67
Los acontecimientos del día anterior todavía se dejaban notar. Las náuseas empezaban a ceder, pero el dolor en el cuerpo era pronunciado. El disparo, las cuchilladas, los golpes y los puntapiés tardarían meses en curarse, Bryan había tenido que cambiar los vendajes tres veces en una sola noche. Miró preocupado a Laureen; tampoco ella había pegado ojo. El dolor de cabeza estaba a punto de consumirla; los intentos continuados de maquillarse no habían logrado ocultar los daños sufridos.
Bryan toqueteó su paquete de tabaco. Sentía que estaba tan pálido como la cal y alargó la mano hacia el teléfono.
—¿Y por qué no volamos a casa? —volvió a decir Laureen.
Desde que Bryan había abandonado su hotel aquella misma mañana, había estado pegado al teléfono de la habitación de su esposa.
Laureen acabó de hacer las maletas. Mientras las hacía, tuvo que sentarse varias veces. Había sido una mañana agitada. Había sido enormemente molesto tener a Bridget revoloteando a su alrededor. Al ver los morados en el rostro de Laureen, más de una vez estuvo a punto de agredir a Bryan físicamente y no paró de regañarlo. Bryan y Laureen dejaron que pensara lo que quisiera. Gracias a Dios, no se había enterado de nada de lo que había pasado el día anterior.
Al final, Laureen la había echado con quinientos marcos en el bolsillo diciéndole que ella y Bryan tenían mucho de qué hablar.
Bridget se había quedado sin palabras. Aunque era domingo, ya encontraría la manera de gastárselos.
En cuanto Bryan colgó el teléfono, éste volvió a sonar. Al cabo de pocos segundos empezó a reír. Laureen se estremeció y lo miró asustada cuando él se llevó la mano al costado.
—Era Welles —dijo, y colgó. Laureen asintió, aliviada, aunque sin mostrar demasiado interés—. Quería decirme que ha encontrado a un paciente psiquiátrico en Erfurt de nombre Gerhart Peuckert. —Bryan intentó sonreír una vez más, pero en lugar de ello dirigió los ojos a su camisa con una expresión de preocupación. Seguía siendo blanca—. ¿Qué me dices? En Erfurt.
Laureen se encogió de hombros.
—¿Conseguiste el pasaporte?
—Algo que se parece —dijo y marcó el siguiente número—. Cogeremos el tren a Stuttgart y volaremos desde allí. No creo que debamos volar desde Basilea Mulhouse. —Bryan se detuvo en seco y levantó la mano en un gesto evasivo. Por fin había conseguido conectar.
—Petra Wagner —dijo una voz. Sonaba agotada.
—¿Cómo lo llevas? —Bryan le dio una última chupada al cigarrillo y lo apagó en el cenicero.
—¡Va a ser caro, es todo lo que puedo decirte de momento! —respondió Petra sin un ápice de calor en la voz.
—¡No importa! ¿Podemos fiarnos de ella?
—¡Estoy convencida!
—¡Entonces haz lo que tengas que hacer! ¿Y James? ¿O quizá prefieres que diga Gerhart?
—¡Puedes decir James! —dijo Petra con voz apagada—. Bueno, sí, creo que todo irá bien.
Durante el resto de la conversación, Bryan miró varias veces a Laureen, que estaba sentada al borde de la cama con las manos laxas en el regazo.
—¿Qué tal, Laureen? —dijo poco después, encendió otro cigarrillo y se llevó la mano al costado.
Laureen se encogió de hombros y no respondió.
—La directora de Santa Úrsula, Frau Rehmann, exige medio millón de libras por darle de alta y hacer desaparecer su expediente.
—¡Pues casi nada! —contestó una Laureen apática—. ¡Supongo que piensas pagar!
Bryan la conocía bien; no esperaba ninguna respuesta. Por supuesto que pagaría.
—¡Por lo que me ha contado Petra, aún no han dicho nada en la radio acerca de los muertos! No cree que los hayan encontrado todavía.
—Pero lo harán —dijo Laureen.
—¡Para entonces, ya estaremos lejos de aquí! No se les ocurrirá relacionar lo que ha pasado con nosotros. Seguramente no sabrán explicarse lo que ha sucedido.
—¿Estás seguro? —Laureen dejó vagar la mirada por la habitación—. El taxista que nos llevó a Petra y a mí a la casa estaba convencido de que íbamos a visitar la granja de enfrente. No creo que vaya a haber problemas con él. ¡Pero luego hay tantos otros detalles! —Laureen lo miró, preocupada.
—La carta que James obligó a escribir a Lankau ocupará un lugar central en la investigación. Sin duda relacionarán la muerte de los otros con la suya. No te preocupes por eso.
