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Las manchas en las rodillas habían crecido considerablemente. Bryan se echó hacia atrás, reposando sobre las pantorrillas, y suspiró profundamente, mientras intentaba aunar las impresiones del paisaje que se extendía a sus pies. Los tejados de las casas y los oasis en aquellas tierras bajas se confundían. Hacía años que no lloraba de aquella forma. Al final se había caído de rodillas.

Las risas despreocupadas de los jóvenes que le llegaban de la ladera, el olor penetrante a resina, el paisaje límpido, todo ello provocaba en él un sentimiento de soledad jamás experimentado, pues no había rastro de la tumba que se suponía era la de su mejor amigo.

Bryan se mordió el labio y alzó la vista mientras se maldecía por no haberse preocupado de pedirle la dirección a Petra. A lo mejor había malentendido sus indicaciones. A lo mejor, ella se había expresado de forma imprecisa o había dado por supuesto que él la entendería.

Bryan se puso en pie y dejó caer los hombros. En medio de aquel paisaje diáfano que contrastaba con el ajetreo febril de la ciudad, perdió el deseo de entender.

Aquél era el lugar de reposo de James, de eso estaba seguro.

Durante un instante de silencio, Bryan bajó la cabeza y recordó a su amigo. Luego alisó cuidadosamente los pétalos de la flor marchita y echó un vistazo a su alrededor, buscando el lugar adecuado para dejarla. Si hubiera habido una lápida conmemorativa, la habría dejado ahí.

Al final de la columnata se quedó parado un instante, con la vista puesta en el pequeño edificio cerrado que se encontraba en el centro del monumento. Un par de pasos más allá, por la ladera, se perdía un pequeño sendero entre la maleza y por detrás del mausoleo. La tierra parda y las raíces desnudas y deterioradas que despuntaban del suelo confirmaban que seguía estando en uso.

Todavía no había buscado por ahí.

Cuando hubo dado unos pocos pasos le sorprendió un extraño e inesperado ruido, un clic insignificante, apenas perceptible. De todos modos, un ruido que no pertenecía a aquel lugar.

La sospecha casi nunca encuentra resistencia. Contrariamente a los sentimientos positivos, la sospecha puede hacer su aparición sin previo aviso ni reservas, incluso sin necesidad de que se la alimente. Sin embargo, en este caso estaba más que justificada.

Petra Wagner, Mariann Devers y Frau Rehmann. Todas ellas, cada una a su manera, habían estado en contacto con Kröner. Un hombre que ya había atentado contra su vida en anteriores ocasiones y que, desde luego, no tenía ningunas ganas de ser transportado al pasado.

Y, de pronto, aquel sonido, aquella bagatela de clic. Todo podía resumirse en un solo hecho, siempre y cuando siguiera alimentando aquella sospecha decisiva y desnuda.

Por eso, Bryan se detuvo en seco y se echó entre la maleza que bordeaba el sendero. Esperaba.

Como un diablo que no permite que lo exorcicen al infierno, la imagen surgió en el campo visual de Bryan, a escasos cinco metros de donde se hallaba. El hombre se detuvo un instante en la plataforma estrecha que unía la ladera con el tejado de la columnata y echó un vistazo intenso al sendero que bordeaba las piernas de Bryan. Y entonces Bryan lo reconoció.

A pesar de la humedad de la tierra, Bryan sintió cómo se secaban sus entrañas.

Jamás había pensado que volvería a ver aquel abominable rostro ancho. Nada en este mundo podría haberle sorprendido más. La fría corriente del Rin debería haber sido su tumba durante ya más de treinta años. Bryan vio cómo su cuerpo desaparecía bajo las aguas, herido de bala y exhausto.

Su presencia era la realización de una pesadilla que nunca fue soñada.

A pesar de que el hombre estaba más grueso que nunca, los años habían pasado piadosamente por él. Las personas de piel tersa y sonrojada pueden llegar a parecer niños hasta alcanzar edades avanzadas. Éste habría sido el caso del hombre del rostro ancho, de no ser por la órbita ocular casi vacía y los nudillos blancos que se tensaban alrededor del arma mortal.

Las probabilidades de que aquel coloso fuera a pasar de largo, sin percatarse de la presencia de Bryan, eran insignificantes. Bryan recogió el pie cuidadosamente, escondiéndolo debajo del matorral, pegó el rostro al suelo húmedo y colocó la mano debajo del pecho, listo para saltar como un muelle.

En el momento en que el zapato de Lankau se posó en el suelo delante del brazo de Bryan, lo golpeó. A pesar de que el golpe había sido certero, el hombretón no se tambaleó, tal como había esperado Bryan que hiciera. Lankau se giró impulsiva y violentamente hacia Bryan. El movimiento tenía como objetivo buscar el enfrentamiento directo, pero también lo hizo dar un paso atrás, por el terraplén, y resbaló torpemente ladera abajo.

Y, sin embargo, el arma se disparó.

El golpe del proyectil sorprendió a Bryan, de la misma manera que lo hizo el ruido que éste produjo. No sintió ningún dolor, ni tampoco supo dónde le había alcanzado. El eco del disparo amortiguado apenas se había propagado, cuando Bryan se abalanzó sobre el hombre que se tambaleaba, con las piernas abiertas a ambos lados de la pendiente, una apoyada en el sendero, la otra deslizándose ladera abajo. Entonces se oyó el segundo disparo y el árbol que Bryan tenía a sus espaldas lo recibió sordamente, abriendo unas fauces amarillentas en su corteza. Bryan extendió inmediatamente la mano para agarrar el rostro de Lankau, a la vez que le propinaba una fuerte patada en el pecho.

El hombretón lo miró, estupefacto, la boca se le había quedado abierta. De ella no se escapó ni el más mínimo sonido, a pesar del dolor que debió de provocarle la patada. Entonces se desplomó y cayó hacia atrás, ladera abajo, sin soltar a Bryan. Sólo el suelo blando evitó que Bryan perdiera la conciencia. Cuando el cuerpo pesado lo hubo arrollado un par de veces, los dos cuerpos enmarañados se detuvieron, por fin, gracias a la maleza que marcaba el paso al sendero que corría al final de la columnata. Sin poder moverse, se quedaron tendidos el uno al lado del otro en medio del arbusto, mirándose jadeantes a los ojos. De algunos rasguños en la cara de Lankau brotaron unos hilillos de sangre que fueron deslizándose hasta alcanzar las pestañas del ojo sano. En la caída, Lankau había estrujado la pistola con tanta saña contra su rostro que la mira le había desgarrado la piel. No dejaba de parpadear. Aunque agitaba la cabeza, la sangre estuvo constantemente a punto de cegarlo. A menos de veinte centímetros sobre su cabeza estaba la pistola, medio hundida en el fango.

Bryan echó la cabeza hacia atrás y, sin ningún tipo de contemplaciones, le propinó una serie de testarazos a su adversario que hicieron que el cerebro de Bryan explotara en múltiples descargas y destellos.

Fue entonces cuando su perseguidor emitió un sonido. Bryan se precipitó sobre su enorme cuerpo e intentó alcanzar la pistola. En ese mismo movimiento y de forma absolutamente inesperada, su cabeza se fue hacia atrás cuando el hombretón lo agarró por los tolanos[27].

