio trasero.

El patio estaba a oscuras. Las siluetas de los cipreses y los tejos podían ocultar a cualquiera y nadie lo descubriría. Reculó hacia un anexo menor que había en el patio y se fundió con la fachada. Esperó un rato hasta que se hubo acostumbrado a la oscuridad y a los ruidos de la zona. Bryan alzó la mirada hacia la segunda planta. Era un acceso ideal al edificio.

Sólo tenía un pequeño inconveniente: si alguien lo estaba esperando en el piso, también esperaría verlo entrar por allí.

La puerta de la escalera de servicio estaba cerrada con llave. Bryan la sacudió y miró hacia arriba. No hubo ninguna reacción. A la derecha de la escalera, la parte inferior de todas las ventanas estaba tapada con unas cortinas blancas. Bryan se puso de puntillas en un intento de ver lo que había al otro lado de la ventana. Pese a que estaba demasiado oscuro para ver algo, supuso que eran las cocinas.

Volvió a mirar hacia arriba. El canalón parecía sólido y subía por la fachada entre las ventanas de la escalera de servicio y las de las cocinas. Tiró de él. No era la primera vez que había tenido que recurrir a esa vía de acceso. De pronto recordó el tejado del lazareto. De eso hacía mil años.

El tacto era bueno. El canalón estaba seco y bien fijado al muro. Se agarró a él con las dos manos y se impulsó hacia arriba con los pies.

Pesaba más de lo que había pensado. Sus fuerzas apenas lo alcanzaban.

Estuvo a punto de rendirse antes de llegar a la cornisa de la primera planta. El corazón le latía amenazadoramente y le dolían las puntas de los pies. Cada planta superaba los tres metros. Todavía le quedaba un largo camino por recorrer.

Cuando llegó a la segunda planta, sus dedos se habían vuelto insensibles de tanto tirar del resto del cuerpo. En el preciso momento en que se echó hacia atrás para agarrarse a la ventana de la cocina, los remaches del canalón cedieron justo por encima de su cabeza. Con la mano que quedó libre oprimió el cristal inferior de la ventana. Cada presión ejercida contra el cristal supuso que crujieran las juntas y los herrajes del canalón. La sexta vez que intentó hundir el cristal, el canalón se desprendió ligeramente del muro y envió una cascada blanca de revoque[30] sobre su cabeza. No lo pensó dos veces y cambió de mano, liberando la izquierda, que estaba más cerca de la ventana de la escalera de servicio. El marco estaba podrido y un poco más bajo que el de la ventana de la cocina. Con la palma de la mano ejerció una presión ligera pero rotunda contra el cristal, que se encorvó justo antes de ceder.

El ruido no daba lugar a dudas.

Bryan descolgó el gancho y se metió por la ventana.

La escalera de servicio era fría y húmeda y unos grandes pedazos del revoque se desprendieron al apoyar la mano contra la pared para subir a tientas hasta el siguiente rellano. Antes de probar la puerta de la cocina, se quedó unos segundos inmóvil y en silencio. Estaba cerrada con llave. Con mucho cuidado apretó el pie contra la esquina inferior más alejada de los goznes. La puerta cedió un poco. Luego apretó la mano contra la cerradura, donde la resistencia era mayor. Gracias a Dios, la puerta tenía una sola cerradura. Bryan intentó evaluar la solidez de la estrecha puerta. Lo había visto hacer muchas veces en las películas. Lo único que tenía que hacer era darle un puntapié a la parte inferior de la puerta mientras tiraba hacia abajo con fuerza de la manija. A la vez debía apoyar el cuerpo contra la puerta dejándose caer hacia adelante, hacia el interior de una estancia que desconocía.

Eso era todo. Bryan se estremeció.

Si alguien lo esperaba al otro lado, sólo podría defenderse dando patadas a diestro y siniestro mientras caía al suelo.

Resultaba algo arriesgado. Bryan empezó a sudar y se sacó la pistola de la cintura de los pantalones.

Primero la puerta; luego se quedaría inmóvil esperando ver qué pasaba.

