32

Antes de que Bryan tuviera tiempo de recordar dónde estaba, los sonidos desconocidos fueron creciendo, un zumbido profundo que se convirtió en un estridente tono intermedio. Los tranvías ya le habían dado la bienvenida en las calles de la ciudad la noche anterior, y aquella mañana le dieron los buenos días.

La lámpara del techo de su habitación seguía encendida. Bryan había dormido con la ropa puesta. Y seguía estando cansado.

Un malestar parecido al que se vive antes de un examen se apoderó de Bryan, antes incluso de que hubiera abierto los ojos. Tal vez todo habría sido distinto si Laureen hubiera ocupado la cama vecina. Le esperaba una misión solitaria.

«Hotel Roseneck», rezaba el cartel. «Urachstrasse 1», añadía la pequeña tarjeta de visita que el portero le había proporcionado. Bryan no tenía ni la más remota idea de dónde se había hospedado.

—¿La habitación tiene teléfono?

Ésa había sido la última pregunta de la noche. El portero había contestado de mala gana, señalando hacia la cabina telefónica que había delante de la escalera empinada.

—¿Puede darme cambio? —había añadido Bryan.

—Sí, mañana por la mañana —fue la respuesta.

Por eso todavía no había llamado a Laureen.

Y ahora le esperaban las calles, de la misma manera que le esperaban las montañas y la estación de tren. La ciudad obraba un efecto hipnótico sobre Bryan. Durante los meses que habían transcurrido en el lazareto, situado sobre una loma a las afueras de la ciudad, Bryan se había aferrado a sus fantasías. Sobre la vida en Canterbury junto a la familia, sobre la libertad y sobre la ciudad que estaba tan cerca. Y ahí estaba.

El hotel se hallaba en una esquina que daba a un pequeño oasis de árboles susurrantes. La entrada del edificio corroído, con el cancel[23] cincelado y la farola de hierro forjado, se encontraba en el callejón que conducía al pequeño parque. Urachstrasse no era una dirección especialmente distinguida, pero su situación era práctica, pues se trataba de una calle perpendicular a Günthertalstrasse que, por Kaiser Joseph Strasse, se abría paso a través de la puerta de la ciudad, Martinstor, hasta el corazón del centro urbano.

Desprevenido y sin fuerzas para adentrarse en un caos que no le permitía resituar sus ideas, Bryan se dispuso a mezclarse con el espectro de viandantes, ciclistas, conductores y demás habitantes que inundaban las calles de la ciudad. Se movía como por un decorado, entre otros actores, una multitud que abarcaba a todo tipo de gente, desde amas de casa obesas y encanecidas, hasta niños sonrientes con las manos enterradas en lo más profundo de sus bolsillos.

Una ciudad próspera.

Tal vez había esperado que las fachadas del centro de la ciudad todavía estuvieran desfiguradas por los bombardeos; quizá había creído que los nervios que unían a la ciudad con su pasado habían sido cortados. Sin embargo, la ciudad era encantadora y animada, restaurada, reconstruida, variada y acogedora.

Los grandes almacenes rebosaban de mercancías y la gente podía permitírselas. Aquello lo corroía; la deuda del pasado todavía era demasiado importante para poder tomársela a la ligera; los costes no eran suficientemente visibles.

En medio de la entrada de un supermercado, una horda de mujeres se disputaba la ropa de un montón que amenazaba con volcar; pantalones cortos para la próxima temporada. A su lado, un anciano de tez oscura daba saltos a la pata coja mientras intentaba ponerse unos shorts por encima de sus pantalones arrugados para poder evaluar si aquel horror de calzas le sentaba bien. Bryan acababa de superar una vislumbre de la nueva paz.

Su paseo carecía de sentido.

Bertoldstrasse llevaba a la estación de trenes. Los rieles en la calle adoquinada, flanqueados por dos torres, brillaban al sol resplandeciente, conduciendo los carriles de cuatro vías por encima del puente del ferrocarril.

La muchedumbre que poblaba los andenes de la estación resultaba bastante abarcable. Un guía turístico intentaba evitar que su grupo se dispersara con amenazas veladas que manaban de su boca en un flujo constante. Todas las mujeres llevaban mochilas y exhibían sus piernas desnudas por debajo de los pantalones que apenas les llegaban a las rodillas. «Aquí sí que se habría indignado Laureen», pensó Bryan.

Un mundo extraño. Paseó la mirada por las siete vías y los siete andenes sin dar muestras de reconocimiento. Las horas pasadas, hacía ya casi treinta años, sumido en el terror y con un frío espantoso parecían haber desaparecido sin dejar rastro. Probablemente bajo las bombas de sus colegas de la RAF.