La salvación de Lankau llegó desde atrás. Unos jóvenes se habían apiñado alrededor de los dos hombres y no paraban de proferir una sarta interminable de improperios incomprensibles. Las chicas se amontonaban a sus espaldas con una expresión de regocijo en sus caras. Habían acudido en busca de emoción; los escondrijos de la columnata tampoco los defraudaron esta vez.

Dos de los jóvenes agarraron a Lankau y lo pusieron en pie mientras le limpiaban la americana con unos suaves golpes en la espalda. Lankau se llevó la mano a la cara ensangrentada y, con una mirada aturdida, echó un vistazo a su alrededor buscando su arma, sin por ello dejar de hablar atropelladamente a los jóvenes. Poco a poco, fue aflojando la mano con la que tenía agarrado a Bryan por el pelo y los músculos de su nuca se relajaron. Bryan permaneció en silencio mientras daba unos pasos pendiente arriba, en una postura algo desmañada. Nadie se dio cuenta de que el arma se había perdido debajo de su cuerpo.

Bryan no entendió nada de lo que Lankau les dijo a los jóvenes, pero de pronto desapareció del lugar.

El semicírculo que se había creado alrededor de Bryan no parecía querer disolverse inmediatamente.

Con mucha cautela, Bryan echó el brazo hacia atrás y rozó la pistola con la mano. Era más pesada de lo que había pensado. Justo por encima de la culata encontró el seguro. Nadie oyó que lo ponía. Luego, con mucha cautela, introdujo el cañón por el cincho del pantalón y se cerró la americana para cubrirla. Le llegó el dolor al sacar la mano del cincho. Todos lo miraron al oír sus gemidos. Una de las muchachas se llevó la mano a la boca y jadeó cuando Bryan alzó la mano ensangrentada y se la miró.

—¡Me ha disparado! —se limitó a decir Bryan, sin esperar que el grupo de jóvenes entendiera sus palabras.

Una de las chicas empezó a gritar. Detrás de los demás apareció un joven de cabellos casi blancos y, con mucho cuidado, ayudó a Bryan a ponerse en pie. La mancha roja en el bolsillo trasero crecía imparable, pero con menor rapidez de la que Bryan había temido en un primer momento. El disparo había atravesado limpiamente el glúteo mayor medio, la parte más carnosa del gran músculo del trasero, al que popularmente se suele llamar asentaderas. Tanto la herida de bala, por donde había entrado el proyectil, como la herida por donde la bala había abandonado el cuerpo, se habían cerrado casi por completo. La pérdida de sangre no era significativa. La pierna izquierda de Bryan cedió bajo su peso.

Y entonces el semicírculo retrocedió.

El joven del pelo rubio profirió unas cuantas palabras y el grupo se disolvió en pocos segundos. Todos, salvo el que había gritado, salieron corriendo pendiente abajo, siguiendo los pasos de Lankau. El chico del pelo blanco se volvió hacia Bryan.

—¿Podrá andar? —le preguntó, vacilante.

Fue un alivio oírlo hablar en inglés.

—Sí, sí puedo, gracias.

—Los demás están intentando atraparlo.

El joven echó la vista hacia abajo, desde donde los gritos nítidos de los demás dejaban bien a las claras su propósito. Bryan dudaba mucho de que fueran a encontrar al hombre que buscaban.

—Tiene que perdonarnos. ¡Me parece que nos equivocamos! ¿Lo atacó ese hombre?

—¡Sí!

—¿Sabe por qué?

—¡Sí!

—¿Por qué?

—¡Porque quería quitarme mi dinero!

—¡Llamemos a la policíal!

—¡No! ¡No lo hagan! No creo que vuelva a hacer algo así.

—¿Por qué no lo cree? ¿Acaso lo conoce?

—En cierto modo, sí.

Aunque el glúteo se compone de un grupo de músculos que, gracias a su gran tamaño, se distinguen por poder funcionar satisfactoriamente a pesar de sufrir lesiones, Bryan tuvo que agarrarse a todo lo que alcanzó para poder dar los primeros pasos.

El chico del pelo plateado lo abandonó sin despedirse, precipitándose ladera abajo, en busca de sus compañeros.

Cinco minutos más tarde, su vocerío animado se hubo extinguido.

Esta vez, el sendero que llevaba hasta la estación terminal del funicular se le hizo más largo. Por cada diez pasos que daba, Bryan se veía obligado a detenerse y echar un vistazo a su trasero. Las oscuras manchas en los pantalones habían dejado de crecer.

Cuando aparecieron los finos cables del funicular detrás de las copas de los árboles, Bryan supo que la hemorragia se había detenido. Ni en calidad de médico ni de víctima tenía por qué preocuparse más por vendajes o por un ingreso indeseado en un hospital; tenía otras preocupaciones.

La primera era mantenerse con vida. Era imposible adivinar de dónde y cuándo podía llegar la próxima agresión. Lo único que sabía era que sería inevitable. Estaban decididos a atentar contra su vida y había sido Petra Wagner quien le había tendido aquella trampa.

La segunda preocupación era ¿por qué?

¿Por qué le había mentido Petra Wagner, y por qué era tan importante deshacerse de él? Al fin y al cabo, se habían arriesgado incluso a agredirlo en pleno día.

La tercera preocupación eran unas ramitas quebradas que se extendían de forma alarmante y sin gracia por debajo de los arbustos que las habían sustentado. El hueco en la maleza que señalaban era casi imperceptible. Por encima, los arbustos se cerraban, pero las hojas vibraban ligeramente al viento. Bryan agarró la culata y sacó la pistola de su escondite. Antes de abrir la boca echó un vistazo a su alrededor una vez más. No detectó ningún movimiento sospechoso.

—¡Sal de ahí! —dijo en voz baja, dando una fuerte patada en el suelo que hizo saltar la gravilla del sendero.

Lankau se puso en pie inmediatamente. Su rostro estaba totalmente embadurnado de sangre.

Entonces soltó unos gruñidos ininteligibles. Bryan reconoció inmediatamente el tono de voz utilizado. A pesar de los años que habían pasado, su adversario seguía manteniendo aquella infamia desenfrenada a flor de piel.

—¡Háblame en inglés! Supongo que sabrás, ¿no es así?

—¿Por qué?

La animadversión traslució en el rostro del gigante mientras fijaba los ojos en la pistola. En el momento en que Bryan le quitó el seguro, su rostro se retorció y, de un salto, se apartó. Bryan volvió a mirarlo y luego dirigió la mirada a la pistola. La reacción de Lankau era para él todo un misterio.

—¡Puedes estar seguro de que te dispararé si vuelves a hacer eso una vez más! A partir de ahora, vas a seguirme tranquilito y calladito. Si haces cualquier movimiento sospechoso, sea éste premeditado o no, será el último que hagas, te lo advierto.

El hombre del rostro ancho se quedó mirando los labios de Bryan con una expresión de incredulidad.

—¿Has olvidado tu lengua materna, cerdo?

