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El Restaurant Dattler, en Schlossberg, no era el restaurante preferido de Kröner. Aunque el menú era elegante y la comida, lo que su esposa acostumbraba llamar exquisita, las raciones solían ser escasas y los camareros corteses de una manera que podía llegar a resultar despectiva. Kröner prefería que sus comidas fueran sencillas, abundantes y caseras. Su anterior esposa, Gisela, no sabía cocinar. A lo largo de los casi veinte años que habían compartido, habían desgastado a un sinnúmero de cocineras sin que por ello hubieran obtenido resultados dignos de mencionar. En cambio, su actual esposa era un sueño en la cocina. Kröner apreciaba ese don y la recompensaba por él. Por ese don y por mucho más.

Stich estaba sentado frente a él y volvía a mirar su reloj, por quinta vez en un par de minutos. Había sido un día agitado. Kröner todavía notaba el abrazo que su hijo le había dado al despedirse de él y de su madre. Por aquella sensación y por todos los futuros abrazos, Arno von der Leyen debía desaparecer de la faz de la tierra.

Stich se pasó la mano por la barba blanca y volvió a echar un vistazo por la ventana panorámica que dejaba postrada toda la ciudad a sus pies.

—¡Me pasa lo mismo que a ti, Wilfried!

Miró fijamente a Kröner y empezó a dar unos golpes secos en la mesa con sus nudillos finos y marchitos.

—Preferiría que todo hubiera terminado ya. ¡Ahora todo depende de Lankau! Esperemos que todo haya ido según lo planeado. Hasta ahora hemos tenido suerte. ¡Menos mal que encontraste a Gerhart Peuckert a tiempo! Ya sospechaba yo que sería necesario. ¿Estás seguro de que Von der Leyen no te vio?

—¡Totalmente!

—¿Y Frau Rehmann? ¡No fue capaz de decir nada concreto sobre el propósito de su visita!

—Nada más, fuera de lo que ya te he contado.

—¿Y ella se creyó el cuento? ¿Que era psiquiatra? ¿Que era miembro de no sé qué comisión?

—¡Sí, así es! No le dio motivos para desconfiar.

Tras unos instantes de reflexión, Stich volvió a sacar sus gafas y examinó la carta una vez más. Eran las cinco y cuarto. Hacía un cuarto de hora que tenía que haber aparecido Lankau. Entonces volvió a quitarse las gafas.

—Lankau no vendrá —constató.

Kröner se frotó la frente e intentó sondear la fría mirada de Stich. De pronto notó un escalofrío en el pecho. El abrazo del niño y su mirada cándida y abierta volvieron a llevar sus pensamientos por otros derroteros.

—¿No creerás que le ha pasado algo? —dijo y volvió a frotarse la frente.

—¡Creo lo que haga falta creer! Arno von der Leyen no ha aparecido repentinamente en el sanatorio por casualidad. ¡Y no es normal que Lankau se retrase de esta manera!

La piel le pareció rugosa cuando se frotó la frente por tercera vez.

—¿A lo mejor se está deshaciendo del cadáver por su cuenta?

Kröner dirigió la mirada hacia el teleférico.

—¡Siempre es tan malditamente terco!

Aunque, con el paso de los años, Kröner se había suavizado y la gente que lo rodeaba se había vuelto más benévola con él, la ingenuidad no era uno de sus pecados capitales. La manera en que se habían ido sucediendo los acontecimientos aquel día y, sobre todo, la tardanza de Lankau eran razones suficientes para inquietarse. Durante años, la fraternidad de los simuladores se había preparado para que pudiera surgir alguien que amenazara su posición. Por esa misma razón, en algunos momentos de su vida, Horst Lankau había jugado con la idea de realizar su empresa y emigrar. A Argentina, Paraguay, Brasil, Mozambique, Indonesia; eran tentadoras las historias de países más calurosos y ambientes cerrados y seguros. Sin embargo, su familia se había opuesto: desconocían sus motivaciones.

En cuanto a Stich y a Kröner, siempre habían antepuesto la comodidad a todo lo demás. Ahora las cosas habían cambiado; Kröner ya no estaba dispuesto a correr ningún riesgo en aras de la comodidad. En los últimos años, en los que había fundado una familia nueva y había aprendido a hacerles sitio a los sentimientos, habían ido cobrando peso otras y más trascendentales consideraciones. Se había hecho mayor, un trasplante no era deseable, aunque posible. En cambio, su mujer era joven y podría adaptarse a cualquier rincón del mundo. Un mundo nuevo de acuerdos mutuos y los sueños menudos y cercanos de un niño lo habían clavado al lugar sin provocar ningún tipo de aversión.

Kröner también echó un vistazo a su reloj.

