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James se encontraba fatal cuando despertó por los dolores que le habían provocado los electro-choques. Así había sido cada vez. Se sentía, ante todo, extenuado. Todas las fibras de su cuerpo estaban aturdidas; los sentidos, embotados y confusos. Y estaban, además, la conmoción, la emoción, el sentimentalismo, la autocompasión y la confusión; la expresión integral de la mente que se enturbiaba, abandonándolo a un estado mental crónico de terror y tristeza.

El miedo era un señor severo, eso hacía tiempo que lo había entendido; aunque, a medida que fueron pasando los días, aprendió a vivir con él y a dominarlo. Y puesto que la guerra se había ido acercando paulatinamente y el estruendo de las bombas sonaba a lo lejos, desde Karlsruhe, había empezado a abrigar una fe endeble en que pronto acabaría aquella pesadilla. Procurando siempre mantener los sentidos en alerta, James intentaba disfrutar de las horas de las que disponía contemplando inmóvil la vida que se desarrollaba a su alrededor o dejando que los sueños lo trasladaran lejos de allí.

A lo largo de los meses que habían transcurrido había aprendido a adoptar a la perfección el papel que el azar le había asignado. Nadie podía sospechar que estaba simulando. Fuera la hora que fuese, el que despertaba a James siempre era recibido con una mirada vacía. No les daba mucho trabajo a las enfermeras, puesto que comía, no ensuciaba la cama y, sobre todo, se tomaba todos los medicamentos que le daban sin mostrar aversión alguna. Por tanto, James se hallaba en una estado de letargo permanente, sus pensamientos se generaban lentamente y pasaba algunos ratos felices en los que todo le daba igual.

Las pastillas eran prodigiosamente efectivas.

Las primeras veces que había visitado al médico tan sólo había movido la cabeza cuando éste alzaba la voz. Jamás había efectuado un movimiento sin que se lo hubieran ordenado previamente. A veces, durante el repaso de su expediente médico, la enfermera lo había hecho en voz alta, con lo que la vida que había tomado prestada, poco a poco, se fue perfilando de acuerdo con aquellas páginas amarillentas. Si alguna vez James se había arrepentido de haber arrojado aquel cadáver por la ventana, ese remordimiento desapareció la primera vez que fue confrontado con la verdadera naturaleza de su salvador.

James y su víctima tenían prácticamente la misma edad. Gerhart Peuckert, tal era su nombre, había hecho carrera con una rapidez asombrosa y había sido nombrado Standartenführer de la policía de seguridad de las SS, una especie de coronel. Por tanto, ostentaba la graduación más alta de la sala, dejando a un lado a Arno von der Leyen, la identidad que había adoptado Bryan. Gozaba de un trato especial en la sección; a veces incluso había llegado a tener la sensación de que algunos lo temían o lo odiaban, pues las miradas con las que lo contemplaban eran frías.

A aquel hombre no se le había escapado ni un solo pecado, Gerhart Peuckert había eliminado brutalmente todos y cada uno de los obstáculos que se habían interpuesto en su camino y había castigado despiadadamente a los que le habían desagradado. El frente oriental le había ido a pedir de boca. Al final, algunos subordinados se habían rebelado y habían intentado ahogarlo en la misma tina que él había utilizado durante las torturas a las que había sometido personalmente a partisanos soviéticos y a civiles engorrosos.

Aquel ataque lo había postrado en la cama en un estado comatoso en el lazareto. Nadie esperaba que pudiera recuperarse. El proceso contra los agresores fue corto: una cuerda de piano alrededor del cuello y la muerte por asfixia. Cuando finalmente despertó, en contra de todos los pronósticos, decidieron trasladarlo a casa, de vuelta a la patria. Fue durante ese viaje que el verdadero Gerhart Peuckert finalmente pagó por sus actos y James se convirtió en su sustituto.

