35
—¡Tú, Laureen! ¿Te has fijado en cómo me mira ese señor?
—¿Quién, Bridget? ¡No veo a nadie!
Laureen paseó la mirada por el restaurante del hotel Colombi. Cerca de cien personas se habían congregado en el comedor para disfrutar del rato que precedía a la noche, cuando la cocina estaba a punto de servir la cena a sus clientes. Ni siquiera había reparado en el entrechocar del servicio y el murmullo constante de voces extranjeras. Sólo pensaba en Bryan y en las razones que la habían llevado a dar un paso tan drástico como el de viajar a Friburgo. El desasosiego volvió a apoderarse instintivamente de ella.
No lograba recordar haber tenido antes una sensación como aquélla.
—¡Allá! Detrás de la mesa vacía del mantel morado. Nos está mirando ahora mismo. ¡Lleva una americana de cuadros! ¡Míralo!
—¡Ah, sí! ¡Ahora lo veo!
—Está de buen ver, ¿no te parece?
—Sí, desde luego.
Laureen se sorprendió por la repentina obcecación de su cuñada. «De buen ver» no era precisamente una expresión que pudiera aplicársele a aquel hombre.
—Interesante, ¿no?
Bridget posó los codos sobre la mesa y se inclinó ligeramente hacia adelante. Unas finas arrugas se propagaron inútilmente alrededor de su boca, revelando la afectación de sus gestos. Hizo un movimiento con la cabeza, como si se recolocara un mechón de cabello. Sin embargo, el contenido del bote de laca que acababa de diseminar por la habitación doble que compartían las cuñadas impedía ese movimiento.
El plan de Laureen era levantarse temprano al día siguiente, sábado, y vigilar el hotel de Bryan hasta que él lo abandonara. Entonces lo seguiría y vería qué pasaba. La sola idea de espiar a su marido era un desafío para ella, pero Bridget era su problema. No podía llevarla consigo.
—¿Por qué no levantas tu copa y lo saludas, Bridget?
La cuñada se ruborizó inmediatamente, volviendo de pronto a la realidad.
—¡Laureen! —dijo con énfasis—. ¡Y tú eres mi cuñada! ¿En qué estás pensando?
—Bueno, desde luego no en lo mismo que tú. Pero ¿eso qué importa?
—¡Santo Dios! ¿Qué va a pensar el pobre hombre?
—¿Quién?
—¡Ese hombre!
Bridget volvió a sonrojarse.
—Probablemente lo mismo que tú, querida Bridget.
Laureen constató que Bridget ya no podía ruborizarse más, aunque a punto estuvo de conseguirlo.
A la mañana siguiente, Laureen se levantó a las cuatro y cuarto. Había dormido pésimamente, se había pasado la noche retorciéndose, en vilo, abrazada a su almohada en un intento de controlar los sueños. La cama más cercana a la ventana estaba vacía y sin deshacer. Laureen ya se imaginaba los lamentos de su cuñada, el arrepentimiento poco convincente y sus numerosas aseveraciones y súplicas por ser comprendida.
El rocío había caído pesadamente aquella mañana. No se veían ni tranvías ni taxis y la ciudad todavía estaba aturdida por el sueño. De hecho, Laureen no se encontró con ningún otro ser viviente en el trayecto entre el hotel Colombi y el hotel de Bryan.
A pesar de todo, tuvo que esperar un buen rato hasta que los acontecimientos se desencadenaron. Si lo hubiera pensado un poco mejor, habría optado por esconderse detrás de los castaños que flanqueaban el callejón en el que se hallaba la entrada principal del hotel. Desde allí podría haber mantenido el portal del hotel bajo observación sin levantar sospechas y, a la vez, podría haber reaccionado con naturalidad y racionalmente, en el caso de que Bryan hubiera optado por rodear el hotel al abandonarlo. Si se decidía a hacerlo, estando Laureen en Urachstrasse, era posible que desapareciera sin que ella se diera cuenta.