—¡Petra! —dijo.

—¡Petra, claro!

El viejo asintió con la cabeza.

—No cabe otra posibilidad.

Carraspeó una vez más, se secó la comisura de los labios y prosiguió:

—¿Quién sabe? A lo mejor ha estado esperando todos estos años a que surgiera la ocasión adecuada. ¡Y, por lo visto, le ha llegado ahora!

—¡Debe de habérselo contado todo!

—¡Es posible, sí!

—¡Eso quiere decir que Lankau ya no está vivo!

—¡Probablemente, no!

El jefe de sala se apresuró a acercarse a la mesa en cuanto Peter Stich lo llamó.

—¡Nos vamos! —dijo.

Las huellas en el suelo de la columnata evidenciaban que había tenido lugar una pelea. En cuanto Stich y Kröner se hubieron asegurado de que no habían pasado por alto ningún rastro de sangre u otra señal que pudiera dar una pista del desenlace de la contienda, se dirigieron rápidamente hacia el piso de Peter Stich en Luisenstrasse, donde, unas horas antes, habían dejado a Gerhart Peuckert al cuidado maternal de Andrea.

Aparte de Petra, Andrea era la única persona capaz de arrancarle una sonrisa a Gerhart. Sólo ocurría muy de vez en cuando y solía ser una sonrisa torpe, pero ocurría. Y Andrea pagaba por la confianza que él le brindaba. Cada vez que habían instalado a Gerhart Peuckert en el piso de Stich, Andrea se había desvivido por él. Kröner alzó la vista hacia los edificios que aparecieron al doblar la esquina. Jamás había comprendido por qué Andrea se mostraba tan generosa; normalmente no era así.

A lo largo de todos los años, durante los que el marido de Andrea y sus amigos habían pagado por la estancia de Gerhart Peuckert en el sanatorio, Kröner siempre supo que ella había considerado a Gerhart un ser indigno. La sociedad debía desembarazarse de los parias, ésa había sido siempre su opinión. Lo había visto puesto en práctica en los campos de concentración y le había gustado. El exterminio decidido significaba menos gastos y menos trabajo. Tan sólo el extraño afecto que su esposo y los amigos de éste mostraban para con el demente la hacía mostrarse falsamente solícita.

Andrea era buena fingiendo.

En general, había muchas razones por las que Kröner se oponía a que su esposa la tratara.

Andrea percibió su nerviosismo antes de que hubieran entrado al corredor. Kröner la vio desaparecer como una sombra por el estrecho pasillo. Antes de devolverles el saludo, había agarrado a Gerhart Peuckert por el brazo y se lo había llevado al comedor. Allí solía dejarlo a menudo a oscuras.

Esta vez, Andrea encendió una de las lámparas de la pared.

—¿Qué ha pasado? —dijo, a la vez que señalaba una botella de vino de Oporto que había en el aparador.

Stich sacudió la cabeza.

—¡Nada que podamos remediar, me temo!

—¿Dónde está Lankau?

—No lo sabemos. ¡Ése es el problema!

Andrea Stich se secó las manos en una toalla y, sin decir nada, fue a por el listín de teléfonos de su marido que estaba sobre la carpeta, en su estudio. Peter Stich lo cogió sin darle las gracias.

Ni la llamada a la casa de Lankau ni a su segunda residencia surtieron efecto. Kröner se mordió la cavidad bucal. Frunció el ceño e intentó rememorar su casa y sus alrededores al despedirse de su esposa y de su hijo. No había notado nada fuera de lo normal. De pronto un escalofrío le recorrió el cuerpo y sus hombros empezaron a temblar. Había que reprimir los malos presentimientos. Ahora se trataba de Lankau. Era como si se lo hubiera tragado la tierra.

—Veamos —dijo Stich colocándose detrás de Kröner, desde donde disfrutaba de una amplia vista de los aparcamientos y de la calle en la que todavía se respiraba vida a la luz tardía y pálida del atardecer.

—En el caso de que Von der Leyen haya acabado con Lankau, cabe suponer que muy pronto pasará algo. Por lo visto, Gerhat Peuckert es importante para Arno von der Leyen. Pero ¿por qué lo es? ¿Puedes decírmelo tú, Wilfried? ¿Por qué ese diablo no escatima ningún medio para ponerse en contacto con nuestro amigo mudo?

—¡Creo que es todo lo contrario! Estoy convencido de que nosotros somos su objetivo. ¡Peuckert no es más que una herramienta para dar con nosotros!

—Ya, pero ¿qué sentido tiene eso, Wilfried? ¿Por qué iba a creer que nos encontraría a través de Peuckert? Lo único que, en lógica, nos une a Peuckert es haber pasado unos meses con él en una casa de locos. Y debo añadir que de eso hace cientos de años.