Su caso era característico de la sala en su conjunto. Era un oficial de alto rango de las SS, mentalmente lisiado, y un lacayo demasiado destacado para que fuera abandonado sin más a su suerte. Normalmente, para este tipo de casos complicados, las SS solían aplicar un único método: la inyección y el ataúd. Sin embargo, mientras todavía hubiera la más mínima esperanza de que uno solo de esos vástagos leales del Führer pudiera recuperarse, todos harían lo imposible por ellos con los medios que tuvieran a su alcance. Mientras tanto, el destino de los pacientes seguiría siendo, en gran medida, un secreto para el mundo exterior. No podían permitir que un oficial de las SS volviera a su casa en aquel estado de demencia. Podría resultar desmoralizante, ensuciaría la grandeza del Tercer Reich y pondría en entredicho la confianza en las noticias que llegaban del frente y, por añadidura, sembraría la duda entre la población, que empezaría a desconfiar de la invulnerabilidad de sus héroes. Las familias de los oficiales serían deshonradas, habían repetido una y otra vez los oficiales de seguridad a los médicos. Antes un oficial muerto que un escándalo, podrían haber añadido.

Esta circunstancia, unida al hecho de que todos los oficiales heridos de las SS constituían una élite, había convertido la zona en un objetivo estratégico para los enemigos, tanto internos como externos, de la patria y, por tanto, habían transformado el hospital en un fortín al que no podía acceder ningún indeseado y que tan sólo podían abandonar los pacientes que hubieran sido dados de alta y sus vigilantes.

El hospital estaba permanentemente a punto de estallar a causa de los continuos ingresos, aunque el flujo de dementes había cesado. Tal vez, las autoridades habían admitido tácitamente que el Tercer Reich no disponía de tiempo suficiente para sacar provecho a ese tipo de pacientes, tal como se estaba desarrollando la guerra últimamente. Tras el desmoronamiento del Frente Oriental, no podían permitirse perder el tiempo con experimentos ulteriores.

En los últimos tiempos, muchos de los pacientes habían empezado a dar muestras de mejoría y resultaría muy llamativo si alguno de ellos se retrasaba con respecto a los resultados del tratamiento. James abandonó el canturreo, esperando que tal paso lo ayudaría a evitar los tratamientos periódicos de electrochoque. Esos tratamientos violentos incidían, más que nada, sobre la capacidad de concentración, convirtiéndose, por consiguiente, en una amenaza para la tarea primordial de James: inclinaba la cabeza hacia atrás, cerraba los ojos y revivía las películas que había visto en el pasado.

—¿Dónde está el sargento Cutter? —exclamó el sargento Higginbotham.

—Está ocupado —contestó de mala gana Víctor McLaglen desde el alféizar de la ventana.

Se volvió hacia Cary Grant, alias el sargento Cutter, que golpeaba a los soldados que intentaban forzar la escalera.

—¡Mira que comprar un mapa de un tesoro enterrado! Ja, ja. Deberías someterte a un examen mental —le espetó Douglas Fairbanks Jr. con los brazos en jarras.

Cary Cutter Grant los sacudió a todos hasta que los kilts volaron por los aires y los hombres cayeron escaleras abajo.

—Podríamos haber abandonado el ejército y haber vivido la vida a todo tren, ¿no? —dijo con una mirada feroz.

En ese mismo instante fue torpedeado con una silla. Más arriba había un escocés que miraba sorprendido los pedazos de madera que tenía en la mano. El semblante de Cutter seguía imperturbable, al límite de la amenaza.

—Oh… —dijo, a la vez que señalaba con un dedo acusador al hombre que intentaba huir del lugar—, ¡pero si es el tipo que me vendió el mapa!

Grant alzó la mano en el preciso instante en que Fairbanks Jr. se disponía a agarrar al escocés. Entonces cogió al montañés por el cuello, lo golpeó con un único golpe seco y lo sacó por la ventana.

—¡Eh! —le increpó Higginbotham desde abajo—, ¡suelta a ese hombre!

Cuando llegaba a este punto, a James le solía costar reprimir la risa. Echó un vistazo a su alrededor y reprimió la risa al ver al escocés que se precipitaba al vacío y a Cary Grant abriendo los brazos en un gesto con el que pretendía pedir perdón.

Gunga Din era una de las películas preferidas de James; una pieza recurrente de su repertorio cinematográfico sonoro.

Cuando «interpretaba» una de sus películas, acostumbraba a empezar por el principio repasando cada una de las secuencias hasta el final. Una trama que podía contarse en poco más de una hora en el cine podía llegar a durarle toda una mañana o una tarde. Mientras James estuviera ocupado en la disección de una película, el mundo exterior perdía toda importancia. Cuando los pensamientos tristes o el miedo a no volver a ver jamás a sus seres queridos se hacían demasiado presentes, James se consolaba con esta forma de distracción.