Incluso antes de que hubiera tenido tiempo de plantearse el problema, éste se solucionó por sí solo. Se oyeron unos pasos en el pasaje y de pronto Bryan apareció en medio de la calle. Laureen estaba totalmente desprotegida. Aparte de Bryan, ella era el único ser viviente en aquel paisaje urbano. Como en un destello, vio el rostro de preocupación de su marido al subirse el cuello del abrigo. Estaba absorto en sus pensamientos y ni siquiera se percató de su presencia; algo extrañísimo en él.
Bryan se dirigió a paso ligero hacia el centro de la ciudad. Su porte y su vestimenta eran elegantes. Laureen lo siguió de puntillas por el adoquinado, con la esperanza de que pronto aparecieran otros transeúntes y que la calzada cambiara, adecuándose a sus tacones.
La figura que avanzaba de prisa, a escasos cien metros de ella, parecía ser más joven que la del hombre con el que había convivido durante tantos años. Irradiaba elasticidad, casi podría decirse que un distanciamiento juvenil que dejaba bien a las claras que se movía en una esfera distinta de la de su vida cotidiana. Parecía un extraño en aquel paseo matutino, a través de aquella ciudad extraña, cuyos habitantes seguían sumidos en sus sueños.
En su camino, Bryan pasó por encima de unas obras en la calle, desiertas por ser sábado, sin siquiera prestar atención a la grava que manchó sus elegantes zapatos de la casa Lloyd. Laureen vaciló un instante y perdió de vista a Bryan. Miró a su alrededor, extraviada. Era imposible que los tranvías fueran tan silenciosos, pero lo cierto era que Bryan había desaparecido.
«¡Mierda!», pensó. Se sentía ridícula en su intento de llevar a cabo una tarea tan simple como espiar a la única persona que se movía por las calles a aquella hora y, encima, en pleno día. Su viaje había sido demasiado largo para que acabara de aquella manera tan miserable.
Sin embargo, Laureen se repuso rápidamente y tomó una decisión. Apretó el paso y se dirigió hacia el centro.
El alivio que sintió al vislumbrar la silueta de Bryan, que caminaba con paso decidido, unos doscientos metros más adelante, fue enorme. Le dolían los tobillos. Poco a poco, había ido apareciendo gente por las calles. Laureen sintió que todo el mundo la miraba cuando recorrió la calle a toda velocidad, dando unos pasitos ridículos, impedida por aquellos tacones altos, los tobillos doloridos, la vestimenta, la edad y la baja forma física general.
Cuando la edificación se hizo más densa, Laureen casi lo había alcanzado. Precisamente cuando empezaba a sentirse confiada, Bryan inició una carrera hasta la parada, en el centro de la calzada, y se subió al vagón acoplado de un tranvía. A pesar de que Laureen había oído el tranvía, no le había prestado ninguna atención.
Y ahora ya no lo alcanzaría.
Lentamente, las peores maldiciones de una infancia lejana brotaron de sus labios. Se miró de arriba abajo. ¿Cómo diablos se le había ocurrido ponerse aquellos zapatos de tacón alto, con un bolso colgando del brazo, repleto de pintalabios y demás útiles que en ningún caso iba a necesitar para su cometido? ¿Pero en qué había pensado al vestirse aquella mañana? ¡Mira que enfundarse un traje estrecho y un abrigo de colores claros! ¿Acaso había optado inconscientemente por una vestimenta elegante, preparándose para un posible enfrentamiento?
Asintió ante esta explicación y su propia estupidez.
Siguió con la mirada el tranvía que se alejaba del lugar a un ritmo tranquilo.
Tal vez hubiera sido preferible llevarse a Bridget. Así, sin duda Bryan las habría descubierto y todo se habría terminado, pensó Laureen cuando tomó el camino de vuelta al hotel.
Al otro lado del canal, el tranvía se detuvo para que bajaran los primeros pasajeros de la mañana, dispuestos a emprender el trabajo, y subieran otros. Laureen entornó los ojos. Allí volvía a estar Bryan. Se había bajado en la primera parada.
Esta vez, Laureen pasó por alto todas las miradas de asombro. Se subió la falda y salió pitando detrás de Bryan.
Desde lejos, resulta casi imposible ver qué esquinas dobla un coche o un paseante. La mayoría de las veces, nos sorprende la amplitud de las calles y las ciudades. A medida que avanzamos, aparecen cada vez más calles en medio de un paisaje que, en la distancia, nos había parecido compacto y sencillo.