Su mirada se perdió por debajo del puente en dirección sur, por donde se extinguía la ciudad. A lo lejos, sobre el terreno ferroviario, tras las vías de maniobras, apareció una construcción oscura y pesada, sospechosamente distinta. Bryan respiró profunda y entrecortadamente.

Entonces seguía allí, aquel edificio ferroviario.

La distancia entre el vagón de mercancías y el muro de ladrillos grandes y anchos era de apenas cuatro metros. A Bryan, entonces, le había parecido el doble. Allí había estado antes, echado en una camilla. Cerró los ojos y recordó la silueta de James oculta detrás de un puntal enfangado, a escasos metros de él. ¿Qué había sido de los hombres inánimes que habían ocupado las demás camillas? ¿Ya estaban muertos y enterrados o simplemente se los había tragado la tierra de nadie, del olvido, y estaban en sus casas, junto a sus seres queridos?

Las colinas lejanas eran de un color verde marchito y suave, espaciosas y estratificadas, como decorados de un teatro de marionetas. Una aguja oxidada apuntaba hacia ellas. La silueta de un obrero ferroviario de tiempos pasados que era ahuyentado con una barra de hierro surgió de entre los recuerdos. También los soldados con las máscaras de gas colgando del cuello, los muchachos alegres y despreocupados que volvían a casa de permiso salieron del laberinto caprichoso del recuerdo. Los viejos vagones de mercancías, la perpetuidad del viejo edificio, los colores y el silencio, igual que entonces, cuando la nieve cubría el andén, aquel paisaje se convirtió en el marco perfecto de la parte menos accesible del alma de Bryan.

Bryan se desplomó y empezó a llorar.

Durante el resto del día dejó que el portero del hotel Roseneck se ocupara de él. Una cafetería cercana le proporcionó unos sandwiches indefinibles de jamón y lechuga mustia. El hotel no tenía restaurante. A pesar de las copiosas propinas, la sonrisa del portero seguía siendo agria. Tampoco aquella noche llamó a casa. Bryan no tenía apetito, ni sentía deseos de nada. Todo se limitaba a conseguir reunir las fuerzas suficientes para levantarse de la cama al día siguiente.

Y llegó la mañana. Fueron muchos los niños que siguieron el Jaguar con la vista cuando Bryan dejó atrás Waldkirch para adentrarse en las montañas de la Selva Negra, donde se erguía el Hünersedel. Si hubiera tomado la carretera que bordeaba el macizo por el oeste, probablemente se habría perdido en detalles que podían distraerle de su cometido. En otras palabras, seguramente se habría perdido. Y el objetivo era, por encima de todo, encontrar el lugar en el que había estado situado el lazareto. La experiencia le decía que la mejor manera de llegar hasta allí era atacando desde arriba, donde la meseta de Ortoschwanden sin duda le ofrecería una vista sobre toda la zona.

Los macizos y la vegetación eran infinitos, incluso vistos desde un coche en marcha. Un sinfín de senderos y arroyos acentuaban la inutilidad de buscar sin ton ni son. Bryan buscaba un punto de referencia.

Kaiserstuhl, la viña que se erguía en medio de la región vinícola, fértil y extraña, era su punto de mira. Y el mismo ángulo desde el que se le había aparecido la montaña durante el viaje bajo la lona ondeante del camión tendría que ser su eje de rotación.

Tardó mucho en encontrarlo, y aún más en llegar. También fue así entonces. Habían hecho un rodeo para evitar testigos. Sin embargo, Bryan encontró el lugar. Y no era de extrañar que, entonces, la lona se hubiera desprendido precisamente allí. Una brisa, siempre al acecho, templada y húmeda que emanaba humus y ozono se levantó entre los valles, haciendo que el vello de sus sienes vibrara. Allí estaba de nuevo Kaiserstuhl, y, a unos cientos de metros, la corriente de los angostos canales de drenaje cortaba el paisaje y creaba profundos surcos.

Al sur corría una carretera secundaria en dirección noroeste, atravesando las colinas. Al otro lado sólo se divisaban unos bosques frondosos. A lo largo del camino se extendían las zanjas y, detrás de éstas, fluían los arroyuelos por los que había huido.

Era una vista majestuosa, grande y bella. Y era la que había esperado encontrar.

