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Bryan había empezado a tener frío.
Aunque el día había llegado con un cielo despejado y unas temperaturas veraniegas, la calle era una esclusa de aire helado.
Había pasado un par de horas sumido en un estado de letargo, intentando hacerse una idea de la situación.
La conversación que había mantenido con Keith Welles la noche anterior le había decepcionado terriblemente. El Gerhart Peuckert que había visitado en Haguenau no era James. Si, desde un principio, Welles hubiera tenido suficiente presencia de ánimo, habría averiguado la edad del hombre, antes de haberse molestado en cruzar la frontera. Cuando finalmente alcanzó su meta, le había bastado con echarle un simple vistazo a aquel hombre. El Gerhart Peuckert de Haguenau era un hombre de pelo cano de más de setenta años. De ojos marrones, con un destello francés en el rabillo; un error estrepitoso que había retrasado sus investigaciones un día entero.
Ahora era sábado y Welles no tendría tiempo de hacer mucho más, de eso no le cabía ninguna duda a Bryan. Por tanto, a partir de entonces estaría solo.
Había pensado que el primer punto del orden del día sería hacer una visita al sanatorio. Sin embargo, había pasado la noche en blanco, y antes de que pudiera darse cuenta, se había encontrado a sí mismo delante de la casa del anciano, en Luisenstrasse, sin un objetivo claro. Todo había sido inútil, una pérdida de tiempo, una simple terapia. Tal vez debería haber ido a por el coche que había abandonado delante del sanatorio o haberse apostado delante de la casa de Kröner. Sin embargo, las cosas habían salido así.
Las impresiones se habían ido agolpando. El niño delicado en brazos de Kröner lo había perturbado. En realidad, ¿qué sabía Bryan de aquel hombre? ¿Por qué se encontraba Kröner en Friburgo? ¿Qué había pasado desde los tiempos en el lazareto?
Toda una serie de preguntas seguían sin tener respuesta. La casa del anciano parecía estar desierta. Las cortinas marchitas seguían estando corridas. No venía nadie, nadie salía del portal, y se hicieron las diez. Finalmente, decidió marcharse.
Dejaría pasar un par de horas más, antes de visitar el sanatorio.
La calle principal era de lo más cotidiana; los sonidos, agradables y reconfortantes. Las mujeres se habían traído a sus esposos y las tiendas abrían sus puertas con tentadoras cestas repletas de ofertas y una iluminación absurda. Este ambiente era típicamente mañanero.
Los colores eran claros, nuevos a estrenar y suaves.
En el interior de los grandes almacenes en los que, un par de días atrás, había visto a un inmigrante probándose unos shorts por encima de sus pantalones de tergal, había una mujer probándose la oferta del día. Se calzó un par de botas a toda prisa y dio unos cuantos pasos, siguiendo el ritual de siempre para comprobar su conveniencia, de la misma manera en que se evalúa un coche nuevo, es decir, dándole patadas a los neumáticos. Le recordó vagamente a Laureen cuando alzó la mirada por un segundo. Bryan había ido muchas veces de compras con ella y se había quedado sentado delante del probador, sudando en el abrigo demasiado grueso. La mujer de los grandes almacenes tenía prisa, Laureen nunca la tenía.
Le habría gustado que fuera ella.
La catedral de la Münsterplatz era el resultado del conglomerado arquitectónico de tres siglos. Una obra maestra gótica que había ofrecido sus muros a las penas y las alegrías de la ciudad a lo largo de casi ocho siglos; un punto de encuentro único para los ciudadanos, y un excelente objetivo para los bombarderos de los aliados que, treinta años atrás, habían puesto todo su empeño en destruir todo aquello que constituyera el nervio vital y la columna vertebral de la ciudad.
Esta vez, el núcleo de la ciudad le pareció insignificante. El trayecto desde el ambiente bullicioso de la plaza de la iglesia hasta la febril Leopoldring y el parque de Stadtgarten, que se apoyaba cómodamente contra la loma oriental, podía cubrirse en menos de dos minutos.