—¡Le dijiste a Lankau que habías dejado dicho en el hotel que estabas en su casa!
—¡Tú fuiste la única que lo creyó, Laureen!
Laureen frunció el ceño y alzó la mirada al techo.
—¡Las huellas dactilares, Bryan! ¿Qué me dices de las huellas dactilares?
—¿En el coche? No hay; me aseguré de que no quedara ni una sola.
—¿Y en la cabaña, y los cobertizos, y en la terraza? ¡Debe de haber miles de huellas!
—¡No creo que encuentren nada! Sabes que fuimos muy meticulosos y sistemáticos.
Laureen suspiró y volvió a repasarlo todo.
—¿Estás seguro, Bryan? ¡Era de noche cuando recogimos y ordenamos la casa! ¡Tú estabas borracho! ¡Petra estaba fuera de sí! ¡No puedo vivir el resto de mi vida temiendo que averigüen lo que realmente pasó!
—¡Lankau mató a los demás! Eso será lo que creerán. Encontrarán su carta y constatarán que fue él quien la escribió.
—Creerán que su intención era suicidarse con la pequeña escopeta de caza que encontró Petra. ¿Es así?
—¡Así es, sí! Y que no le dio tiempo de llevar a cabo su cometido antes de caer muerto. La autopsia descubrirá que se trató de una crisis cardíaca de lo más natural.
—¿Y las heridas en su cuerpo?
—¡Tú misma viste todas las cicatrices! Lankau era duro consigo mismo. ¡Se extrañarán, no cabe duda, pero no encontrarán respuestas a sus preguntas!
—¿Y la escopeta y los cartuchos?
—¡Sólo encontrarán sus huellas digitales!
—¿Y qué me dices de los demás sitios? Las casas de Kröner y de Stich. ¿Qué encontrarán allí? ¿Estás seguro de que no estará a rebosar de indicios? ¡Las huellas de James deben de estar por todas partes!
—¡Seguramente! Pero no lo encontrarán por ningún lado. No sabrán ni dónde ni a quién buscar. Es posible que ni siquiera lo intenten. Tendrán más que suficiente con entender el alcance del escándalo que significará dejar al descubierto la doble vida de esos tres hombres. ¡No deberías pensar más en ello! —Bryan se quedó pensativo un rato, hasta que las palabras salieron de su boca por sí solas—. Si pasara lo impensable y la investigación los condujera hasta nosotros, sólo James tendrá que responder de sus actos. Ni tú ni yo. ¡Pero no sucederá, Laureen, puedes estar segura!
—Cuando esa directora, esa tal Frau Rehmann, descubra la cantidad de muertos que hay en el asunto, confesará. ¡Estoy convencida!
Laureen se llevó el pañuelo a la nariz.
—¡Yo, en cambio, estoy convencido de que no lo hará! Los sobornos y la prevaricación no constituyen precisamente una buena base para una carrera profesional. Seguro que mantendrá la boca cerrada. —Bryan golpeó su maleta suavemente. Ahora sólo le restaba llamar a la delegación olímpica y podrían irse—. Laureen —dijo entonces—, Frau Rehmann podrá vivir a sus anchas siempre y cuando no reaccione. Sabe lo que hace; sabía muy bien cómo había que exigir que le pagáramos. ¡Como si fuera algo con lo que había contado toda su vida! Porque no le vamos a dar un talón, ¿verdad? El dinero será transferido a su nombre directamente a una cuenta en Zürich. No podrá echarse atrás, llegados a ese punto.
No era la primera vez que Laureen se había acercado a la ventana aquella mañana. Bryan se puso en pie y se dirigió hacia la ventana, donde la agarró de los hombros. El suspiro que soltó Laureen era ambiguo. El césped verde que se extendía delante del hotel Colombi estaba desierto. A lo lejos, al otro lado del parque, se oyó débilmente un convoy de trenes que traqueteaba sobre las múltiples vías de desvío del terreno ferroviario.
—Y Bridget, ¿qué me dices de Bridget? —dijo Laureen quedamente—. ¿No crees que sabe demasiado? Al fin y al cabo, estuvo con nosotras ayer. ¡Oyó los nombres de los simuladores!
—Bridget no será capaz de acordarse de nada, ni siquiera si se los hubieran grabado en el cerebro con un escoplo. Estaba tan borracha ayer y se emborrachó aún más a lo largo de la noche, a juzgar por su aspecto esta mañana. Además, es improbable que los diarios ingleses vayan a dedicarle páginas y tiempo a la muerte de tres exnazis. ¡Nunca lo sabrá!
Laureen liberó los brazos cruzados que había apoyado en el pecho e intentó respirar profundamente. Las costillas magulladas le dolían cada vez más.