Su inglés era el de un hombre de negocios, un flujo desordenado de palabras, aunque todas ellas precisas. Sin embargo, el acento era el de un hombre sin estudios.

El hombre que Bryan tenía delante seguía los gestos de la mano que sostenía la pistola. Cuando salió de entre los arbustos, su aspecto era miserable, con la camisa colgándole por fuera de los pantalones, lamparones oscuros en las rodillas y el pelo ralo y alborotado a un lado. A pesar del aspecto de aquel hombre, Bryan no se fiaba. Con la autoridad que le confería su calidad de médico, Bryan golpeó a su enemigo en el plexo solar dos veces, con tal precisión que el gigante que tenía delante estuvo a punto de desmayarse. Cuando Lankau volvió a encontrarse de pie, Bryan lo arreó para que marchara un metro por delante de él.

Cuando llegaron a las cercanías del funicular, Bryan se metió la pistola en el bolsillo y se apretujó contra el cuerpo de Lankau para que éste notara la presión del cañón, a pesar de su espalda fornida.

—Vas a mantenerte tranquilo cuando subamos a la góndola, ¿lo has entendido?

Bryan volvió a empujarlo con el cañón de la pistola, como para subrayar la seriedad de la situación. Delante de él, Lankau gruñó. Luego se dio la vuelta lentamente y miró a Bryan directamente a los ojos. El ojo muerto estaba semiabierto.

—¡Ándate con cuidado con esa Kenju, perro sarnoso! Tiene la mala costumbre de dispararse a deshora.

Resultaba imposible adivinar si el hombre que había delante de la góndola era revisor o no, pero lo cierto es que no hizo ningún ademán dirigido a delatarlos. Al ver el rostro ensangrentado de Lankau, reculó asustado hasta el fondo de la cabina y se quedó totalmente mudo.

—Bueno, lo siento, tengo que llevar a éste al hospital. ¡Soy médico!

El hombre sacudió la cabeza nerviosamente. No entendía lo que le decía Bryan. Bryan introdujo a Lankau en la góndola de un empujón.

—Se ha caído, ¿sabe?

Hasta que la góndola bamboleante no hubo superado el primer poste, el hombre no salió de la sombra para mirarlos.

—¡Tu coche! —recalcó Bryan cuando finalmente terminó su viaje en el funicular.

Lankau se apresuró a cruzar la calle y sacó las llaves. El BMW tenía una multa de aparcamiento. Un poco más allá estaba aparcada la furgoneta de Bryan. Ésta también tenía un papelito blanco que parecía cubrir todo el parabrisas. A partir de ahora, sería asunto del hippy que se la había vendido.

Lankau conducía. Sentado como estaba, contemplando a su archienemigo en una situación de lo más cotidiana mientras salían lentamente de la ciudad, a Bryan le pareció que las profundidades del ser humano le eran reveladas. Dejando de lado su rostro magullado, Lankau parecía un padre de familia de lo más corriente. El interior del coche daba muestras de su vida ordinaria en forma de paquetes de tabaco, envoltorios de caramelos y otros efectos que hacía pensar en imperturbabilidad y convivencia tranquila. Bryan tenía a su lado a un ciudadano corriente, a un consumidor y a un hedonista. La bolsa de golf en el asiento trasero hablaba por sí misma. Un fragor de Wagner había tomado la cabina en el momento en que Lankau había girado la llave. Un asesino, un sádico, un simulador, un wagneriano; también era todo eso. Ningún hombre había podido ser creado a imagen y semejanza de Dios, tan ambiguo, tan poco sincero, tan áspero como podía llegar a ser bajo la superficie. ¿Y qué individuo podía verse del todo libre de llevar a un Lankau en lo más profundo de su ser?

—Vamos a ir a un sitio donde nadie nos pueda molestar —anunció Bryan bajando el volumen de la obertura al llegar a su último pasaje.

—¡Para que puedas matarme sin ser molestado, me imagino! —El hombre corpulento parecía indiferente.

—Para que pueda matarte sin que me molesten si me da la gana, ¡así es! —repuso Bryan, a la vez que iba grabando el recorrido en su memoria.

La ciudad desapareció a sus espaldas. El sol seguía enviando sus destellos blancos por las calles transversales. Uno de los ciudadanos más jóvenes se despedía de la espontaneidad del verano atravesando, a toda pastilla y calado hasta los huesos, las anchas cunetas que conducían una corriente de agua, aparentemente eterna, a lo largo del borde de las aceras. Una mujer joven intentaba atraparlo, sin tiempo siquiera para disculparse con la monja que a punto había estado de arrollar.

—¿Por qué has vuelto? ¿Por qué nos persigues? ¿Es por el dinero?

La comisura de los labios del hombre del rostro ancho se contrajo en una mueca mientras sus ojos fríos seguían el tráfico.

—¿Qué dinero?

—Petra Wagner dice que has preguntado por Gerhart Peuckert. ¿Era él quien tenía que conducirte a nosotros? ¿Era él quien iba a guiarte hasta nuestra mercancía?

—¿Acaso Gerhart Peuckert sigue con vida?

Bryan examinó el rostro de Lankau en un intento de detectar alguna convulsión. Sin embargo, era un rostro sin vida. Lankau giró la cabeza lentamente hacia Bryan.

—¡No, Von der Leyen! —repuso, volviendo la cabeza hacia el paisaje, y sonrió—. No sigue con vida.

Cuando las casas y las granjas empezaron a diseminarse por el paisaje cortado por las viñas, Bryan se vio obligado a tomar una decisión. Lankau tenía más información para él, había dicho, y conocía un lugar en el que, con toda seguridad, podrían hablar sin ser molestados. Todo parecía indicar que Lankau estaba preparándole otra trampa. El lugar, a un par de millas del casco urbano, parecía estar desierto. A pesar de los múltiples caminillos y carreteras secundarias y el tráfico constante de gente volviendo a casa, cualquiera de las casas apartadas de la carretera podía esconder secretos que Bryan prefería desconocer.

Cada vez que miraba el rostro indiferente de Lankau, le venía a la mente la idea de que Kröner o Petra habían sido hechos partícipes en un plan de emergencia, según el cual Lankau debía conducir a la víctima a la boca del lobo.

Cuando Bryan preguntó por la finalidad de la granja, Lankau rió.

—¡Dios mío, no, no es mi casa! Mi familia y yo vivimos en la ciudad. Pero allí no los encontrarás, si eso es lo que pretendes… ¡Han desaparecido! —dijo riéndose—. Es mi pequeño refugio, ¿sabes?

Un cartel colocado al borde de la carretera prohibía la entrada a cualquier persona ajena al lugar.

La casa, contrariamente a las granjas vecinas, era de una sola planta, pero se extendía por el terreno en varias alas, compuestas por unas edificaciones parecidas a bungalows.

Si ése era su pequeño refugio, Lankau debía de ser un hombre muy rico. La casa, retirada de la carretera, estaba rodeada de hileras de vides en un número que daba a entender que el cultivo de aquellas tierras era un mero pasatiempo para su dueño.