Después de una larga caminata por los senderos, el bosque se cerró. Bryan miró a su alrededor intentando recordar el terreno. No había rastro de lo que buscaba. Los árboles de las espesuras que acababa de atravesar eran demasiado jóvenes. Ni una señal, ni un solo vestigio que pudiera indicar que allí se había desarrollado una gran actividad y que antaño se habían alzado unos edificios imponentes en el lugar. La maleza era densa. Sólo unas andadas dejaban entrever que había otra vida aparte de la botánica. Bryan se subió los calcetines por encima de los pantalones y se adentró dando tumbos entre los matorrales con la cabeza por delante. En medio de un claro aparecieron unos cuantos abetos viejos de gran altura. Y justo delante de donde se encontraba, a menos de diez metros de distancia, surgió el peñasco despuntando unos metros de la tierra. Bryan se puso en cuclillas y echó un vistazo a su alrededor.

Todo había desaparecido y, sin embargo, era allí donde todo había tenido lugar. La cocina, el edificio del personal sanitario, la guarnición de los guardias de seguridad, las cinco secciones distribuidas por varias plantas, la capilla, el gimnasio, los garajes, el poste de las ejecuciones.

Y ya no quedaba nada.

Mientras Bryan bajaba con el coche, fueron apareciendo las aldeas con sus respectivos nombres. Redujo la velocidad en los últimos kilómetros antes de llegar al pantano. Durante unos momentos que se hicieron interminables volvió a notar el frío en los pies, recordó el estruendo de los cañones y el miedo. Y de pronto lo tuvo delante: la última selva de Europa, Taubergiessen. Los matorrales entre los que estuvo a punto de perder la vida. Y los desfiladeros, el barro, el banco de arena en medio del río, la maleza en la otra orilla… Todo seguía allí. Salvo los estallidos, los muertos, el hombre de la cara ancha y el flaco.

Todo aquello había desaparecido hacía ya mucho tiempo.

Incluso habían desaparecido las distancias, habían mermado. Sin embargo, la atmósfera seguía intacta, a pesar de las parras rebosantes de uvas y los pájaros que arrastraban el suave otoño sobre el terreno.

Allí había asesinado a un hombre, no cabía la menor duda de ello.

Atravesó la ciudad envuelto en una extraña neblina. Los sucesos de la mañana deberían haber satisfecho una necesidad reprimida durante años. Con la decisión brusca que había tomado de viajar a Friburgo había surgido una repentina profusión de ilusiones y la esperanza de que, por fin, encontraría la paz espiritual. Bryan se enfrentó a los hechos. No era tan fácil; el pasado seguía ahí, y las imágenes jamás desaparecerían, aunque se habían perturbado y desfigurado con el paso del tiempo. Iba a resultar difícil seguir adelante desde allí.

Apenas había gente en las calles de Friburgo. En la estafeta, todo el mundo se comportaba de una manera extraña. La señora que le indicó la cabina telefónica parecía incluso atormentada. Las miradas de algunos de los clientes que esperaban frente al mostrador estaban vacías. Bryan dejó que sonara el teléfono varias veces; Laureen solía tardar un rato en abandonar el crucigrama cuando sonaba el teléfono.

—¿Sí? —fue su respuesta escueta cuando finalmente lo cogió.

—¿Laureen? ¿Eres tú?

—¡Bryan!

La ira se dejó notar ya en aquella primera exclamación.

—¿Por qué demonios no has llamado antes? ¡Deberías comprender lo nerviosa que he estado!

Hacía años que no maldecía.

—No he podido llamarte, Laureen.

—¿Te ha pasado algo, Bryan? ¿Te has metido en algún lío?

—¿Qué quieres decir? ¿En qué lío quieres que me haya metido? ¡Tan sólo he estado muy ocupado Laureen!

—¿Dónde estás, Bryan? —La pregunta fue contundente y precisa—. No estás en Munich, ¿verdad?

—Ahora mismo, no. Fui a Friburgo ayer.

—¿Negocios?

—Es posible, sí.

Se hizo el silencio al otro lado de la línea. Sin embargo, Bryan no tuvo tiempo de calibrar las consecuencias de su mentira.

—¿Cómo es posible que no sepas por qué he estado tan intranquila? —La voz era suave, Laureen intentaba controlarse—. Aparece en todos los diarios. ¡Todo el mundo lo sabe! Ni siquiera hace falta que abras uno, Bryan. ¡Ocupa todos los titulares del mundo entero!

—No sé de qué me estás hablando. ¿Nos han robado una medalla de oro?

—¿Realmente quieres saberlo?

Su tono de voz era comedido. Laureen no esperaba ninguna respuesta.