A menudo, su generosa madre les había dado unas cuantas monedas a él y a sus hermanas para que pudieran arrebujarse en los asientos del cine los domingos de sesión continua. Buena parte de su infancia había transcurrido frente al parpadeo de la pantalla en la que aparecían Deanna Durbin, el Gordo y el Flaco, Nelson Hedi o Tom Mix, mientras sus padres paseaban por la avenida principal de la ciudad, intercambiando saludos y cumplidos con los demás burgueses de la zona.

Le resultaba fácil rememorar a las hermanas Elizabeth y Jill, que soltaban risitas ahogadas en la oscuridad de la sala y se decían cosas al oído mientras el héroe besaba a la heroína y el resto del público soltaba todo tipo de improperios.

Los recuerdos, las películas y los libros que había devorado a lo largo de los años de escuela impedían que se volviera loco. Sin embargo, cuantos más electro-choques recibía, y cuantas más pastillas tragaba, más frecuentes se hacían las veces en que se quedaba en blanco en mitad de una trama, sobrecogido por un repentino vacío en la memoria.

En esos momentos le resultaba imposible recordar los nombres de Douglas Fairbanks Jr. y de Víctor McLaglen en la película. Pero ya le vendrían a la memoria. Al menos, eso era lo que solía pasar.

James descansó la cabeza pesadamente en la almohada y rozó el pañuelo de Jill que había escondido debajo del colchón.

—Herr Standartenführer, ¿no cree que debería intentar salir de la cama y darse una vueltecita? Lleva toda la mañana sin moverse. ¿Le pasa algo?

James abrió los ojos y se encontró con el rostro de la enfermera. Ella le sonrió y se puso de puntillas para poder pasar el brazo por debajo de la almohada y subirla un poco. Hacía meses que James tenía ganas de dirigirse a ella, contestar alguna de sus preguntas o darle una leve señal de mejoría. En cambio, la miraba con ojos vacíos sin dejar que su rostro mudara de expresión.

Se llamaba Petra y era el único ser humano verdadero que había conocido hasta entonces.

Petra había llegado como si la mismísima providencia se la hubiera enviado. Primero se había preocupado porque las demás enfermeras dejaran a su vecino, Werner Fricke, en paz con su calendario.

Luego había hecho frente a un par de enfermeras para que incidentes como mojar la cama o negarse a ingerir alimentos dejaran de ser castigados, con tanta dureza.

Y por último, se ocupó especialmente de James. Desde el primer día en que lo había visto, había sentido una simpatía especial por él, era evidente. Otros pacientes también habían sido merecedores de su especial atención pero, hasta entonces, sólo James había conseguido que se detuviera al pie de la cama con una expresión triste y vulnerable en el rostro y los hombros caídos. «¿Cómo es posible que sea capaz de sentir algo por un hombre como Gerhart Peuckert?», se preguntaba James a menudo. Suponía que era una chica ingenua y ligeramente falta de imaginación a la que habían arrojado directamente del colegio de monjas al ejercicio de la enfermería en Bad Kreuznach. Era tan obvio que no tenía experiencia vital. Cuando Petra nombraba a su maestro y santo secular, el profesor Sauerbruch, sus ojos brillaban embelesados y sus manos trabajaban con una rapidez y una seguridad inusitadas. Y cuando un paciente tenía un ataque y mandaba a todo el mundo al infierno, se santiguaba antes de salir corriendo a por ayuda.

La explicación más verosímil a la predilección que Petra sentía por James seguramente era que ella era una jovencita romántica y recatada con necesidades naturales que, además, lo encontraba guapo y atractivo y sabía apreciar sus dientes blancos y sus hombros rectos. La guerra hacía ya casi cinco años que duraba. No debía de tener más de unos dieciséis o diecisiete años cuando la vida dura y abrumadora del hospital se convirtió en su realidad vital. ¿Acaso había dispuesto de tiempo para dar rienda suelta a sus sueños y a sus fantasías anteriormente? Era imposible imaginarse que hubiera tenido ocasión de amar y de ser amada alguna vez.