El patio tenía más bien forma de superelipse. Bryan se agachó y clavó el cañón de la pistola en el costado de Lankau con fuerza. A partir del momento en que se apagara el motor, su vida dependería de la cautela con la que se condujera. Si era una trampa, el ataque podía llegarle desde cualquier lado.

—¡Tranquilo, cobarde! —gruñó Lankau y abrió la puerta—. Aquí sólo viene gente durante la vendimia o para cazar.

Bryan golpeó a su rehén en la nuca con la culata del arma con tal fuerza que se desplomó en el pasillo, incluso antes de llegar al salón. Éste era horripilante. Al menos quinientas cornamentas adornaban las paredes, dando testimonio del inveterado instinto asesino de Lankau. Hileras de platos con grabados, pesados libros de lomos gruesos, cuchillos de monte y viejos rifles, rotundos muebles de roble tapizados de rayas y oscuros cuadros cuyos motivos eran, a grandes rasgos, idénticos y previsibles, en toda su exuberancia de naturaleza y animales muertos.

Olía a moho. Era evidente que todos los días no iba gente a aquella casa.

El cuerpo laxo a los pies de Bryan no se mantuvo quieto por mucho tiempo. Bryan volvió a golpearlo. Era importantísimo que no volviera en sí en seguida.

Bryan se quedó un buen rato callado y alerta. Aparte de algún aullido lejano de algún perro y del susurro de neumáticos en la carretera, todo estaba en silencio.

Estaban solos.

Al otro lado del patio se extendía un cobertizo alargado que ocupaba todo el largo de la plaza. También había cornamentas, pieles desolladas, cráneos y puntillas y cuchillos de todos los tamaños y formas.

Toda la pared del fondo constituía una verdadera quincalla, con estantes que rebosaban de botes de pintura, restos de papel pintado, botes de cola, cajas llenas de herrajes, clavos y tornillos. Y luego había cuerda. Haces de hilo bramante del que antaño se empleaba para atar las gavillas durante la cosecha.

Bryan ató a Lankau enérgicamente a una silla de respaldo alto. Utilizó un ovillo entero, hasta sentirse seguro de que aquello podría cortar cualquier intento inesperado del hombre de la cara ancha por liberarse.

Aunque la postura de Lankau era incómoda, cuando finalmente despertó, el hombre pareció indiferente a su infortunio. Bajó la vista hacia los brazos de la silla y constató, sin que se moviese ni un solo músculo de su rostro, que sus brazos y sus piernas estaban atados. Luego volvió la cabeza hacia Bryan y esperó. Durante aquel corto espacio de tiempo pareció viejo.

Para Bryan, la cuestión sobre la mejor manera de sobrevivir a cualquier situación difícil siempre había estado estrictamente ligada a la capacidad de comprender y analizar las reacciones de los demás lo mejor posible. En el lazareto de las SS, los simuladores habían atentado contra la vida de él y la de James porque podían desenmascarar su engaño. La reacción de aquellos hombres había sido lógica. Al igual que Bryan, sabían qué les pasaba a los simuladores que eran descubiertos.

Y a partir de esto, la lógica dejó de funcionar. Delante tenía a una persona para quien todas esas cosas ya no tenían ninguna importancia. ¿Por qué iba entonces a arriesgar su vida por una historia más que superada? ¿Qué era, pues, lo que podía alcanzarlo ahora? Bryan lo miró. La comisura de los labios de aquel grandullón casi le llegaba a la barbilla rolliza. Su mirada era fría y expectante. Bryan se volvió y se encontró con la mirada de cristal de un trofeo de caza. Dos de los simuladores se habían jugado la vida al intentar cazarlo aquella noche del invierno de 1944. No cabía duda de que habían tenido sus razones para hacerlo, sin embargo, Bryan jamás había llegado a comprender qué era lo que los había llevado a actuar como lo habían hecho. Y esa incertidumbre había estado a punto de costarle la vida.

No estaba dispuesto a cometer ese error una vez más.

—¡Cuéntamelo todo! —se limitó a decir—. ¡Si quieres seguir viviendo, tendrás que contármelo todo!

—¿Qué es todo?

El hombre corpulento respiraba con cierta dificultad.

—¿Para que puedas hacerte con nuestro dinero?

El grandullón farfulló algo ininteligible.

—¡Olvídalo! No lo tendrás, hagas lo que hagas. Como habrás podido comprobar, no se encuentra escondido en pequeñas arcas por la casa, ¿no es así?

—¿Dinero? ¿Qué dinero?

Bryan se volvió y miró a Lankau directamente a los ojos.

—¿Acaso creéis que busco dinero? ¿Acaso se ha tratado todo el tiempo de dinero?

Bryan dio un paso hacia adelante, acercándose al hombre del rostro ancho.

—¿Realmente hay tanto dinero en juego?

Bryan se detuvo y contempló tranquilamente a Lankau. Ni siquiera había pestañeado. Parecía un hombre de negocios en medio de una negociación. En tal caso, se había introducido inadvertidamente en un terreno que Bryan dominaba a la perfección. Bryan se inclinó sobre el hombre atado de pies y manos y lo miró a los ojos.

—No me faltan recursos, Lankau. Los cuatro cuartos que tú puedas ofrecerme, sin duda, sólo podrían satisfacer las necesidades de mis animales domésticos. Si quieres volver a ver a tu familia, harás bien en esforzarte por contestar a mis preguntas ahora mismo. Cuéntame lo que ocurrió entonces, y luego me cuentas lo que ha pasado desde entonces.

Bryan tomó asiento delante de él y señaló hacia su ojo sano.

—Creo que deberías comenzar por el principio. ¡Empieza por el lazareto!

—¡El lazareto!

El desprecio no daba lugar a confusiones.

—No me apetece entrar en esos temas. De haber dependido de mí, tú ya estarías muerto; te habría matado entonces. No hay nada más que decir al respecto.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué no me dejasteis en paz? ¿Qué podía haceros? ¡Pero si yo también era un simulador!

—¡Podías hacer lo que, de hecho, hiciste! ¡Podías desaparecer! ¡Y de haberlo querido, podrías habernos traicionado!

—¡Pero no lo hice! ¿Qué habría sacado yo traicionándoos?

—¡Podías quitarnos el vagón, cerdo de mierda! —susurró Lankau entre dientes.

—¡No te he oído, vuelve a decirlo!

Bryan dio un paso atrás. Entonces Lankau intentó escupirle. El desprecio iluminaba su rostro. El resultado de aquel torpe intento tuvo como resultado que la baba le corriera mentón abajo.

En ese mismo instante, Bryan dirigió la pistola hacia el hombre corpulento y efectuó un disparo tan cerca del rostro de Lankau que la llama de la boca del cañón le chamuscó la ceja sobre el ojo sano. Lankau envió una mirada enfurecida a Bryan y volvió la cabeza en un intento de ver el agujero, apenas visible, que había dejado la bala en el respaldo tapizado, a escasos centímetros de su pómulo.

—Si no te avienes inmediatamente a contarme lo que ocurrió a partir de entonces, te mataré —prosiguió Bryan volviendo a levantar la pistola—. Sé que Kröner se encuentra en la ciudad. Sé dónde vive. He hablado con su hijastra, Mariann. Lo he visto con su nueva esposa y con su hijo, y conozco todos sus pasos. ¡Si tú no me cuentas lo que quiero saber, él sin duda lo hará!