Un largo puente peatonal de hormigón se abría paso de forma milagrosamente elegante entre la irisación[26] del parque. Sobre el estrecho puente se mecían las góndolas de rayas de color naranja del teleférico, de camino a la cima de la montaña de Schlossberg. A medio trayecto entre la falda y la cima de la montaña descansaba un restaurante romántico y grandioso, deteniendo el paso del tiempo por un instante. Desde allí, las vistas sobre la ciudad y el paisaje hacia Emmendingen debían de ser buenas.
En mitad del puente que cruzaba Leopoldring, Bryan se detuvo y miró a su alrededor. Realidad o no, sentía que la ciudad lo repudiaba, no lo quería, no le hacía caso. Las campanas de la catedral repiqueteaban sin cesar, como lo habían hecho mientras él luchaba por no perder la razón y la vida, a menos de quince millas del lugar.
Ahora portaban un mensaje de paz.
La gente pasaba por su lado sin verlo. Bajo sus pies, el tráfico atronador daba muestras de la gran agitación que recorría la ciudad. Aparte de la mujer alta que en aquel momento se apoyaba contra la barandilla mientras contemplaba Schlossberg con una enorme bolsa de plástico a sus pies, él era el único que no se dejaba tragar por la ciudad.
Una avanzadilla bulliciosa de niños alborozados presagiaba la llegada de un grupo de padres. En pocos segundos alcanzarían el parque y se dirigirían al pie del teleférico. Incluso antes de que los jóvenes padres lo hubieran adelantado, Bryan oyó el sonido de unos pasos enérgicos y tacones chocando con fuerza contra el pavimento del puente.
La mujer era pequeña pero de espaldas rectas, y el cuello de cisne de su jersey beige bordeaba su cabellera rubia.
Era la segunda vez aquel día que una mujer le había hecho recordar algo. En este caso, sin embargo, la asociación no era clara. No era muy joven. Su vestimenta, un chubasquero acharolado de color negro y una falda larga de algodón indio multicolor, lo confundían a la hora de determinar su edad.
Eso fue lo primero que le llamó la atención y, luego, el ritmo de sus pasos.
Bryan se dio la vuelta y la contempló detenidamente, mientras recorría los últimos veinticinco metros que los separaban. Era una de esas mujeres que continuamente creemos haber visto antes. Podía haber sido en cualquier lugar: en el autobús, veinte minutos antes; en la universidad, veinte años atrás; en una película; en un instante, en la estación de trenes; en la fascinación de un segundo. El resultado siempre solía ser el mismo.
Nunca llegabas a descubrir dónde y, aún menos, quién era.
Y entonces la siguió, tranquilamente y a distancia. Al llegar al parque, la mujer aminoró el paso. Al pasar por delante de la taquilla del teleférico, se detuvo y se quedó un rato contemplando a los niños llenos de expectación, que no dejaban de dar gritos de alegría. La manera suave en que se detuvo fue uno de los elementos que lo llevaron a evocar el pasado. Bryan rechazó unas cuantas hipótesis. Entonces, ella retomó el paseo, siguiendo los senderos que se abrían paso a través de la maleza. Era la tercera o la cuarta vez que Bryan paseaba por allí. No confiaba demasiado en su sentido de la orientación. La mujer dobló a la izquierda, rodeó el lago y desapareció en dirección a la Jacob «no-se-qué» Strasse.
Cuando Bryan dejó atrás los árboles, ella había desaparecido. El césped que se abría ante sus ojos era un hormiguero de gentes dedicadas a un sinfín de ocupaciones. Bryan se detuvo delante de un grupo de curiosos que disfrutaban de la actuación de unos saltimbanquis y echó un vistazo a su alrededor. La imagen de ella que, de forma apenas perceptible, iba asomando en su conciencia, había empezado a inquietarlo.
Siguió andando a paso ligero, llegó al rincón más desierto y alejado del parque, se detuvo de nuevo y se volvió una vez más, buscándola con la mirada por todos lados.
El susurro del follaje a sus espaldas le sorprendió. El rostro de la mujer daba muestras de enfado cuando salió de entre la maleza. Se fue hacia Bryan directamente, lo midió con la mirada y se detuvo a tan sólo un par de metros de él.
—Warum folgen Sie mir rtach? Haben Sie nichts besserzu tun? —dijo.