Un segundo después, Bryan estaba tirado en el suelo de madera, retorciéndose de dolor. Seguía estando en la escalera. Le dolía el pie, sin duda se había roto algún hueso. No había hecho demasiado ruido, pero su esfuerzo tampoco había tenido las consecuencias deseadas: la puerta seguía estando cerrada.

Bryan aguzó el oído. Lo único que oyó fueron sus propios sollozos reprimidos. No salió nadie por la puerta para acabar con él. Ningún vecino dio la voz de alarma. No pasó nada.

Entonces se puso en pie y empujó el pie sano contra la parte inferior de la puerta con todas sus fuerzas, una y otra vez. Y la situación pareció mejorar. Hacia adelante y hacia atrás, como cuando un niño se toquetea un diente de leche hasta que éste terminar por soltarse.

La puerta cedió silenciosamente y le permitió echar un vistazo al interior de una estancia oscura. Esperó un par de minutos antes de entrar y luego lanzó el felpudo al suelo de la cocina.

Y tampoco pasó nada.

El olor de la cocina era indefiniblemente mugriento y acre. Encendió el fluorescente y su luz fría casi lo cegó. La estancia era un vestigio de un pasado lejano: hileras de platos colgados en la pared de un tono suave y verdoso, utensilios de cocina de hierro esmaltado y encimeras gruesas y rayadas. Sobre una de las mesas había un tarro de mantequilla y unas galletas. Bryan dio unos pasos hacia adelante hasta llegar a un pasillo oscuro y buscó a tientas el interruptor.

No funcionaba. El malestar que le produjo lo llevó a apretarse contra la pared y a extender la mano en la que sostenía la pistola. El haz de luz que ofrecía el fluorescente de la cocina apenas iluminaba los primeros metros de la estancia contigua, donde había una mesa redonda cubierta con un hule ajado, y una miserable silla de comedor delante de un plato con cuatro galletas; una de ellas estaba mordida.

Bryan tragó saliva, tenía la boca seca. Daba la sensación de que en aquel piso la vida se había visto interrumpida precipitadamente. La estancia desierta y la luz que no funcionaba no presagiaban nada bueno. Bryan se secó la frente con la mano libre y se arrodilló con mucha cautela. Desde aquella postura, medio recostado en el suelo, pudo introducir la mano por la hendidura de la puerta que daba acceso a la estancia contigua. Con la mano recorrió el marco de la puerta a tientas hasta que sus dedos encontraron el interruptor de baquelita. El chasquido mecánico fue sonoro, pero la luz no se encendió.

Sin pensarlo dos veces, abrió la puerta de par en par de un fuerte empellón y salió detrás de ella para detenerla, como si se hubiera arrepentido de su acto. En el preciso instante en que la luz de la farola de la calle lo alcanzó, volvió a dejarse caer hacia adelante.

Las hojas de la puerta de la estancia contigua estaban abiertas y permitieron su entrada precipitada. Apenas hubo superado la puerta cuando tropezó con algo blando.

Volvió la cabeza y echó un vistazo por todo el salón, intentando adivinar por dónde aparecería su enemigo. Cuando se hubo cerciorado de que no había tal enemigo presto a saltar sobre él, dirigió la mirada hacia un lado y sus ojos se encontraron con los de una mujer muerta.

Al menos pasaron cinco minutos hasta que Bryan consiguió serenarse. Los cuerpos que yacían a su lado estaban sin vida. No conocía a la mujer, pero el hombre al que ella estaba agarrada era el hombre de los ojos inyectados en sangre, Stich. También estaba muerto; todavía caliente, pero muerto.

La visión, a pesar de la oscuridad, no daba lugar a equívocos. Las convulsiones todavía se reflejaban en los rostros y los ojos lívidos y sin brillo de los cadáveres, como la película que cubre la yema de un huevo pasado.

El hombre de los ojos enrojecidos aún apretaba entre sus manos lo que les había quitado la vida. Ésa era la razón por la que la luz no se había encendido. Bryan miró los dos cables y estuvo a punto de vomitar. Sobre los labios de Stich corría una línea blanca de carne quemada. Los cadáveres desprendían un hedor agrio y extraño. Como el de un horno de gas sucio. La muerte de Stich fue tan siniestra como lo había sido su vida.

Y se había llevado a la pobre mujer consigo.