De todos modos, si era cierto que James había despertado alguna esperanza en ella, él no haría nada por evitarlo. Era una muchacha dulce y bonita. De momento, sería prudente y disfrutaría de sus cuidados. Mientras estuviera ella para obligarlo a comer después de una sesión de electrochoque y para cerrar la ventana cuando la corriente empezaba a tensarle los músculos de la nuca, su cuerpo no sería lo primero que le fallaría.

—¡Venga, Herr Standartenführer! —prosiguió, empujando sus pies por el borde de la cama—. Esto no lo llevará a ninguna parte. Tiene que procurar ponerse bien, ¿de acuerdo? ¡Y para eso tiene que salir de la cama!

James se colocó entre las dos camas y empezó a avanzar hacia el pasillo central. Petra lo animó con un gesto de la cabeza y sonrió. Ese tipo de trato preferencial ya no le gustaba tanto a James. Lo convertía en objeto de la atención de las demás enfermeras, lo colocaba en una posición preferencial que podía llegar a significar represalias en nombre de la justicia y el equilibrio.

Sin embargo, no era de ese frente que James temía que fueran a llegarle los peores ataques. Cada vez más, la sensación de vigilancia y de tensión le llegaba de la estancia misma. Como una repentina llamada de atención cuando alguien te toca el hombro inesperadamente, aquel sentimiento se apoderó de él. Y aquel día volvió a ocurrir. James dirigió la mirada hacia el pasillo central a través de las pestañas medio cerradas. Ya era la tercera vez. Bryan lo miraba fijamente e intentaba ponerse en contacto con él.

«¡Deja de mirarme, joder! Es demasiado evidente», pensó con los ojos de Bryan pegados a él. Petra agarró a James por el brazo y le dio conversación como de costumbre, mientras se lo llevaba hacia la ventana que había al lado de las mesas con ruedas, en el otro extremo de la sala. James percibió a sus espaldas cómo Bryan intentaba ponerse en pie rápidamente. A pesar de que sólo hacía un día que había sido sometido a su último electrochoque, no se rendía.

El torrente de palabras que brotaba de la boca de la pequeña enfermera cesó cuando James empezó a tirar de ella en dirección a la cama. No iba a consentir que lo encerrara en la esquina junto a Bryan. En aquel mismo instante, Bryan vio la reacción de su compañero y dejó caer los brazos. Desesperado, se apoyó contra la cama cuando James pasó por su lado, cogido del brazo de la voluntariosa Petra.

«Ahora mismo estás débil, Bryan, pero mañana volverás a estar fresco —pensó James—. No quiero sentir pena por ti. Sólo quiero que me dejes en paz, Bryan. ¡Ya sabes que es lo mejor! Saldremos de aquí, te lo prometo. ¡Debes confiar en mí! ¡Pero ahora no puede ser! ¡Nos vigilan!». James oyó un crujido que provenía de la cama de Bryan y sintió cómo su mirada desesperada se le clavaba en la espalda.

Kröner, el hombre del rostro picado, los siguió tranquilamente y le dio un golpe a Bryan en el hombro. «Gut Junge, hopsa rundí», le dijo entre dientes a la vez que sacudía los barrotes de la cama vecina.

«Volvamos a Gunga Din. —James se deshizo de los brazos de Petra y se escurrió dentro de la cama—. ¿Cómo se llamaban aquellos malditos sargentos? ¡Piensa, James, piensa! ¡Si lo sabes de sobra!».

Kröner se había sentado y seguía con la mirada el trasero de Petra, adornado con aquel lazo blanco y ondeante, cuando finalmente ella se decidió a proseguir su trabajo.

—Deliciosos tutíut, ¿no cree, Herr Standartenführer? —dijo, dirigiéndose a James.

Cada una de las palabras era como una punzada heladora.

El gigante dobló las piernas y golpeó los jarretes contra el lado de la cama con tal fuerza que el esqueleto de hierro crujió. James nunca reaccionaba ante sus preguntas. Así, tal vez algún día dejaría de hacerlas.

Los hombres al lado de Kröner estaban sentados en sus camas como buitres, observando a un Bryan exhausto que se había enterrado entre las mantas. «Tranquilízate, Bryan —le suplicaba James en su cabeza—, ¡si no, nos pillarán!».