—No lo sé. ¡Pero estoy seguro de que lo que pretende Von der Leyen es chantajearnos!

—¡En eso estoy de acuerdo! Llegados a este punto, lo hace para lucrarse, eso también lo creo yo. Bien es cierto que entonces fuimos muy duros con él, pero no creo que lo impulse la sed de venganza.

Stich se volvió, dejándose absorber por la gran superficie de cristal de la ventana.

—A ése lo deja frío la venganza, estoy convencido. La venganza sólo es para los seres irracionales. Von der Leyen no es irracional, si quieres saber mi opinión. ¡Sea quien sea ese tipo!

Era evidente que a Stich lo concomían todas las preguntas sin contestar. La irritación se dibujaba en su rostro con claridad.

—A lo mejor, Peuckert puede ayudarnos de alguna manera a dar con una pista, Peter.

Stich se volvió hacia su esposa. Kröner sabía por qué había hablado desde la otra punta de la habitación. Cuando su marido estaba de aquel humor, era muy capaz de pegarle en cuanto se quedaban a solas. Aunque solía arrepentirse luego y sin duda ya no repartía sus golpes con la misma autoridad de antes, Kröner sospechaba que la mujer, a esas alturas de la vida, prefería que los golpes los recibieran otros. Como, por ejemplo el idiota que se encontraba en el comedor.

También ella se había debilitado con la edad.

Tras unas cuantas llamadas más, Stich entrecerró los ojos. Se volvió hacia Kröner y sacudió la cabeza. Ambos habían aceptado la inevitabilidad de la nueva situación.

El hombre del rostro picado se quedó mirando el teléfono un buen rato. A estas horas, su mujer y su hijo ya debían de haber llegado a su destino. En el momento en que se disponía a coger el auricular, Andrea entró por la puerta con el hombre robot a rastras. Todavía masticaba la comida. Stich lo cogió del brazo y lo sentó suavemente en el sofá. Luego le pasó la mano por el pelo; era una costumbre que había adquirido con el paso del tiempo. El demente se había convertido en una especie de animal de compañía. Se había convertido en su pequeña mascota encerrada. Su gatito y su pequeño mono. Sólo Lankau mantenía una actitud distante.

—¿Has comido, pequeño Gerhart? ¿Andrea ha cuidado bien de ti?

La dulzura siempre irrumpía en su rostro cuando oía hablar de Andrea. Como ahora. Peuckert sonrió y miró hacia Andrea, que acababa de encender la araña.

—¿Te gusta estar un rato sentado en el salón con nosotros, pequeño Gerhart? ¿Quieres que Kröner se siente un ratito a tu lado también?

Stich le cogió las manos y las frotó como si estuvieran heladas.

—Así, Gerhart, así es como te gusta a ti, ¿verdad?

El anciano volvió a acariciar el dorso nervudo de la mano de Gerhart y le sonrió.

—A Andrea y a mí nos gustaría saber si Petra sigue visitándote a menudo.

Kröner detectó un ligero fruncimiento en los labios de Gerhart, apenas perceptible. Ese pequeño gesto hablaba por sí solo. Stich volvió a palmearle la mano.

—Y también nos gustaría saber si te hace muchas preguntas, Gerhart. ¿Te hace preguntas extrañas de vez en cuando? ¿Te pregunta, por ejemplo, acerca del pasado, de los viejos tiempos, o de lo que hacemos cuando nos vamos de excursión al bosque? ¿Lo hace, pequeño Gerhart?

Gerhart apretó los labios y miró hacia el techo, como si pensara.

—Bueno, a veces es difícil acordarse. Pero entonces a lo mejor puedes decirme si alguna vez te ha hablado de Arno von der Leyen, amiguito.

El hombre que estaba sentado totalmente quieto en el sofá volvió a apretar los labios.

Stich se puso en pie y soltó las manos de Gerhart tan inesperadamente como las había cogido.

—Has de saber que ese tal Arno von der Leyen te está buscando, pequeño Gerhart. ¡Y no entendemos por qué! Y se hace pasar por otro. ¿Sabes lo que dice Kröner que se hace llamar?

Gerhart le envió una mirada apática a Kröner. Kröner no fue capaz de evaluar si lo había reconocido o si había sido una mirada fortuita.

—Se hace llamar Bryan Underwood Scott —prosiguió Stich riéndose secamente antes de carraspear de nuevo—. ¿No es gracioso? Ha estado en Santa Úrsula. Le habló en inglés a Frau Rehmann. Sorprendente, ¿no? ¿No te parece extraño?

Kröner se acercó a Peuckert y se agachó para observar su rostro de cerca. Como de costumbre, no detectó ni la más mínima reacción. Tendrían que ocuparse del asunto sin su ayuda.