La primera vez que Bryan dobló una esquina, Laureen se había sentido totalmente segura, pero a la segunda se encontró con algunos problemas. Por tanto, se vio obligada a acercarse a las siguientes esquinas con cautela, con el fin de poder escudriñar tranquilamente la calle. Un par de peatones la miraron indecisos. Una niña con un monedero rojo de juguete en la mano la siguió fascinada durante un par de calles hasta que despertó y, de pronto, volvió pitando a la pastelería de la que había salido.
En la esquina de Luisenstrasse con Holzmarkt, Laureen volvió a divisar a Bryan. Estaba en medio de la calle, apoyado en el muro de una casa, con la mirada vuelta hacia arriba, hacia unos grandes ventanales. El edificio era de estilo clásico, burgués y pésimamente conservado. Parecía tener tiempo de sobra. Y fumaba.
A medida que la ciudad se había ido despertando a la típica agitación de una mañana de sábado en la que había que conseguir hacerlo todo en la mitad de tiempo, el desasosiego se fue apoderando de nuevo de Laureen. Sin duda, Bryan estaba metido en algo de lo que no quería hacerla partícipe.
De no haber sido porque Laureen conocía tan bien a su marido, no le habría resultado difícil llegar a la conclusión de que podía haber una mujer involucrada en el juego, tan turbador, desconcertante y absurdo como el panorama que, poco a poco, se iba abriendo ante sus ojos.
Le vino el rostro de Bridget a la mente y sacudió la cabeza.
«¡No sabemos nada del prójimo, ni tampoco sabemos nada de nosotros mismos!». Laureen volvía a oír con toda nitidez el mensaje pseudofilosófico de su hija. Sin embargo, el problema era que era una sandez, siempre lo había sabido. La cuestión se limitaba a ser lo suficientemente valiente para aceptar las distintas facetas de la vida propia y de la ajena.
Si te niegas a ello desde un principio, puedes llevarte una terrible sorpresa.
Ahora mismo, Laureen tendría que aceptar la posibilidad de no haber sido lo suficientemente abierta para con su marido. Estaba claro que Bryan podía haberla engañado, y también era obvio que podía haberse dejado llevar de un modo desconocido para Laureen. Desde luego, nunca había esperado delante de su ventana durante horas y horas.
Sin embargo, Laureen tenía la sensación de que se trataba de algo muy distinto y más trascendental.
Normalmente, un hombre como Bryan obraría de forma más directa, en caso de tener un cometido determinado. Y ahora sólo hacía que esperar delante de un edificio, mientras fumaba un cigarrillo detrás de otro. Estaba a la defensiva.
Ocasionalmente, le llegaba el ruido de la calle principal transportado por la brisa matinal. Después de algunas cavilaciones, Laureen decidió abandonar su puesto de vigilancia. Tenía que estar preparada para retomar la persecución. Y eso requería que se equiparara mejor, con otros zapatos y otra ropa. Todo parecía indicar que, de momento, Bryan no tenía ni la más mínima intención de abandonar el lugar.
Sólo la separaban unos cientos de pasos de la calle principal.
Después de haberse enfundado los tejanos, Laureen pasó a un par de botas de andar entre las ofertas que cubrían casi por completo la entrada principal de los grandes almacenes. En el preciso instante en que se disponía a ponérselas, vio pasar a su marido por la acera de enfrente.
Sus miradas se encontraron superficialmente. Laureen se mordió el labio y a punto estuvo de saludarlo, avergonzada como una colegiala, cuando él apartó la vista y siguió su camino.
No registraba nada.
Hasta que no lo alcanzó en la carretera de circunvalación, Laureen no se sintió segura de que no se le volvería a escapar. Bryan se detuvo en medio del puente peatonal y echó un vistazo hacia el parque, al otro lado de la carretera. El Stadtpark, parecía ser. Laureen depositó la gigantesca bolsa de plástico que contenía la falda y el abrigo en el suelo y se ató los zapatos. Eran cómodos y recogían los tobillos, pero eran nuevos. Antes de que hubiera terminado el día, los dedos de sus pies estarían sembrados de ampollas.
Y entonces fue cuando Bryan vio a la mujer.