—Ayer, un buen número de deportistas israelíes fueron tomados como rehenes en la Villa Olímpica. Fueron los palestinos. Todos hemos seguido los acontecimientos, ha sido terrible y cruel, y ahora todos han muerto, todos los rehenes y todos los terroristas.

Bryan era incapaz de interrumpirla. Se había quedado sin palabras.

—Todo el mundo habla de ello. ¿Lo entiendes? ¡Todo el mundo está de luto! ¿Por qué no sabías nada, Bryan? ¿Qué es lo que está pasando?

Bryan intentaba ordenar la realidad. Se sentía cansado. Tal vez había llegado el momento de explicarle a Laureen la razón que realmente lo había llevado a viajar a Alemania y a Friburgo. Como esposa y compañera, Laureen había tomado a Bryan tal como era, sin sospechar de él y sin intentar tirarle de la lengua. Ella sabía que había sido piloto y que lo habían derribado en Alemania. Eso era todo cuanto sabía. Y hacía ya mucho tiempo de todo aquello.

Ella no entendería la necesidad de hurgar en el pasado, aunque conociera la historia de James. Lo pasado, pasado estaba.

Así era ella.

Tal vez se lo contaría todo cuando volviera a casa.

Y el segundo que le había brindado la ocasión de hablar pasó.

No dijo nada.

—Llámame cuando vuelvas a ser tú mismo —dijo ella en un tono apagado.

Cuando Bryan, por segunda vez, dejó que la Bertoldstrasse lo condujera por encima de la vía férrea, la apatía y el ensimismamiento estuvieron a punto de apoderarse de él. Una breve conversación con Keith Welles no le había llevado a ningún lado. El Hombre Calendario renovaba sus fechas metido en un atolladero.

Los puentes conferían aire a la ciudad. El parque de la calle Ensisheimer, a la orilla del lago, estaba más bien desierto. Los barcos estaban amarrados y tan sólo los bancos, ocupados por un ejército de ancianos enfrascados en la lectura de sus diarios, daban signos de vida. Una simple mirada fugaz a una de las portadas lo habría puesto sobre aviso de lo ocurrido. Eso era entonces lo que había percibido en la estafeta. La gente estaba en estado de shock. «16 tote», «dieciséis muertos», rezaban con grandes caracteres de imprenta. «Alie Geiseln ais Leichen gefunden!», «todos los rehenes han sido encontrados muertos». Sin duda, Das Bild siempre había sabido encontrar la manera de hacerse entender fácilmente. Palabras como «Btutbad», «baño de sangre», no exigían grandes conocimientos lingüísticos.

A la luz de los acontecimientos del pasado, los sucesos de Munich no le parecieron extraños a Bryan. Tan sólo reflejaban que el odio engendra odio en una cadena previsible de imprevistos. Hoy, los habitantes de la ciudad, junto con el resto del mundo, llevaban la máscara del dolor. En tiempos pasados, esos mismos rostros habían llevado la máscara del horror.

Se dejó llevar entre el enjambre de nuevos barrios residenciales hasta llegar a las afueras de la ciudad. De pronto despertó de sus pensamientos flagelantes y detuvo la marcha inconscientemente, en medio de una acera. Su mirada se había detenido en un recuadro de color gris. Al otro lado de la calle, un rótulo anodino se confundía con el muro de una casa.

«Pensión Gisela», decía. «Gisela», un nombre insignificante en una calle insignificante. Bryan se quedó paralizado.

El nuevo punto de vista lo pilló desprevenido.

Durante años se había agarrado al recuerdo romántico de Gisela Devers. La única persona de aquellos días que todavía intentaba evocar de vez en cuando.

Bryan se puso a temblar sólo de pensar en ello. A pesar de las pocas probabilidades que aquella revelación tenía de fructificar, se encomendó a su suerte.

Gisela sería la próxima llave que le daría acceso al armario del olvido.

Devers no era un apellido especialmente raro. Sorprendentemente, en el hotel habían puesto amablemente el listín telefónico de la zona a su disposición e incluso lo habían mimado con una taza de té que depositaron sobre una mesa al lado del teléfono. La pila de pfennigs había mermado considerablemente durante las últimas dos horas. Ahora que la jornada laboral había terminado, consiguió ponerse en contacto con la gente a la que llamó. La mayoría no hablaban inglés. Nadie conocía a una tal Gisela Devers que tenía unos cincuenta y tantos años.

—¡A lo mejor ya ha muerto, a lo mejor ya no vive en Friburgo, a lo mejor no tiene teléfono! —dijo el portero en un intento de consolarlo.

