50

«Una misión delicada», pensó Kröner. La posibilidad de quitar de en medio a Petra había estado presente durante muchísimos años y ahora resultaba incluso doloroso pensar en ello.

Era un engorro. En ese momento, ni siquiera sabía dónde estaba.

El problema principal era que era sábado. Eso quería decir que no había nadie en las oficinas con quien consultarlo. Las veces que había llamado a los teléfonos privados de los encargados se había encontrado con que todos estaban fuera haciendo recados. En pocas palabras, no conseguiría ninguna respuesta a sus preguntas.

¿Dónde estaba Petra Wagner?

Y aunque hubiera sido un día laboral normal, ¿en quién podría haber confiado? Llegaría un momento en que alguien se sorprendería por su curiosidad, sobre todo teniendo en cuenta que, después de sus pesquisas, la mujer habría desaparecido de la faz de la tierra.

Lo que más le apetecía era dar media vuelta y dirigirse al Titisee, donde su mujer y su niño seguramente ya se habían comido unos cuantos pasteles de salvia en el hotel Schwarzwald. Estrujó el volante mientras se acercaba al semáforo. A su derecha, el tentador camino que llevaba hacia los barrios residenciales; a su izquierda, el camino que lo llevaría a su destino. Cuando el semáforo se puso verde, dio gas y giró a la izquierda, pasando por delante de los bloques de pisos que precedían al edificio al que pertenecía el pequeño piso de Petra Wagner.

El bloque estaba tan desierto como la calle. Ni el portal ni la puerta principal del piso le supusieron demasiados problemas. Un leve aunque decidido empujón con todo el cuerpo en el lugar indicado solía ser suficiente para abrir la mayoría de las puertas antiguas.

Los diarios estaban esparcidos por el suelo del zaguán. Hacía varias horas que el piso estaba vacío.

Era la primera vez que Kröner entraba en aquel piso. El olor dulzón y pesado de una mujer de mediana edad pendía en el aire de ambas estancias. El piso estaba recogido y resultaba triste.

Salvo uno, los cajones del escritorio no estaban cerrados con llave y estaban extrañamente vacíos. Algunas carpetas que sobresalían en el estante inferior de la estantería llamaron la atención de Kröner, hasta que descubrió que contenían recetas de cocina. Kröner dejó las recetas esparcidas por el suelo. A media altura, Petra había sacado uno de los estantes para dejar sitio a toda una galería de personajes encuadrados en marcos cincelados; probablemente, retratos del círculo de amigos y familiares más cercanos. En el marco que ocupaba el centro del estante había una foto de una Petra más joven y vestida de uniforme, una camisa de rayas azules y blancas y anticuadas y una falda blanca con peto y tirantes. Petra sonreía con más naturalidad de la que Kröner estaba acostumbrado a apreciar en ella. Gerhart Peuckert estaba sentado en una silla delante de la mujer, mirando a la cámara con una sonrisa tan ligera y volátil que casi parecía retocada.

En la habitación contigua la cama estaba sin hacer. La ropa interior y las prendas del día anterior estaban tiradas de cualquier manera sobre el tocador. Había otra hilera de fotos colgada a la cabecera de la cama. Ninguna de las personas retratadas en ellas tenía que ver con la faceta de la vida de Petra que Kröner conocía.

Volvió a echar un vistazo al cajón cerrado con llave, se metió la mano en el bolsillo y sacó una navaja. Una punzada rápida y seca directamente al pestillo, seguida por un giro rápido fueron suficientes para abrir el cajón.

En su interior aparecieron más fotos de ella y Gerhart. Kröner sacó cuidadosamente el montón de fotos y las depositó boca abajo sobre la mesa. Los documentos no tenían más de un par de años de antigüedad. Los ahorros de Petra Wagner y diversos souvenirs de tierras lejanas daban testimonio de la humildad y la falta de fantasía de Petra. Por lo visto, no le había sacado demasiado rendimiento al dinero que se habían comprometido a adelantarle.