—¿Y realmente tiene que volver con nosotros? —preguntó Laureen mirándolo fijamente a los ojos.
La pregunta había estado en camino mucho tiempo.
—Sí, Laureen. James vendrá con nosotros. Vine hasta aquí con este propósito.
—¿Y Petra? ¿Qué dice Petra?
—¡Ella sabe que es lo mejor para James!
Laureen se mordió el labio y atravesó a Bryan con su mirada. Sus fantasías se apoderaron de ella.
—¿Crees que Petra sabrá controlarlo, Bryan?
—Eso cree ella, Laureen. ¡Ya veremos! ¡Pero volverá con nosotros a casa!
—¡No podemos tenerlo cerca de nosotros, Bryan! ¿Me oyes? —le espetó Laureen, mirándolo fijamente a los ojos.
—Ya veremos, Laureen. Yo me encargaré de buscar una solución.
Cuando llegaron Laureen y Bryan, tanto Petra como James ya se encontraban en el andén. James estaba recién lavado y parecía una roca mirando de soslayo las vías del tren. No les devolvió el saludo ni soltó la mano de Petra.
—¿Va todo bien? —preguntó Bryan.
Petra se encogió de hombros.
James desvió la mirada, esquivándolos. Laureen lo siguió con los ojos ocultos tras unas gafas de sol, procurando que Bryan siempre estuviera entre ella y los otros dos.
—¡Está triste ahora mismo! —ahondó Petra.
—¿Por algo en particular? —Bryan intentó atrapar la mirada de James. La luz del sol era fuerte. Su rostro estaba envuelto en luz. En la vía contigua había varios vagones de equipaje y de correos estacionados que esperaban que llegara el siguiente día laborable. Pronto llegaría el tren.
—Habla de un pañuelo que desapareció. No ha hablado de otra cosa en toda la mañana. Esperaba encontrarlo en la casa de Kröner. Gerhart pensaba… —Petra hizo una pequeña pausa y prosiguió—: James creía que Kröner lo había escondido en un pequeño rollo que encontró en su casa; lo llevaba escondido debajo del abrigo hasta que llegamos a casa. ¡Creo que ha mirado al menos veinte veces si estaba dentro del rollo!
—¿Era el pañuelo de Jill, James? —Bryan se puso a su lado. James asintió con la cabeza. Bryan se llevó la mano al costado y se volvió hacia Petra—. Era un pañuelo que Jill le dio cuando era pequeño. Los simuladores se lo robaron, cuando estábamos ingresados en el lazareto.
—Estaba convencido de que Kröner lo había guardado en ese rollo. ¡Pero sólo había dibujos! ¡Lo ha dejado hecho polvo!
Bryan sacudió la cabeza melancólicamente.
—Jill era su hermana. Murió durante la guerra.
Pese a que Bridget llegó bastante tarde y sus pasos por el andén eran tan inseguros que, en otras circunstancias, la habrían hecho enrojecer, Laureen la recibió como si no se hubieran visto durante años.
—¡Bridget, tontita! ¡Por fin! —dijo abrazándose a ella y a sus maletas. Bridget saludó cansinamente a Petra y al hombre que estaba a su lado y redondeó la escena enviándole una mirada a Bryan que podría haber enfriado de golpe hasta las ascuas más candentes.
Cuando subieron al tren, las plazas ya estaban repartidas de antemano. James se sentó en una punta del compartimento, al lado de la ventana, y Laureen en la otra, cerca de la puerta.
Bridget se acercó a la ventana para tomar un poco de aire fresco. Petra se agachó intentando mirar por debajo del brazo de Bridget.
—¿Esperas a alguien? —le preguntó Bryan. Petra seguía con la mirada fija en el andén; su semblante era triste.
—¿Estamos seguros, no? —se oyó decir de forma casi inaudible a Laureen.
—¿Seguros de qué, querida? —preguntó Bridget echando una mirada curiosa por encima del hombro.
—¡De que no nos hemos equivocado de tren, Bridget! —repuso Bryan secamente, deteniendo la protesta ahogada de Laureen con la mirada.
James no había reaccionado ni una sola vez a los sonidos y movimientos del compartimento. Parecía incómodo en la ropa que Petra le había procurado y pasaba revista a todos y cada uno de los transeúntes del andén dispensándoles menos de un segundo a cada uno, como si los estuviera contando.
Petra apoyó la frente contra el cristal de la ventana e intentó atrapar discretamente una lágrima. Entonces suspiró y echó la cabeza hacia atrás, apoyándola contra el respaldo.
—¡Líbreme Dios! —exclamó Bridget de pronto—. ¡Vaya hippy que viene por ahí! ¡Casi se podría decir que es africana, teniendo en cuenta el montón de trapos que lleva sobre la cabeza!