Y aunque tuviera razón, las muestras de consuelo sobraban. Unos minutos después de que el portero hubo acabado su turno y de que la pila de pfennigs hubo sido suplida por una nueva, una vocecita le hizo recuperar el aliento y buscar febrilmente más monedas con las que alimentar el teléfono.

—Mi madre se llamaba Gisela Devers y pronto habría cumplido cincuenta y siete años, sí —contestó la joven. Su inglés era muy correcto pero también torpe. Bryan la había interrumpido en sus quehaceres habituales.

Se llamaba Mariann G. Devers. Teniendo en cuenta el apellido, lo más probable era que viviera sola.

—¿Por qué me lo pregunta? ¿Acaso la conocía?

La muchacha preguntó más por educación que por curiosidad.

—¿Ha muerto?

—Sí, lleva muerta más de diez años.

—Lo siento.

Bryan se quedó callado un momento. No se trataba de una frase de condolencia dicha por educación.

—Entonces será mejor que no insista.

—No creo recordar que mi madre mencionara que tenía conocidos ingleses. ¿Cómo la conoció?

—La conocí en Friburgo.

La decepción se hizo palpable, aunque Bryan se sentía despejado. No se trataba únicamente de James. Gisela Devers había muerto. El pasado se cernía alrededor de sí mismo. Ya no volvería a verla jamás. Sorprendentemente, aquella circunstancia lo entristeció. Las dos costuras que recorrían sus hermosas pantorrillas seguían grabadas en su memoria con una nitidez dolorosa. Había sido una mujer bella, y ella lo había besado fervorosamente en la antesala del terror.

—¿Cuándo? ¿Cuándo habló usted con ella por última vez?

—A ver, a lo mejor tiene una fotografía de su madre. Me gustaría tanto ver una foto suya. Debe entender que su madre y yo estuvimos muy unidos.

Mariann Devers tenía unos años más de lo que Bryan había imaginado. Al menos tenía más años de los que tenía su madre cuando ella y Bryan se conocieron.

Era una mujer completamente distinta. No llevaba maquillaje y estaba lejos de ser tan bella como aquella mujer grácil y esbelta que llevaba las costuras de las medias rectas. Pero sus pómulos sí se parecían.

El apartamento era como una caja de zapatos que, en todo su abigarramiento y con todos sus pósteres cubriendo las paredes, se correspondía con la manera desenvuelta de ser y la forma de vestir, tan peculiarmente conjuntada, de su ocupante. Parecía pobre y acostumbrada a algo mejor. Las flores de Bryan pronto encontraron acomodo en aquella casa.

—O sea que usted nació durante la guerra, lo que quiere decir que ya existía cuando conocí a su madre…

—Nací en 1942.

—¡En 1942! ¿De verdad?

—¿Y conoció a mi padre, dice?

Mariann Devers se recolocó desenfadadamente los pañuelos que llevaba alrededor del cuello y el pelo.

—Sí, así es.

—Hábleme de él.

Por cada destello de esclarecimiento reflejado en el rostro de Mariann, Bryan fue añadiendo mentiras a la verdad.

—Papá murió durante un bombardeo, por lo que me han dicho. Tal vez muriera en el sanatorio del que usted me ha hablado, no lo sé. Mi madre siempre me dijo que no tenía importancia dónde había sido.

—¿Su madre vivía en esta ciudad? ¿Sabe?, siempre tuve el presentimiento de que así era. Nunca salió de aquí, por lo que tengo entendido.

—No, pero muchos se mudaron después de la guerra. ¡Tuvieron que hacerlo!

—¿Tuvieron que hacerlo? ¿Qué quiere decir con eso, señorita Devers?

—Los juicios, las confiscaciones. La familia de mi madre lo perdió todo. ¡De eso se ocuparon sus compatriotas!

El tono empleado no escondía ningún tipo de rencor, pero, aun así, dio en el blanco.

—¿Cómo salió adelante, entonces? ¿Tenía algún tipo de formación?

—Los primeros años no salió adelante en absoluto. De todos modos, nunca habló de estos temas conmigo. No sé dónde vivía, ni de qué. Yo estuve en casa del primo de mi madre, en Bad Godesberg. Tenía casi siete años cuando vino a por mí.

—¡Y entonces encontró un trabajo en Friburgo!

—No, entonces encontró un marido.

