27

Tuvo que pasar un rato hasta que Bryan se vio con fuerzas para ponerse las prendas de vestir que había robado. Echaba en falta los calcetines; sus pies estaban tan fríos que habían empezado a arder. En cuanto pusiera los pies sobre una superficie que no fuera rocosa, echaría a correr para recuperar el calor. Aunque todavía tenía el tobillo hinchado y estaba lesionado, el dolor había desaparecido. El frío había acudido en su ayuda.

Una actividad desenfrenada recorría la zona.

Desde las aldeas del interior llegaban camiones por la carretera estrecha, en dirección oeste, que lo obligaron a correr por el borde de las zanjas.

Durante el primer tramo de la ruta siguió un arroyo traicioneramente oscuro y tan frío como un infierno invertido. Sólo aquí Bryan se sentía seguro de que los perros no podrían rastrearlo.

Aquella seguridad valía por todos los tormentos y peligros que había atravesado.

El aire vibraba con las órdenes prorrumpidas incesantemente por soldados dispersados por toda la zona. Desde el nornoroeste le llegaron los profundos bramidos de los cañones. Esa noche, el aire tenía vida propia.

Unos tejados anunciaron la proximidad de la aldea y obligaron a Bryan a retomar las laderas. En noches como aquélla, todo el mundo estaría despierto. Cada estampido significaba que un hijo, un marido o un padre no volvería jamás a casa.

En una noche como aquélla se aprendía a rezar.

Al otro lado de la aldea se hallaba un pueblo de mayor tamaño y, más allá, los viñedos que se extendían hasta la orilla del Rin. Aquel paisaje, en toda su exuberancia idílica, sólo era deslucido por el nervio vital de Renania, una ancha carretera de hormigón que dividía el valle en dos. Ése era el terreno que tendría que superar.

Por delante de las arterias de salida del pueblo se diseminaban algunos edificios. Ganado inquieto en los establos, ropa olvidada en los tendederos, palas que despuntaban de la tierra, listas para la siguiente palada en el patatal. Todo ello evidenciaba que la vida seguiría a la mañana siguiente, y a la otra también. Más adelante aparecieron nuevos edificios, chozas abandonadas, almacenes destartalados, más zanjas.

A sus espaldas resonaba el fragor de los cañones en suaves ecos que llegaban de la Selva Negra. No había estado nunca tan cerca de una batalla terrestre. Varios cañones que estaban enterrados a aquel lado del Rin intentaban replicar en vano. La zona parecía un abismo vibrante de muerte y adversidad, a pesar de que Bryan no vio caer ni una sola granada.

Y aquello tan sólo era la antesala del infierno.

La irrealidad, el ajuste de cuentas con la razón y el amor al prójimo hecho realidad estaban teniendo lugar al otro lado del río.

Y finalmente apareció la carretera.

A Bryan le resultaba casi imposible imaginar que lograría cruzarla sin ser visto. La calzada estaba mojada y reflejaba la luz de los estrechos faros de los vehículos. Los pedazos de hormigón formaban una larga banda sobre la que destacaría inevitablemente. Aunque las farolas no estaban encendidas, el riesgo de ser descubierto parecía inminente.

Una interminable sucesión de camiones transportaba tropas y material bélico hasta las zonas calientes. A escasos cien metros de Bryan, varios ordenanzas motorizados intentaban moderar el insistente flujo de vehículos, envueltos en largos abrigos de piel. Detrás, un enorme rótulo roto se retorcía sobre el carril derecho de la calzada. En sus tiempos, había anunciado la proximidad de una vía de acceso desde las montañas, un par de kilómetros más allá.

Bryan se dirigió hacia el rótulo. La razón que lo llevó a decidirse fue la tenue luz que atravesaba la calzada intermitentemente, precisamente en el punto en el que se encontraban los ordenanzas. Si los vehículos podían cruzar la autopista, él también podría hacerlo.

El viaducto estaba a oscuras la mayor parte del tiempo. Sólo de vez en cuando las luces de los furgones cargados de materiales y los coches que transportaban a civiles desde las aldeas más próximas al Rin lo iluminaban. Unas voces apagadas que llegaron desde las fauces del viaducto le hicieron sospechar y recular hacia la autopista. En algunos puntos aislados de la carretera que cruzaba la autopista aparecieron algunos lugareños poco abrigados delante de sus casas que contemplaban el espectáculo con los brazos cruzados.