En lugar de volver la cabeza y mirar a su guardián, Lankau dejó caer su cuerpo ligeramente hacia adelante. El reconocimiento de que su carcelero también conocía los movimientos y el paradero de Kröner parecía haberlo conmocionado, incluso más que el disparo. Entonces pareció sobreponerse a la situación y alzó la cabeza.

—¿Por dónde quieres que empiece? —dijo Lankau impasible, alejando la mirada del póster pardusco que colgaba de la pared que daba a la cocina y al recibidor y que, durante un rato, parecía haber captado toda su atención.

«Cordillera de la Paz», rezaba el póster, en letras demasiado vistosas y de color naranja, lo que le daba un aire aún más desolador, si cabe. Miró al hombre que tenía delante. Era todo un enigma. El arma que sostenía descansaba en el dorso de la mano. El seguro estaba puesto. Estaba sentado delante de él tranquilamente. Lankau rezó porque siguiera así.

Ahora mismo la situación parecía bastante desesperada. Lankau entrecerró los ojos. Sus brazos palpitaban.

Si el hombre que tenía delante decía la verdad, no había forma de que supiera nada respecto a la historia y al papel que había jugado Peter Stich. Y eso era bueno. Si había que darle la vuelta a la situación para tornarla en su favor, tal vez fuera de ese lado del que tendría que llegarle la ayuda. A pesar de su decrepitud, Stich sería, sin duda, un digno adversario de Arno von der Leyen.

En todos los juegos se trata de ganar tiempo, ésta es, en definitiva, la primera regla. Arno von der Leyen tendría su historia.

La siguiente regla fundamental del juego consiste en mantener alejado al adversario hasta haber detectado sus puntos débiles. Eso todavía quedaba pendiente. A menudo, la mayor debilidad de un hombre se esconde en el porqué de sus actos. La pregunta era, pues, dónde buscar. ¿Era Arno von der Leyen codicioso o rencoroso? Eso se vería con el tiempo.

Sin embargo, lo más importante en todo tipo de juegos es ocultar la fuerza y el alcance de las propias armas el máximo de tiempo posible. Ésta es la tercera y última regla fundamental y, por tanto, debería mantener el verdadero papel y la identidad de Peter Stich fuera de su relato.

Era probable que Arno von der Leyen hubiera oído hablar del Cartero durante las largas noches en el hospital. Pero era imposible que supiera que Peter Stich y el Cartero eran la misma persona, por la simple razón de que el Cartero se había dado a conocer en un momento en que Arno von der Leyen asistía a un tratamiento de choque.

Después de haber tomado buena nota de estas tres precauciones, Lankau podía contarle su historia tranquilamente. Juntó los labios y se quedó mirando a su adversario un buen rato. Cuando el silencio hubo alcanzado su cénit, su guardián se inclinó hacia él, rompiéndose así el muro que se había alzado entre ellos.

—Podrías empezar por el Rin —dijo, intentando sostener la mirada de Lankau, como si se hubiera creado una especie de familiaridad entre ellos—. Allí creí que estabas acabado, muerto y desaparecido de la faz de la tierra para siempre.

El gesto de la cabeza que le dirigió Von der Leyen era una invitación a seguir hablando.

—Cuéntame, ¿qué pasó después?

Lankau se incorporó en la silla. Examinó detenidamente a su guardián por primera vez. El aspecto fibroso de su juventud había desaparecido. El cuerpo estaba en decadencia. Sin aquellas cuerdas que lo sujetaban a la silla, podría haber acabado con él rápidamente. Lankau volvió a comprobar la fuerza de las cuerdas y apretó cautelosamente los nudillos contra los brazos de la silla.

—¿Que qué pasó luego? Veamos, ¿qué pasó?

Von der Leyen se acercó a él y volvió a asentir con la cabeza.

—Ante todo, tenía un agujero en el costado y había perdido un ojo.

El hombre que tenía delante no pareció reaccionar. Lankau volvió a apretar los nudillos contra los brazos de la silla.

—Ésta fue la maldita situación en la que me dejaste, cerdo, y no era precisamente una situación fácil para mí. No podía volver al lazareto en aquel estado, y menos aún sin traer de vuelta a Dieter Schmidt.

Lankau cerró su ojo malo. La piel del cuello de su guardián era fina. El cuello estaba atravesado por venas superficiales.

—Sin embargo, el odio que sentía hacia ti, patán, me mantuvo con vida, ¿sabes? Era un invierno extremadamente frío, ¿recuerdas? ¡Pocas veces en mi vida he visto tanta nieve! Pero la Selva Negra te acoge con misericordia. Sólo tuvieron que pasar dos días, y entonces supe que sobreviviría. Cualquier granja y casa de jornalero tiene su cobertizo o su despensa en estas tierras.

Lankau sonrió.

—Por tanto, supe salir adelante, a pesar de las patrullas de perros que enviaron en nuestra busca. Pero, verás, la situación se hizo bastante más complicada para los que se quedaron atrás, ¡sobre todo para Gerhart Peuckert!

Lankau se dio cuenta con satisfacción de que Von der Leyen se echaba ligeramente hacia atrás. Un estado de alerta que había intentado ocultar se manifestó acusatoriamente. Había empezado el juego.

La debilidad del adversario estaba a punto de salir a la luz.

Durante la hora que siguió, Lankau dejó que viviera el pasado. Se descorrieron muchos velos.

Lankau registró cada reacción y cada movimiento al que se abandonó Von der Leyen. Lankau no omitió ningún dato importante de su relato, salvo la identidad del Cartero, al que no nombró ni una sola vez. Donde lo encontró necesario, se saltó algunos acontecimientos, sustituyéndolos por otros.

Sin embargo, la verdad estuvo constantemente cerca del relato.

Cuando el camillero y enfermero Vonnegut se despertó aquella mañana de finales de noviembre, descubrió horrorizado que faltaban tres hombres en la planta. Se llevó las manos a la cabeza y se mesó los cabellos mientras corría de una habitación a otra sin tocar nada. Las ventanas abiertas en las dos habitaciones hablaban por sí solas. Los pacientes que aún quedaban en las habitaciones estaban echados en sus camas, sonrientes como de costumbre, esperando a que sacaran las palanganas y a que llegara la hora del desayuno. El Hombre del Calendario incluso se levantó y le hizo una ligera reverencia.

Menos de diez minutos más tarde se personaron los guardias de seguridad; estaban exasperados, no entendían nada y la ira brillaba en sus ojos. Incluso los médicos tuvieron que soportar que los interrogaran brutalmente, como si fueran criminales, o como si ya los hubieran encontrado culpables de lo ocurrido. Separaron a los cuatro pacientes que quedaban en la habitación de Lankau durante un par de días para luego, uno a uno, llevarlos a la sala de tratamientos de la planta inferior. Allí los interrogaron, les pegaron con bastones envueltos en cuero y los torturaron con el instrumental que tenían a mano. Cuanto más tiempo pasó sin que aquellos torturadores se convencieran de la inocencia del interrogado, más brutal fue el castigo. Sobre todo se habían empleado a fondo con Gerhart Peuckert. A pesar de que era un oficial de alto rango del SD, el interrogador no dio muestras de sentir ningún tipo de lealtad profesional. Ninguno se libró, ni Peter Stich, ni Kröner, ni el Hombre del Calendario. Incluso al general, cuya habitación estaba al otro lado del pasillo, se lo llevaron abajo. Pasadas unas cuantas horas, lo soltaron. Nunca dijo ni una sola palabra.