Aunque el golpe en la mesa con el que Mariann acompañó la palabra «marido» fue insignificante, el efecto, no obstante, fue significativo. Era evidente que Mariann Devers habría buscado otra solución, de haberse encontrado en una situación similar. Su sonrisa detrás de los mechones ondeantes de su abundante flequillo fue avinagrada.

—¿Se casó en Friburgo?

—Sí, eso hizo, la muy desgraciada. Aquí se casó y aquí, en Friburgo, fue donde murió, después de soportar una vida miserable, si quiere saber mi opinión; después de una vida desgraciada, repleta de decepciones y de malos tratos psíquicos. Se casó con aquel hombre por su dinero y su posición y, por tanto, no merecía nada mejor. Después de la guerra, su familia perdió toda su fortuna. Ella no pudo soportarlo, pero es cierto que él fue muy cruel con ella.

—¿Y con usted?

—¡Que le den por saco a él!

La impetuosidad de Mariann sorprendió a Bryan.

—¡A mí nunca me puso la mano encima! ¡Pobre de él si lo hubiera intentado!

El álbum de fotos era de color marrón, y las tapas, rígidas y ajadas. Estaba lleno de fotografías de paisajes en las que una jovencita, más o menos de la edad de la hija de Bryan, no dejaba de dar saltitos y de posar ante la cámara haciéndole guiños al fotógrafo, medio oculta detrás de los troncos de los árboles y, de vez en cuando, repantigada entre la hierba transparente de un prado. Eran fotografías de los veranos más felices de la vida de Gisela Devers, según le había contado a su hija.

También en las últimas páginas, la muchacha daba muestras de su despreocupación juvenil. Mariann Devers señaló a su padre con orgullo apenas disimulado. Era un hombre atractivo de uniforme al que Gisela Devers se pegaba con una complicidad envidiable. De eso hacía mucho tiempo.

—Usted se parece tanto a su madre como a su padre, ¿lo sabe, señorita Devers?

—Sí, lo sé, señor Scott. Y también sé que mañana tengo que levantarme temprano. No quisiera ser maleducada, pero creo que ya ha visto lo que quería ver, ¿no es así?

—Perdóneme, señorita Devers, siento mucho si le he impedido irse a la cama. Sí, me temo que así es. Y, sin embargo, ¿no tendría una foto de su madre más reciente? Entenderá que me he preguntado más de una vez cuál sería su aspecto actual.

La joven se encogió de hombros y se arrodilló delante del camastro. El polvo acumulado en la cesta que sacó de debajo de la cama evidenciaba que Mariann Devers había pasado mucho tiempo dedicada a otros quehaceres que a barrer el polvo de debajo de la cama. Apareció un montón de fotos desordenadas que lo transportaron a través de las últimas décadas de la vida de las dos mujeres. Otros peinados, otras actitudes y otras ropas; cambios bruscos y marcados.

—Aquí la tenemos —dijo Mariann tendiéndole una foto de una mujer marchita.

Era una mujer del montón. Mariann Devers miró por encima de su hombro. Probablemente llevara años sin verla, sin duda no había encontrado ninguna razón para hacerlo. El rostro de Gisela Devers estaba muy cerca del objetivo de la cámara. Sus rasgos estaban fuera de foco, la foto había sido tomada en un momento de jugueteo. Con los brazos extendidos, le decía algo al fotógrafo. Todos los que la rodeaban sonreían, salvo una niña que se había escurrido entre las piernas de los adultos y estaba tendida en la hierba, mirando a su madre desde atrás. Mariann Devers había sido una niña preciosa. De pie, sobre ella, había un hombre con los brazos cruzados. Era el único que miraba hacia otro lado. Parecía no estar interesado en los demás; incluso la niña que tenía atrapada entre las piernas parecía serle indiferente. Era un hombre atractivo a primera vista, cuyo porte denotaba una buena posición social y una enorme seguridad en sí mismo. Unas rayas que atravesaban su rostro lo hacían borroso. Y, sin embargo, a Bryan le sobrevino una oleada de malestar. No porque pensara en la niña que había intentado vengarse de su padrastro borrándolo del retrato de familia; era otra cosa, algo cercano a él, algo conocido.

Mariann se disculpó, asegurando que no tenía una foto mejor que la que Bryan tenía en las manos. Era todo cuanto había conseguido sacarle al marido de su madre cuando la madre por fin encontró la paz.

—Pero su padrastro era un hombre conocido en la ciudad, ¿no es así?

La muchacha asintió sin mostrar demasiado interés.

—Entonces, a lo mejor existan fotos oficiales tomadas en distintas ocasiones, ¿no cree? ¡Apenas reconozco a su madre en ésta!