Confundido por la coincidencia de explosiones fulgurantes que de pronto iluminaron el cielo, el chófer de uno de los camiones no advirtió las indicaciones de los ordenanzas que aconsejaban aminorar la velocidad. Los chirridos de los frenos cuando el conductor divisó, en el último momento, el rótulo retorcido, advirtieron a los ordenanzas del inminente peligro y saltaron inmediatamente a la cuneta profiriendo alaridos. Bryan detectó el pánico en sus voces. En el momento en que el camión hubo superado el viaducto, el conductor bloqueó los frenos y el remolque atravesó la calzada. Finalmente, el camión, llevado por la inercia de la pesada carga, derrapó en esta maniobra y fue a dar contra el rótulo que, dando un bandazo, se desprendió aún más de su soporte y acabó colgando libremente, al otro lado de la valla de protección. Y aquel enorme trasto se detuvo definitivamente. Por entonces, los camiones que lo seguían se encontraban ya tan cerca del lugar del accidente que les fue imposible dar marcha atrás. De esta manera, se formó un embotellamiento que detuvo el tráfico durante un buen rato y, por tanto, el alumbrado intermitente de la calzada.

Bryan miró hacia el sur. Dentro de pocos segundos solventarían aquella interrupción pasajera del tránsito y bloquearían la calzada. Se quedaría atrapado en aquella posición. También tenía vía libre por el norte. Aprovechando las circunstancias favorables que el destino le había deparado, Bryan cruzó velozmente la calzada a la pata coja y desapareció en medio de la oscuridad.

Al mirar hacia atrás, queriendo asegurarse de que ni los aldeanos ni los ordenanzas se habían percatado del asalto a la autopista que acababa de protagonizar, le pareció ver que otras sombras habían aprovechado el momento para cruzarla.

Hacía tiempo que la vendimia había finalizado. Habían arado la tierra entre las cepas, dejando al descubierto numerosas ramas podadas que sobresalían traicioneramente del suelo y que convertían cada paso en un ejercicio de equilibrismo. Bryan tuvo que apretar los dientes y soportar aquel suplicio, si no quería lastimarse los pies. Habría hecho lo que fuera con tal de conseguir un par de zapatos.

El frío era penetrante. Los pies habían dejado de protestar. Era como si el tobillo torcido hubiera desaparecido entre el cuadro traumático de dolor generalizado. Durante un repentino alto en el bombardeo se oyeron los chasquidos de armas ligeras desde la otra margen del río. Cuando éstos también cesaron durante unos segundos, Bryan percibió un ligero susurro entre los árboles del bosque que acababa de dejar atrás. Se incorporó rápidamente y escrutó las cepas desnudas y marchitas. A menos de diez hileras de donde se encontraba, volvió a ver aquellas sombras grises y desconocidas que avanzaban hacia él.

Bryan apretó el paso.

Más adelante se acababan los viñedos, irguiéndose las sombras de un seto de abrigo a lo largo de la linde más lejana, aparentemente infranqueables e infinitamente profundas. Pronto se dio cuenta de que se estaba aproximando al río que atravesaba aquel extraño paisaje. El chapoteo era cada vez más pronunciado. El suelo estaba resbaladizo y Bryan estuvo a punto de caerse. Un pájaro asustado que de pronto levantó el vuelo lo hizo detenerse. Como un eco retardado de sus pasos vacilantes, oyó un leve sonido viscoso a sus espaldas. Se volvió y tensó todos los músculos de su cuerpo.

No estaba solo.

A menos de diez pasos apareció su perseguidor con las manos sólidamente plantadas en las caderas. Bryan no pudo distinguir su rostro pero sí reconoció su contorno. Se quedó helado: era Lankau, y no estaba dispuesto a dejarlo escapar.

El hombre de la cara ancha no dijo nada, ni tampoco se abalanzó sobre Bryan, a pesar de que se encontraba a escasos pasos de él. Su actitud era respetuosa, aunque no sólo eso; era expectante. Bryan aguzó el oído. Se oyó un leve susurro proveniente de la maleza. Jamás había visto una cosa igual. El terreno que lo separaba del Rin era, a la vez, pantano y jungla; arroyos y bosque en una sola y enmarañada obra maestra botánica; un lugar perfecto en el que desaparecer en una noche perfecta. Sin duda, unas condiciones que entraban en los cálculos de su perseguidor.