En los días que siguieron, Gerhart Peuckert sufrió un colapso y todos creyeron que sucumbiría y moriría.

Tras unos días de crisis, se constató que no sería así. Dejando a un lado las secuelas físicas de la tortura, las cosas volvieron a su cauce normal. Ni Gerhart Peuckert, ni el Hombre del Calendario llorón, ni los demás, fueron capaces de explicar a sus verdugos lo que les había pasado a los tres pacientes desaparecidos.

Antes de que hubiera pasado una semana, aparecieron dos hombres de semblantes serios vestidos de paisano junto al oficial de seguridad que, además, había dirigido los interrogatorios. Se lo llevaron en medio de una comida y se encerraron con él durante algunas horas. Luego lo sacaron a rastras al patio que había delante de las secciones somáticas y lo colgaron sin contemplaciones, sin tener en cuenta sus protestas a gritos ni sus gimoteos; una deshonra sin precedentes. Ni siquiera lo encontraron merecedor de un pelotón de ejecución. Su error mortal, que además había sido el único durante ocho años despiadados, fue permitir que Arno von der Leyen desapareciera delante de los ojos de todos y no haber dado inmediatamente parte del suceso a Berlín.

Después de la ejecución, Kröner y Peter Stich mejoraron rápidamente. El día de Año Nuevo fueron declarados aptos para el servicio y fueron dados de alta en un corto espacio de tiempo.

Gerhart Peuckert llevaba algún tiempo sin reaccionar a ningún estímulo. Lo dejaron atrás, seguros de que no les causaría problemas.

Los combates en el frente se intensificaron. Para Kröner supusieron un verdadero peligro. Todos los oficiales vinculados al servicio de seguridad, el SD, se encontraban en medio de un fuego cruzado. Muchos cayeron bajo las balas de su propia gente. Sin embargo, aunque Kröner sirvió en los frentes en constante retirada con las mismas competencias sucias de siempre y aunque con ello se procuró un gran número de enemigos, logró zafarse y colocarse en una posición en la que sus hombres no tendrían ocasión de atacarlo. En el preciso momento en que se proclamó la muerte del Führer, en medio de su presunta lucha incansable contra el bolchevismo, Kröner desapareció sin dejar rastro, sin equipaje y sin un solo rasguño.

Antes de pasar al relato del destino que había sufrido Peter Stich, Lankau se quedó un buen rato sin decir nada.

—¡No volvimos a saber nada de Peter Stich! —anunció de pronto.

Arno von der Leyen no reaccionó. Lo miró con ojos vigilantes y permaneció en silencio.

—¡Fueron muchos los que perdieron la vida durante aquellos días!

Lo que Arno von der Leyen no tenía por qué saber era que Stich, después de ser dado de alta del lazareto de las SS en Ortoschwanden, había sido enviado directamente de vuelta a Berlín, donde ocuparía su antiguo cargo de administrador de los campos de concentración.

Había dos razones para ello.

En primer lugar, se habían intensificado los traslados de personal y de prisioneros entre los diferentes campos de concentración, a la vez que se hacía cada vez más necesaria su supresión. Este proceso requería mucha administración, gran pericia y firmeza. Además, las divisiones blindadas en las que había servido Stich habían sufrido muchas bajas. Un gran número de divisiones se habían visto seriamente mermadas o incluso habían sido aniquiladas. Ya no lo necesitaban allí. En cambio, su presencia en los campos de exterminio era imprescindible; de él podían esperar una contribución del ciento por ciento.

De esta manera, Stich había hecho su papel de simulador mejor que los demás hasta el final. Estaba a salvo y, además, tenía competencias para proceder como quisiera.

—A nuestro jefe lo llamábamos el Cartero, pero supongo que eso no es nuevo para ti —dijo Lankau mirando con desconfianza cómo el hombre que tenía delante asentía con la cabeza.

—¡Lo que yo pueda saber no debe preocuparte! Pero si te saltas algo en tu relato, será peor para ti. ¡Vas a contármelo todo! ¿Has entendido?

Lankau sonrió y se pasó la lengua por la comisura de los labios.

—Su identidad no tiene por qué importarte, puesto que ya murió. Pero para nosotros fue, a fin de cuentas, un hombre importante.

Arno von der Leyen no reaccionó.

El oyente de Lankau estaba a merced del relato.

En los últimos tiempos de la administración central del Tercer Reich en Berlín, el Cartero había conseguido hacerse con una visión general de las purgas políticas que llevaba a cabo el Gau de Goebbels. Disponía de las listas de los deportados, los condenados a muerte, los ejecutados, los desaparecidos y los encarcelados. Sabía cuándo les tocaría a los siguientes y por qué faltas y delitos.

Su objetivo era juntar, de esta manera, cuatro identidades en las que la edad y el sexo coincidieran con la suya y la de sus cómplices. Por tanto, todavía no había abandonado la esperanza de que Lankau y Dieter Schmidt hubieran salido victoriosos de su intento de fuga.

Encontró tres de las identidades sin que le supusiera demasiado esfuerzo. Opositores al Tercer Reich que habían «desaparecido» poco antes y que no tenían familia. Personas que serían tenidas por héroes y resistentes cuando se acabara la guerra. Si suplantaban la identidad de esta gente, no tendrían nada que temer en caso de un posible juicio.

Al Cartero no le resultó difícil hacer desaparecer las pruebas.

Después de algunas indagaciones infructuosas, el Cartero encontró a un candidato apropiado para la cuarta identidad en los calabozos de Potsdam. Un caso que encontró a la vez divertido e irónico. Un judío que, ocultando su verdadera identidad, había ejercido, a lo largo de toda la guerra, de funcionario público de alto rango en la ciudad. Una estela de corrupción, sobornos y fraudes lo había llevado al lugar en el que se encontraba. Más de uno tenía razones más que suficientes para desear su muerte, antes de que acabaran los interrogatorios y el traslado a uno de los campos de concentración se hiciera realidad; un deseo que el Cartero gustosamente pensaba satisfacer.

El judío desapareció sin dejar rastro.

Para el Cartero, un hombre más o menos en el gran sistema jamás había tenido ni la más mínima importancia. Había logrado procurarse cuatro nuevas identidades en las que edad, aspecto físico y estatura se fundían, formando una unidad.

Durante el hundimiento del Tercer Reich, el Cartero desapareció sin dejar rastro.

Ocho días después de la capitulación, el 17 de mayo de 1945, Kröner y el Cartero se encontraron en un tramo de vía apartado y desierto, cerca de una pequeña aldea, en el corazón de Alemania.