—¡Se tomaron millones de fotos oficiales, millones! Pero mi madre nunca salía en ellas. Él se avergonzaba de ella, ¿comprende? Era una borracha.

Mariann Devers se sentó en el apoyabrazos, al lado de Bryan, y cerró la boca. Su jersey estaba agujereado en las axilas. Bryan volvió a notar un desasosiego inexplicable que lentamente se fue apoderando de él. La atmósfera se había vuelto sórdida. La culpa era de la foto que acababa de ver.

Y, además, tenía mala conciencia por haberle impuesto su presencia a la hija de Gisela Devers. Su anfitriona se acomodó el chaleco y se enderezó en la silla.

—¿Estuvo enamorado de mi madre? —preguntó de pronto.

—Es posible.

La joven sentada a su lado se mordió el labio. Bryan tuvo que hacerse la misma pregunta una vez más.

—No lo sé —dijo un rato después—. Su padre estaba muy enfermo. Por aquel entonces, resultaba difícil definir los sentimientos que albergábamos, bajo las circunstancias a las que estuvimos sometidos todos. Pero era muy bella. ¡Podría haberme enamorado de ella, de no haberlo estado ya!

—¿De qué circunstancias estamos hablando?

Mariann Devers no retiró la mirada.

—De hecho, resulta muy difícil de explicar, señorita Devers, pero lo que sí puedo decirle es que eran unas circunstancias fuera de lo normal, puesto que yo me encontraba en el país y estábamos en guerra.

—Es imposible que mi madre pudiera haber estado interesada en usted.

Se rió. Acababa de darse cuenta de lo absurda que resultaba la situación.

—No conozco a nadie que fuera una nazi más convencida que mi madre. Le encantaba toda aquella parafernalia. No creo que pasara ni un solo día sin que soñara con el Tercer Reich. Los uniformes, las marchas militares, los desfiles… Le encantaban, Y usted era inglés. ¿Cómo iba a interesarse por usted? Todo esto me suena muy raro.

—Su madre no sabía que yo era inglés. Estuve ingresado en el lazareto sin que nadie lo supiera.

—¿Quiere decir que era un espía? ¿O tal vez cayó del cielo disfrazado de Papá Noel?

Mariann Devers volvió a reír. La verdad no parecía interesarle demasiado.

—¿Sabe qué? Es posible que tenga otra fotografía, si tanto la desea. La foto que se hizo cuando obtuve el diploma de bachillerato. Mamá está detrás, pero es una foto mucho mejor que ésta.

Esta vez tuvo que darle la vuelta a la cesta. La foto estaba enmarcada, pero el cristal se había roto. Todavía había pedazos de cristal rotos en el borde del marco y en el fondo de la cesta. Era otra Mariann Devers distinta de la que, en aquel momento, tenía delante. Llevaba el pelo liso y los pantalones de pata de elefante habían sido sustituidos por un vestido blanco que apenas dejaba adivinar que fuera una mujer, pero era una muchacha orgullosa y estaba en el centro de la fotografía de grupo.

Su madre la miraba. Parecía fría y contenida, y estaba desmejorada. Los años habían hecho estragos en ella, incluso vista desde aquella distancia.

Bryan se estremeció. No por el paso inmisericorde del tiempo, ni tampoco por los sufrimientos y las decepciones que escondían los ojos de aquella mujer, sino por el hombre que estaba detrás de ella, con las manos posadas pesadamente sobre sus hombros. Era el hombre cuyo rostro Mariann Devers había rayado en la otra fotografía.

—¿Su marido?

Mariann se dio cuenta de que la mano de Bryan temblaba cuando señaló al hombre en la foto.

—Su marido y su torturador. ¿Verdad que se le nota a ella? No era feliz con aquel hombre.

—¿Y su marido sigue con vida?

—¿Si está vivo? No hay manera de acabar con él. Sí, vive. Como nunca, podría incluso decirse. Es un hombre célebre en la ciudad; esposa nueva, dinero en el banco… ¡Cantidades ingentes, joder!

El pinchazo en el pecho llegó furtivamente. Bryan tragó saliva un par de veces y se olvidó de respirar.

—¿Puedo pedirle un vaso de agua?

—¿Se encuentra mal?

—¡No, no! ¡No me pasa nada!

Aunque Bryan todavía estaba pálido, rechazó la oferta amable de Mariann de quedarse un rato más. Necesitaba aire fresco.

—Y su padrastro, señorita Devers…

Lo ayudó a ponerse el abrigo, pero se detuvo interrumpiendo las palabras de Bryan.