Permanecieron un buen rato examinándose mutuamente; teniendo en cuenta la gravedad de la situación, más tiempo del que podía considerarse razonable. De pronto, Bryan comprendió que Lankau disponía de todo el tiempo del mundo. Bryan volvió a echar un vistazo por encima del hombro. Volvió a oír susurros entre la maleza. Y entonces fue cuando se dio cuenta de la situación, en todas sus dimensiones: alguien estaba a punto de caer sobre él desde la espesura del bosque. En lugar de refugiarse en la oscuridad de aquella maleza intransitable, Bryan optó por dirigirse hacia el sur, bordeando la linde del bosque. Su maniobra cogió desprevenido a Lankau, que tuvo que saltar por encima de unas cuantas cepas, hasta encontrarse en el lugar que Bryan acababa de abandonar.

De pronto, la ventaja que Bryan le había sacado era considerable. Se escabulló por el primer claro que apareció. Dio unos pasos hacia adelante y se hundió en el agua, que le llegaba a la cintura. El fondo era firme aunque viscoso. La pregunta era si podrían cerrarle el paso desde el otro lado y, tal vez más relevante aún, si el fondo seguiría soportando su peso. La idea de una muerte lenta en el fango lo llevó a tantear el fondo a cada paso con la punta del pie, a pesar de que con ello perdía unos segundos preciosos.

A sus espaldas se oyeron unas voces exaltadas. Era evidente que Lankau no estaba solo. De momento habían perdido su rastro y Bryan intentó aprovechar las circunstancias abriéndose camino por el agua sin hacer movimientos bruscos que pudieran llamar la atención. A la larga no podría resistir el frío del agua. Dentro de muy poco tiempo, su organismo se habría enfriado tanto que dejaría de funcionar.

Uno de los hombres profirió un alarido cavernoso y penetrante a sus espaldas. Ellos también se habían hundido en el agua fría.

Los chasquidos de las metralletas que antes habían llegado desde algún lugar delante de él ya no se propagaban nítidamente por el espejo del monte bajo. La defensa ligera de los alemanes era móvil y estaba contenida contra el Rin y, en aquel momento, no estaba siendo atacada directamente.

Aquel lugar debía de ser maravilloso en un día de verano: pájaros, flores y colores por doquier; en aquel momento resultaba terrorífico.

Bryan se arrastró por encima de un banco cenagoso donde las ramas podridas, con el paso del tiempo, se habían ido trabando, dando lugar a nuevas sedimentaciones.

El tiempo empezaba a apremiar. Tal vez ya llevara unas seis o siete horas en camino. Podían ser las tres, pero también las cuatro.

Bryan rezó por que no fueran las cinco. En tal caso, el sol saldría al cabo de un par de horas.

Un vehículo pasó muy cerca de allí, como si atravesara el aire volando. Bryan se encontraba muy cerca del dique.

Los sonidos habían cambiado, ahora le llegaban más nítidos y claros que antes. Sólo podían separarlo unos doscientos o trescientos metros del terraplén. Aunque tenso y nervioso por no saber cómo alcanzaría el otro lado del dique y proseguiría el camino hasta llegar al lecho del río, y febril al pensar en que la otra margen del río era un hervidero de tropas acorraladas, Bryan logró sobreponerse sumergiéndose lentamente en el pantano para cubrir el último tramo.

Como en una explosión, el aire se oscureció a su alrededor en movimientos aleteantes y cascadas de graznidos agudos. El hedor le llegó instantáneamente. Era acre y putrefacto. Uno de los numerosos cormoranes no pudo alzar el vuelo y empezó a propinarle picotazos, Bryan se quedó inmóvil en el agua en medio de la luz de la luna, viendo cómo volvía a juntarse la bandada sobre las copas de los árboles y se iba posando lentamente. Todos los pájaros habían levantado las cabezas, como si esperaran la llegada de un enemigo desde el cielo. Las copas de los árboles eran su fuerte, y las lianas que colgaban de las ramas, su escudo. Era como estar en medio de una jungla.