El caos reinaba en todo el país. Se saquearon comercios. Hombres, animales y mercancías se dispersaron a los cuatro vientos en una huida anárquica o una última y convulsiva retirada.

Kröner y el Cartero ya llevaban mucho tiempo en camino. Cada uno por su lado, esperaban el anuncio de la rendición definitiva a un par de millas del lugar de encuentro, donde las tropas de los aliados, por mera casualidad, se habían detenido. Apenas un par de millas más adelante, la vía principal era controlada por tropas soviéticas.

Después de un par de días más ocultos, apareció Lankau, demacrado y piojoso como un vagabundo. El reencuentro resultó sorprendente aunque satisfactorio. Tal como habían acordado en el lazareto, los tres habían desafiado el cataclismo y las distancias. Debían encontrarse allí cuando el final de la guerra fuera una realidad. Un vagón de mercancías destartalado determinaría su futuro, rebosante de valores que habían obtenido a costa de las vidas de muchos esclavos rusos.

Toda una vida de acontecimientos separaba el día en que una locomotora ténder había empujado suavemente el vagón hasta su lugar de destino y ahora, cuando las armas habían enmudecido definitivamente, el vagón seguía allí.

Recubierto de algas pero intacto, el vagón seguía aparcado en el olvido, en la vía oxidada de maniobras, apartado de la vía principal, cerca de Hollé, al norte de Naila, en Frankenwald, repleto de reliquias, iconos, platería y otros objetos de valor.

Un tesoro inestimable.

Los tres estaban extasiados. A pesar del cansancio y, en el caso de Lankau, con serias secuelas físicas, fueron capaces de llevar a la práctica su plan.

La noticia de que Dieter Schmidt había muerto fue recibida con gran pesar. Sin embargo, ninguno de ellos se mostró desconsolado. Significaba que había uno menos con quien compartir. En cambio, el Cartero y Kröner estaban indignados porque Arno von der Leyen había podido escapar. El Cartero lo había abroncado encarnizadamente. Había que mover el vagón y había que poner en marcha inmediatamente el resto del plan.

La cerradura de la puerta corrediza estaba oxidada pero intacta. En el interior del vagón todavía quedaban restos de algunos esclavos que, con las prisas, no habían sacado tras su liquidación. Echados sobre las primeras hileras de cajas, parecían simples montones desordenados de ropa. Detrás, había hileras y más hileras de cajas marrones, apiladas unas encima de las otras, desde el suelo hasta el techo. En la primera hilera había dos cajas marcadas con una cruz insignificante. El Cartero las abrió. Después de haber repartido su contenido de dólares americanos, comida enlatada y ropas de paisano, el Cartero abrió su carpeta y entregó a sus cómplices sus nuevas identidades.

El Cartero estaba bien preparado y expuso sus ideas acerca de lo que había que hacer en adelante sin que los demás protestaran ni una sola vez. En lo sucesivo serían personas nuevas. En adelante, sólo podrían utilizar sus verdaderos nombres cuando estuvieran solos. Deberían renunciar a sus antiguas vidas. Tendrían que ser leales los unos con los otros en todo.

Ahora y siempre.

Aquel día, Kröner tuvo que jurarles que se mantendría alejado para siempre del norte de Alemania, donde había nacido, donde había transcurrido toda su vida anterior y donde, probablemente, seguía teniendo mujer y tres hijos. Él, por su cuenta, había llegado a la misma conclusión.

En cuanto a Lankau, no había nada que discutir. Había amado a su esposa antes de la guerra, habían tenido cuatro hijos y habían sido felices. Ahora, su ciudad natal, Demmin, a orillas del río Peene, y las tierras de sus padres en Landryg estaban ocupadas por los rusos.

No volvería jamás a aquella región.

En el caso del Cartero las cosas eran distintas. Ya antes del estallido de la guerra, era un hombre odiado en su lugar natal. La bendición del nazismo y del nuevo orden establecido por el Tercer Reich no estaba demasiado extendida entre aquellos simples aldeanos y el Cartero había denunciado a los reacios. Demasiadas mujeres habían tenido que despedirse de sus seres queridos por su culpa.

Él tampoco podría volver a casa.

El Cartero no tenía hijos pero sí una esposa que, sin rechistar, lo había seguido en admiración muda, sin tener en cuenta lo que la vida con él podría ofrecerle. Todos podían confiar en ella, les aseguró encarecidamente.

Delante de aquel vagón de mercancías, enfundados en sus ropas nuevas, los tres volvieron a jurar solemnemente que, a partir de aquel momento, borrarían el pasado y darían por muertos a sus familiares.

Acto seguido se distribuyeron las tareas que cada uno debería desempeñar. El Cartero se encargaría de trasladar el vagón desde la difusa zona fronteriza hasta Munich. Mientras tanto, Kröner y Lankau volverían a Friburgo para intentar dar con Gerhart Peuckert, del que sabían que conocía sus planes a la perfección, pero cuya suerte desconocían desde que habían abandonado el lazareto.

Si lo encontraban con vida deberían liquidarlo.

Para el Cartero, el transporte del vagón de mercancías resultó inusitadamente sencillo. Varios miles de dólares cambiaron de mano. Más tarde desapareció el oficial de enlace norteamericano que había recibido el dinero, de camino del ayuntamiento de Naila a su casa, en la base militar.

Munich era un hervidero en disolución; el estraperlo y la corrupción estaban a la orden del día. Todo el mundo estaba en venta, siempre y cuando el precio fuera aceptable. La descarga de la mercancía tuvo lugar con la máxima discreción, y antes de que hubiera finalizado el mes la mayoría de los valores fueron despachados a cinco bancos suizos de Basilea.

La misión que tenían por delante Kröner y Lankau no era tan sencilla.

El paisaje era desolador: un país violado, desgarrado por una idea que ahora debía ser conjurada por todos los medios. El viaje en bicicleta se prolongó durante ocho días. Cerca de cuatrocientos cincuenta kilómetros por una zona ocupada, marcada por la confusión, la desconfianza y los controles.

Tanto para Lankau como para Kröner, volver a Friburgo suponía huir del fuego para caer en las brasas. Aunque durante los últimos meses la ciudad y sus alrededores habían sucumbido, era más que probable que quedara alguien que hubiera sido testigo de su estancia en el lazareto.

Cuando finalmente alcanzaron su meta, las preocupaciones se desvanecieron como por arte de magia. Tan sólo unos torcidos hierros armados, algunos cascotes y algunos bloques de hormigón pulverizados daban testimonio de la existencia del lazareto que, durante un tiempo, los había protegido de la muerte que aguardaba al otro lado de sus muros. La ciudad era todo caos y confusión. Todos tenían más que suficiente con pensar en sí mismos y en los suyos. Sus gentes habían optado por mirar hacia adelante.

Incluso en los pueblos cercanos, Ettenheim y Ortoschwanden, la información que pudieron obtener acerca de lo que había pasado fue escasa. Sin embargo, las pocas declaraciones que lograron sacar a sus habitantes convenían en que un bombardero, que durante el último bombardeo de Friburgo se había desviado de su rumbo, había soltado su carga sobre la loma. La conclusión generalizada era, lógicamente, que se había tratado de un error. Una montaña era una montaña, y unos árboles, nada más que árboles. Algunos de los más avispados habían observado que, después del día del bombardeo, el número de transportes de enfermos había disminuido considerablemente.