Pero Bryan no contestó. No podía.
Delante tenía a Petra.
En ese momento, creyó que iba a desmayarse.
—¡Perdón! —dijo.
La mujer se sorprendió al oírlo hablar en inglés. Durante los segundos en que se detuvo su respiración, también su pulso desapareció casi por completo. El calor que se había concentrado en su rostro se expandió por todo el cuerpo, dejando la piel sin brillo. Bryan tragó saliva un par de veces con el fin de evitar ceder a las náuseas que se agolpaban en su interior.
Estaba distinta, pero su rostro acongojado parecía dolorosamente inalterado. Precisamente aquellos finos rasgos y movimientos tienen la virtud de desenmascarar a las personas. A pesar de todo, la dura vida que aparentemente la había demacrado y la había convertido en una mujer corriente de mediana edad no había conseguido eliminarlos.
Qué extraña coincidencia. Bryan sintió escalofríos. El pasado se hizo demasiado presente, un conjunto de impresiones reprimidas se fue amontonando con una precisión asombrosa. De pronto, también recordó su voz.
—Bueno, ¿qué? ¿Estamos de acuerdo en que ya es suficiente por hoy? —le dijo ella con sequedad.
Se volvió sin esperar respuesta alguna y se alejó con pasos presurosos.
Bryan se dejó llevar inconscientemente.
—¡Petra! —gritó con voz ahogada.
La mujer se detuvo en seco. Su rostro incrédulo lo encaró.
—¿Quién eres? ¿De dónde has sacado mi nombre?
La mujer se lo quedó mirando detenidamente. Sin decir nada.
El pulso de Bryan martilleaba agitadamente. Tenía delante a una mujer que, probablemente, sería capaz de desvelar el destino de James.
Petra frunció el ceño, como si un pensamiento la hubiera atravesado en ese mismo instante y luego sacudió la cabeza en un gesto de rechazo.
—¡No conozco a ningún inglés! Y, por tanto, no te conozco a ti. ¿Puedes explicarme qué significa esto?
—¡Me has reconocido! ¡Te lo noto!
—Es posible que te haya visto antes, sí. Pero he visto a tantos. ¡Lo que sí está más que claro es que no conozco a ningún inglés!
—¡Mírame, Petra! Me conoces, pero hace muchos años que no me ves. Nunca me has oído hablar. Por cierto, sólo hablo inglés, porque siempre he sido inglés. Pero entonces tú no lo sabías.
Por cada palabra que Bryan pronunciaba, el rostro de la mujer se tornaba más desnudo y reconocible. El color de su piel denotaba cierta excitación.
—No he venido para molestarte, Petra. ¡Tienes que creerme! No sabía que seguías viviendo en Friburgo. Fue una casualidad que te viera en el puente. No te reconocí en seguida, sencillamente me pareció conocerte. Y eso despertó mi curiosidad.
—¿Quién eres? ¿Cómo es que me conoces?
Petra dio un paso atrás, como si la verdad fuera a derribarla.
—Del lazareto de las SS. Aquí, en Friburgo. Estuve ingresado en 1944. ¡Me conociste bajo el nombre de Arno von der Leyen!
Si Bryan no llega a dar un salto hacia adelante, Petra se habría desmayado. Aun mientras estaba echada entre sus brazos, casi tocando el suelo, Petra logró desembarazarse y dio un paso tambaleante hacia atrás. Lo repasó de arriba abajo con la mirada y estuvo a punto de volver a derrumbarse. Se llevó la mano al pecho y empezó a respirar a trompicones.
—¡Perdóname! No era mi intención asustarte.
Bryan la miró, hechizado por la coincidencia, dejándole tiempo a Petra para que se tranquilizase.
—He venido a Friburgo en busca de Gerhart Peuckert. ¿Puedes ayudarme?
Bryan extendió los brazos. El aire que los separaba se había vuelto masticable.
—¿Gerhart Peuckert?
Petra tomó aire una última vez en un intento de recuperar la serenidad y clavó la mirada en el suelo. Cuando sus miradas volvieron a cruzarse, las mejillas de Petra habían recobrado su color habitual.
—¿Gerhart Peuckert, dices? Creo que murió.