—Le ruego que no lo llame así.

—¿Tomó el nombre de su esposa, o usted simplemente mantuvo el nombre de soltera de su madre?

—Sencillamente, mi madre mantuvo su propio apellido, y él, el suyo, así de fácil. Se llama lo que siempre se ha llamado. ¡Hans Schmidt! ¿A que es original? Herr Director Hans Schmidt, que es como le gusta que lo llamen.

Realmente original. Bryan se sorprendió por el anonimato del nombre. «No resulta normal en un hombre como él», pensó. Tal vez a Mariann le extrañó que le pidiera la dirección, pero se la dio.

La casa no era enorme, aunque de un nivel que exigía un buen criterio al que la viera. No había obviado ni un solo detalle, pero tampoco había realzado ninguno. Una belleza dentro de las exigencias de una arquitectura discreta. Unos materiales que revelaban un gusto exquisito, sentido de la calidad y recursos económicos. Un palacete que se confundía entre los demás, en una calle menor de palacetes. Una pequeña placa de latón anunciaba al propietario de la casa. «Hans Schmidt», rezaba. «¡Mentiroso!», pensó Bryan, a la vez que le venían ganas de rayar las letras grabadas de la placa. Se estremeció al pensar que aquel hombre, cuya vida estaba enmarcada en aquella placa, se había apoderado de su amor platónico de la juventud, la bella Gisela Devers, y había destrozado su vida.

Todavía había una luz encendida en el primer piso, en la esquina oriental de la casa. Una sombra se dibujaba a través de la cortina, con tanta sutileza, que podría haberse tratado de la impresión momentánea de una brisa capturada por la tela. Pero también podía ser la silueta del torturador de Gisela Devers. La silueta del pasado, el caudillo de la realidad. El cerdo y hombre de negocios Hans Schmidt, alias el cerdo Obersturmbannführer Wilfried Kröner, el hombre del rostro picado.

A la mañana siguiente, la actividad en aquel barrio no tardó en calmarse. Desde los primeros rayos de luz del día, Bryan había estado observando a los hombres de negocios que marchaban por la calle y se introducían en sus BMW y sus Mercedes. Bryan conocía de sobra aquel espectáculo. Sólo dos detalles importantes separaban aquella escena de la inglesa: las marcas de los coches y las esposas. En Inglaterra, las mujeres también se despedían de sus maridos, pero, en Canterbury, una mujer de clase alta preferiría perder su estupenda caja fuerte antes que mostrarse de la misma guisa que las mujeres de Friburgo. Laureen siempre iba vestida impecablemente cuando cruzaba el umbral de la puerta. Aquí, la escena era la misma en todas y cada una de las puertas principales; sin perjuicio del tamaño de la casa y del precio del traje del marido, todas las mujeres aparecían en la puerta enfundadas en una bata y con rulos en el pelo.

Sin embargo, en la casa de Kröner no pasó nada.

Bryan no dejaba de pensar en que debería haber estado mejor preparado. Tal vez incluso armado. El enfrentamiento con el esbirro más astuto del pasado volvía a invocar toda la agresividad acumulada de la juventud. Todos los abusos de Kröner volvieron a aparecer nítidamente en su retina. El rostro contraído de la venganza le susurraba palabras como armas, violencia y venganza y más venganza. Y en otro lugar de su mente fueron tomando forma otras imágenes: destellos de James, momentos de esperanza, tensiones que exhortaban a la prudencia.

Finalmente, hacia las diez de la mañana, ocurrió algo detrás de las sombras de las marquesinas. Una señora de edad avanzada salió al jardín y empezó a sacudir una manta.

Bryan salió de su escondite y se fue directamente hacia ella.

La mujer pareció asustarse cuando Bryan se dirigió a ella en inglés. Sacudió la cabeza y quiso irse apresuradamente. Bryan se desabrochó el abrigo y se abanicó el rostro con la mano sin dejar de sonreír. El sol ya había empezado a calentar, hacía demasiado calor para llevar aquel abrigo. Al menos eso sí que lo entendió. La mujer volvió a mirarlo y sacudió la cabeza de nuevo, esta vez, de una manera conciliadora.

—I speak no English, ¡eider nicht!

La mujer volvió a sacudir la cabeza. Un repentino arrebato se apoderó de ella y empezó a soltar un chorro de vocablos alemanes e ingleses. No estaban en casa, ni la señora ni el señor, eso fue lo que pudo entender Bryan. Pero volverían. ¡Más tarde!

¡Tal vez ese mismo día!