Se apartó un poco de la ventana para que los demás tuvieran ocasión de ver lo que le había llamado la atención. Petra se levantó precipitadamente al descubrir a la mujer y una sonrisa brotó en sus labios.
—Vuelvo en seguida —dijo dirigiéndose a James—. ¡Quédate aquí!
El reencuentro sobre el andén fue comentado vivamente por Bridget, que se negaba a abandonar su puesto delante de la ventana y que, por tanto, no dejaba ver nada a los demás. Se debatía entre la preocupación por la demora de su amigo y la indignación por el aspecto estrafalario que la conocida de Petra exhibía tan abiertamente.
Cuando las dos mujeres entraron en el compartimento, el rostro de James se iluminó. Laureen detectó inmediatamente la sorpresa de Bryan.
—¿Quién es? —susurró con la cabeza vuelta hacia su marido.
—Hola de nuevo —dijo la mujer, ofreciéndole la mano a Bryan.
—¡Mariann Devers!
Bryan no podía entenderlo.
—¡Se ve que tenemos otras cosas en común aparte de mi madre! —dijo sonriendo y abrazó a James. Se ordenó las capas de ropa que llevaba puestas y miró a James a los ojos mientras le hablaba en un tono de voz dulce. Entonces volvió a abrazarlo y examinó a Petra durante un rato, hasta que por fin se decidió a brindarle una despedida.
Cuando ya se decidía a abandonar el compartimento, se volvió hacia Bryan.
—En el fondo es una pena que entonces no se formara una pareja de usted y de mi madre. ¡Vaya familia que habríamos formado! Y ahora, en cambio, se lleva a mi mejor amiga consigo y me quita a mi querido Erich, ¿qué se ha creído? —Sus ojos denotaban amabilidad pero también conmoción. Tras otro abrazo a Petra, abandonó el compartimento.
—¿Qué pasó? —preguntó Laureen quitándose las gafas de sol—. ¿Quién era esa mujer? ¿Qué era eso que dijo acerca de su madre, Bryan?
Bryan miró a Petra.
—Era la hija de Gisela Devers —respondió secamente. Petra asintió—. ¿La conoces?
Petra volvió a asentir con la cabeza.
—Conocía a su madre, sí. Era mi mejor amiga. Cuando murió, me ocupé de Mariann. ¡Es como una hija para mí!
Bryan respiró profundamente.
—¿Y conoce a James?
—¡Ella lo llama Erich! Sí, desde que era una niña. Lo visitaba a menudo, ¿no es así… James?
El hombre a su lado asintió secamente.
—Eso quiere decir que podría haberme llevado hasta James desde el primer día —comentó Bryan y respiró hondo. Inmediatamente se llevó la mano al costado. Resultaba difícil de admitir.
—Seguramente, sí. Si le hubieras mostrado una foto de James. —Petra echó el labio hacia afuera—. Además, debe de tener más de una foto suya escondida entre sus cosas. ¡Gisela solía llevárselo a las reuniones familiares! —Petra sonrió y acarició la mano de James cariñosamente. James seguía sin apartar la mirada de la ventana—. ¡Incluso a veces le permitía que fuera él quien disparara la foto!
Bryan entrecerró los ojos y reconoció rápidamente el rostro borroso de Gisela de la primera foto que había visto en casa de Mariann Devers. El fotógrafo no había sido demasiado hábil. Se dejó caer en el asiento y golpeó la nuca repetidas veces contra el respaldo mientras murmuraba algo entre dientes.
Bridget miró de él a Laureen. Precisamente cuando se disponía a intervenir en la conversación, lo interrumpieron unos suaves golpes en el cristal de la ventana.
—Erich —dijo Mariann Devers desde el andén. James la miró apáticamente e intentó devolverle la sonrisa—. ¡Estaba a punto de olvidarlo! Me parece que esto te pertenece. —Se soltó el enjambre de pañuelos que llevaba liado alrededor de la cabeza—. Hace años que lo llevo; se lo robé a Kröner. ¡Se jactaba de habértelo robado! Yo, mientras tanto, me divertía llevándolo en su presencia. ¡Nunca lo descubrió!
Lanzó el pañuelo por la ventana, volvió a sonreírle a Petra y salió corriendo sin decir nada más.
—¡Qué manera tan extraña de comportarse! —dijo Bridget echándose a un lado en el último momento. No tenía ganas de tocar el objeto que en aquel instante entraba volando por la ventana. James lo miró. El pañuelo estaba ajado, era azul y tenía ribetes blancos. En una esquina había un corazón bordado. Lo recogió cuidadosamente y lo sostuvo en el aire, como si fuera algo delicado y vivo.