—Encontraré a Petra —dijo Kröner incorporándose de golpe.

El anciano no le quitó los ojos de encima mientras se incorporaba. Abrió los ojos desmesuradamente.

—¡Sí! Y cuando la encuentres, harás todo lo que esté en tus manos por sacarle la verdad, ¿verdad, Wilfried? Si tienes la más mínima sospecha de que nos ha traicionado, mátala, ¿has entendido? —dijo, a la vez que cogía a Peuckert jovialmente por la nuca.

—¿Qué hay de la carta con la que siempre nos ha amenazado?

—¿Qué prefieres, Wilfried? ¿La peste o el cólera? ¡Si no hacemos nada, no hay duda de que tendrás un problema! ¿Y si finalmente decides animarte a hacer lo que debes?, ¿quién sabe lo que puede ocurrir después?

La mirada que le envió Stich fue despectiva.

—Han pasado ya casi treinta años, Wilfried. ¿Quién iba a tomarse un pedazo de papel como ése en serio? ¿Y quién nos asegura que realmente existe? ¿Acaso podemos fiarnos de la pequeña Wagner? ¡Vete ya y haz lo que te he dicho! ¿Lo has entendido?

—¡No hace falta que me des órdenes, Stich! ¡Sé pensar por mí mismo!

Sin embargo, la verdad era que no. Kröner ya no era capaz de pensar. Fuera lo que fuese lo que la reunión con Petra trajera consigo, la situación era totalmente nueva para él, nueva y mudable; dos elementos que se daban de narices con la seguridad que su vida cotidiana demandaba. Al abandonar el salón, se volvió hacia Gerhart Peuckert. Los labios del hombre encogido en el sofá temblaron levemente cuando Stich lo agarró amistosamente por la nuca. Sus ojos no expresaban ningún sentimiento. Su mirada era profunda, como de cansancio por el día que declinaba.

Mientras aún se colocaba el sombrero, Kröner percibió el movimiento difuso de Stich a sus espaldas. Se volvió hacia la puerta, a tiempo para ver cómo el golpe de Stich alcanzaba la sien de su víctima impotente. Peuckert rodó por los suelos protegiendo desesperadamente su rostro con ambas manos.

—¿Qué quiere de ti Arno von der Leyen, imbécil? ¿Acaso eres valioso? —gritó, a la vez que le propinaba una patada con tal fuerza que su débil rodilla emitió un chasquido.

El viejo gimió y miró con sus fríos ojos el cuerpo que estaba tirado en el suelo despectivamente.

—¿Qué tiene ese cerdo que ver contigo?

A pesar de la rodilla, el viejo volvió a patalear. Kröner atrapó la expresión del rostro de Peuckert durante un instante. Parecía más sorprendido que suplicante.

—¿Qué tendrás tú que haga que ese diablo tal vez haya pasado casi treinta años en el extranjero sin olvidarte? ¡Me gustaría saberlo! ¿Qué me dices, pequeño Gerhart? ¿Puedes contárnoslo, a mí y a Andrea?

Stich volvió a propinarle una patada, sin esperar la respuesta.

—¿Puedes decirnos lo que el presunto Bryan Underwood Scott quiere de ti?

A sus pies, el hombre había empezado a sollozar. Había pasado otras veces. Un flujo inarticulado de sonidos que, Kröner sabía, podía llevar a Stich a volver a pegarle con más fuerza, a pesar de que jamás lo había visto con sus propios ojos. Kröner volvió a entrar en el salón y agarró a Stich del hombro. La mirada que le devolvió éste le dijo que su gesto había sido innecesario. Stich sabía perfectamente que ya estaba bien. El tiempo podía ser escaso. Debía procurar tranquilizarse.

Andrea Stich pasó tranquilamente por delante de Kröner, se metió en la cocina y sirvió un schnapps cristalino y aromático en un vasito sucio. Su marido se lo bebió de un trago, tras lo cual se sentó tranquilamente en la silla deslucida, delante del escritorio. Tras unos segundos iniciales de incertidumbre, apoyó la barbilla en la mano y se puso a pensar.

El hombre magullado se puso en pie y siguió a Andrea, que se dirigió al comedor para apagar la luz. Volvió a sentarse en su sitio sin decir nada. Delante tenía un platito con cuatro galletas untadas de mantequilla. Todos sabían que le gustaban las galletas con mantequilla.

No las tocó. En lugar de comérselas, empezó a mecer el cuerpo hacia adelante y hacia atrás, apoyando las muñecas en el borde de la mesa. Al principio, de forma casi imperceptible; luego, cada vez con más violencia.

Kröner se atusó el sombrero y abandonó el salón silenciosamente.