El lazareto de las SS había sido un secreto bien guardado que había sido enterrado junto con los que fallecieron durante el bombardeo.

Cuando volvieron a encontrarse en Munich y durante el tiempo inmediatamente posterior al encuentro, los tres vivieron modestamente. La ciudad estaba invadida. Los aliados se habían apoderado con gran efectividad de todos los órganos centrales de control. Cada vez se hacía más complicado vivir en ella sin levantar sospechas y fue entonces cuando el Cartero les presentó una propuesta redentora y sorprendente: que se establecieran en Friburgo, la más bella de entre todas las bellas ciudades de Alemania.

De esta manera transcurrió un tiempo libre de preocupaciones, hasta que el Cartero se enteró de que, inmediatamente antes de la destrucción del lazareto de las SS, habían salido de allí varios transportes, cuyo destino era el Lazareto de Ensen bei Porz, cerca de Colonia. Este lazareto había tenido como misión examinar y descubrir en qué medida aquellas neurosis y psicosis provocadas podían tener un origen orgánico. La mayoría de los pacientes fueron encontrados no aptos como objetos de investigación y dados de alta inmediatamente tras un examen superficial, siendo luego destinados al servicio de campaña. Pero, por lo que pudo averiguar el Cartero, algunos de los antiguos inquilinos de la Casa del Alfabeto seguían allí.

Una vez allí, descubrieron que Gerhart Peuckert no se encontraba entre los pacientes que fueron trasladados y que ya había muerto.

Lankau se recostó en el asiento y miró a Arno von der Leyen. Su historia había tenido un final repentino. No había revelado la verdadera identidad del Cartero. Estaba satisfecho de sí mismo, dejando de lado que todavía seguía atado a la silla.

Arno von der Leyen sacudió la cabeza. Su tez había adquirido un tono gris.

—¿Dices que Gerhart Peuckert murió?

—Sí, eso es lo que he dicho.

—¿En qué hospital?

—En el lazareto de Ortoschwanden, ¡joder!

—¿Es el que también llamas la Casa del Alfabeto? ¿Ése fue el lugar en el que estuvimos ingresados? ¿Murió durante el bombardeo?

—¡Sí, sí, sí! —se mofó Lankau—. ¿Y qué más da?

—¡Quiero oírtelo decir una vez, más! ¡Tengo que estar seguro!

Von der Leyen entrecerró los ojos. Era evidente que intentaba atrapar cualquier convulsión en el rostro de Lankau que pudiera revelar algo. Éste lo miró sin siquiera pestañear.

De pronto, el rostro de Von der Leyen se tornó frío.

—¡Ha sido un relato muy interesante, Lankau! —dijo con voz apagada—. Sin duda, habéis tenido razones más que suficientes para proteger vuestra conspiración. ¡Debe de tratarse de mucho dinero!

—¡Y que lo digas! —replicó Lankau, apartando la vista—. Pero si crees que nos puedes presionar, te equivocas. ¡No lo conseguirás, hagas lo que hagas!

—¿Acaso me has oído poner condiciones? Lo único que te he exigido es saber qué le pasó a Gerhart Peuckert.

—¡Eso ya te lo he contado! Murió entonces.

—¿Sabes qué creo, Lankau?

—¿Acaso piensas que puede interesarme lo que tú creas?

Lankau cerró los ojos e intentó concentrarse en el sonido que acababa de registrar: un crujido insignificante que se repitió en cuanto volvió a echarse hacia adelante. El golpe que Von der Leyen le propinó en el pecho lo arrancó de inmediato de aquellos tanteos. El tono gris se había esfumado de su rostro. Volvió a empujarlo con la culata de la pistola. Lankau la miró y contuvo la respiración.

—Te pegaré un tiro ahora mismo, si no me cuentas cómo están las cosas realmente, y qué tiene que ver Petra Wagner en todo esto.

Von der Leyen volvió a golpearle con la pistola. La respiración de Lankau era entrecortada.

—¡De acuerdo! ¡De todos modos, no creas que tengo tanto miedo a esa amenaza!

De pronto, el hombre corpulento sacudió el cuerpo hacia adelante, como si quisiera propinarle un cabezazo a su guardián.

—Pero ¿qué te imaginabas? ¿Que podrías sacarnos el dinero que hemos ido amasando a lo largo de los años? ¿No deberías haber previsto que no iba a ser tan fácil?

—Hasta hace diez minutos no sabía de qué iba todo. ¡Y desconocía por completo que hubiera dinero de por medio! ¡De hecho, aún no lo sé! Estoy aquí porque quiero saber qué fue de Gerhart Peuckert.

Lankau volvió a oír el crujido.

—¡Anda ya, cállate de una maldita vez, gusano de mierda! —le espetó, mientras intentaba tomar nota de los movimientos de la silla—. ¿No pretenderás que te crea? Me parece que has olvidado que pasamos varios meses juntos en el mismo lazareto. ¿Acaso crees que he olvidado cómo te movías en la cama mientras prestabas oídos a lo que hablábamos? ¿Acaso crees que he olvidado cómo intentaste escapar con todo lo que sabías?

—En cualquier caso, olvidas que no entiendo el alemán. Jamás entendí nada de lo que decíais. Lo único que quería era salir de allí y perderos de vista.

—¡Ya puedes irte a otro lado con ese cuento!

Lankau no creía ni una sola palabra de lo que le decía aquel tipo.

El hombre que tenía delante había jugado su juego durante décadas. Era astuto, peligroso y voraz. Las dudas que había albergado Stich acerca de la verdadera identidad de Von der Leyen le llegaron como el eco de un lejano pasado. Poderoso es el enemigo capaz de sembrar la duda en su adversario; superior es quien es capaz de hacerse invisible. Lankau jamás había dudado ni un solo momento. Para él, Von der Leyen era visible, ahora como entonces.

Bajó la comisura de los labios en una mueca y, por primera vez, echó un vistazo por su cuerpo. Había perdido la sensibilidad en las piernas embutidas en calcetines de deporte. Intentó tensarlas sin que por ello se intensificara el riego sanguíneo. Ya no le dolía nada. De un tirón que volvió a descubrir el crujido, abrió la boca y profirió una retahila de sonidos inarticulados. Por un momento, la figura que estaba sentada delante de él pareció sorprenderse.

—Y tampoco has entendido lo que acabo de decir, ¿verdad, Herr Von der Leyen?

Se rió brevemente de esta burla y se quedó callado un buen rato. Cuando el color de su rostro hubo vuelto a la normalidad, cerró los ojos y volvió a hablar en inglés, en una voz tan baja que su guardián apenas fue capaz de oír lo que decía.

—En cuanto a Petra, no pienso contarte una mierda. De hecho, no pienso contarte nada más. ¡Estoy harto de ti! ¡Pégame un tiro o déjame en paz!

Cuando sus miradas se encontraron, Lankau supo que, de momento, Von der Leyen le perdonaría la vida.