Kröner devolvió los papeles a su sitio, cerró el cajón y sacó la navaja de la cerradura lentamente hasta que oyó un clic. Luego sacó la papelera de debajo de la mesa, la revolvió, separó papel de embalaje, papeles y catálogos publicitarios, volvió a juntarlo todo en un montón y lo metió de nuevo en la papelera. Al volver a colocar el cesto de mimbre debajo de la mesa, su mirada tropezó con las recetas de cocina que seguían esparcidas por el suelo. Suspiró, se arrodilló y juntó las hojas en un montón. Cuando se disponía a meterlas en el libro, una esquina amarillenta de una hoja de papel le llamó la atención. Era evidente que no tenía nada que ver con las recetas.

Incluso antes de desdoblar la hoja, supo que por fin Petra había perdido el control sobre su vida y la de Gerhart. Leyó rápidamente el texto escrito en aquella hoja que recordaba palabra por palabra, a pesar de que hacía toda una vida que la había visto por primera vez. Aquel pedazo de papel insignificante había infectado la mayor parte de su vida adulta y las de los demás.

Kröner sonrió levemente y volvió a doblar la hoja, se la metió en el bolsillo interior de la chaqueta y se quedó mirando fijamente el disco del teléfono antes de descolgar el auricular. Pasó al menos un minuto hasta que la voz jadeante de una mujer respondió:

—¡Buenas tardes, Frau Billinger, soy Hans Schmidt!

Volvió a cerrar la navaja con una mano y se la metió en el bolsillo.

—¿Podría decirme si Petra Wagner ha aparecido por el sanatorio hoy? —preguntó.

Frau Billinger era una de las enfermeras que llevaba más tiempo en el Kuranstalt St. Úrsula. Cuando no estaba en su despacho, solía ser porque había bajado a la cocina a hacerse un té de menta y se lo había llevado al salón del ala A. El televisor de aquella sala era el más nuevo y, además, las sillas llevaban fundas de plástico que evitaban que la tapicería oliera a orina. Cuando se sentaba en una de aquellas sillas y se dejaba llevar por una teleserie, solía olvidarse de que tenía una casa que la esperaba.

—¿Petra Wagner? No, pero ¿por qué iba a estar aquí? Por lo que yo sé, se han llevado a Erich Blumenfeld a casa de Hermann Müller. ¿No es así?

—Sí, pero Petra Wagner no lo sabe.

—¡Vaya!

Kröner se imaginaba su rostro meditabundo y brillante.

—Entonces es un poco raro, ¿no le parece? Son más de las seis. ¡Debería estar aquí ya! Pero ¿por qué me lo pregunta? ¿Ha pasado algo?

—No, desde luego que no. Sólo es que tengo una propuesta que hacerle.

—¿Una propuesta? ¿Qué tipo de propuesta, Herr Schmidt? Si cree que podrá convencerla para que trabaje aquí, se equivoca. Le pagan mucho mejor donde está.

—Sin duda, Frau Billinger, sin duda. ¿De todos modos, sería tan amable de pedirle que me llame a casa en cuanto aparezca? Se lo agradecería mucho.

El silencio al otro lado de la línea solía significar que Frau Billinger estaba de acuerdo.

—¡Y una cosa más, antes de que se me olvide, Frau Billinger! Nos gustaría que no volviera a marcharse cuando descubra que Erich Blumenfeld está de fin de semana. Envíe a uno de los enfermeros a por pasteles. No se preocupe, ¡pago yo! Sírvale una taza de té y, mientras tanto, nosotros nos acercaremos al sanatorio. ¡Pero acuérdese sobre todo de llamarnos en cuanto llegue!

—¡Uhhh!

La alegría de Frau Billinger era casi visible a través del auricular.

—¡Qué interesante! ¡Me encantan los pasteles y los secretos!