Todos los que se hallaban en la zona debieron de oír aquel ruido infernal y, sin embargo, Bryan no oyó nada digno de mencionar a su alrededor. Se quedó quieto un buen rato, intentando registrar cualquier sonido inquietante antes de retomar el camino. Al dar la siguiente brazada hacia el grupo de juncos más próximo, Dieter Schmidt se precipitó sobre él frontalmente. Sólo Bryan profirió un grito. El hombre enjuto extendió las manos para agarrarlo del cuello mientras intentaba patearle la entrepierna a través del agua. Su cuerpo trabajaba mecánicamente y sin vacilaciones. Cuando cayeron al agua, los pájaros volvieron a levantar el vuelo. Bryan cayó rodando, con tan mala suerte que se le metió en el oído una rama que flotaba en la superficie. El dolor lo hizo irrumpir en un rugido y tomó tal impulso en el fondo que ambos salieron disparados del agua. Furioso por haber tenido que soltar a Bryan, el flaco se volvió a acercar dando tumbos y golpeó el agua con la palma de la mano en un gesto de niño encolerizado y malvado. Bryan echó un vistazo desesperado por encima del hombro. No se veía a Lankau por ninguna parte.

En el momento en que el flaco volvía a dar un salto hacia adelante, Bryan agarró una rama flotante y lo golpeó con ella en la cara. Ni siquiera gritó. La rama le había atravesado la boca y le salía por la mejilla izquierda, sin que por ello mermara el ataque de locura parecido al de un perro enrabietado que se había apoderado de aquel hombrecillo, Bryan saltó a un lado y consiguió recuperar el equilibrio. En un par de pasos alcanzó una posición más segura. El flaco, hundido en el agua hasta las rodillas, le enseñó los dientes. Se quedó un rato así, intentando recuperar las fuerzas. Cada vez que inspiraba, la rama que tenía clavada en la mejilla se movía. A pesar de la gravedad de la situación, su aspecto resultaba ridículo. Al igual que el de Bryan, su cuerpo sólo estaba cubierto por un albornoz grisáceo empapado de agua. Sus piernas estaban desnudas y habían adquirido un color negruzco, muy similar al tono del agua en la que se habían metido. Habían salido del hospital a toda prisa, él y el hombre de la cara ancha. Su presteza y energía eran dignas de admiración.

Y ahora Bryan quebraría la voluntad que los había llevado hasta allí con el único objetivo de matarlo.

El grito de Lankau le llegó de algún lugar cercano. Bryan entrecerró los ojos y enseñó los colmillos como un animal perseguido, lo que llevó al flaco a abalanzarse sobre él con los brazos abiertos. Bryan había dejado de tener miedo. En aquel salto repentino, el flaco perdió el equilibrio momentáneamente y se fue hacia adelante en un intento de recuperarlo. Precisamente entonces, Bryan alcanzó su cuello de una patada.

No fueron muchos los sonidos que escaparon de aquella garganta cuando el cuerpo cayó hacia atrás. Tampoco cuando Bryan lo sostuvo bajo el agua con todas sus fuerzas.

Precisamente cuando la vida estaba a punto de abandonar a aquel hombre flaco, Lankau saltó de entre la maleza con las rodillas muy levantadas, en un salto torpe a través del fango. Volvieron a sonar las metralletas; esta vez estaban muy cerca. Ni Lankau ni Bryan dijeron nada, sus rostros enfrentados expresaban determinación.

Lankau se mantuvo inmóvil. En la mano izquierda sostenía un cuchillo de filo rayado y mate que apuntaba hacia arriba. Era un cuchillo largo. Bryan había tenido uno igual en la mano muchas veces. Un cuchillo normal y corriente de la cubertería del lazareto. La manera en que el hombre de la cara ancha se lo había agenciado era un enigma imposible de descifrar para Bryan; y el afilado, puro misterio. Estaba tan afilado como un punzón.

Lankau examinó a Bryan un buen rato y luego empezó a hablarle en voz baja. Era evidente que sentía respeto por el hombre que tenía delante. Sin embargo, aquella veneración no lo detendría.

La lucha era inevitable y desigual.

Si no mediaba algún estímulo externo que llevara a uno de ellos a tomar la iniciativa, se quedarían allí, inmóviles para toda la eternidad. Ninguno quería ceder la iniciativa al otro, ni tampoco tomarla. Y, de pronto, un ruido apenas perceptible que provenía del bosque movilizó los sentidos de Bryan. El cuerpo del flaco se ladeó en el agua y el último suspiro abandonó su boca. Las burbujas salieron silenciosamente, recordándole a Bryan que el agua era su aliada. Tenía el agua, la oscuridad y la diferencia de edad a su favor. Las demás ventajas estaban del lado del hombre de la cara ancha.

Sobre la cabeza de Bryan se mecía una confusión de lianas. Unas raíces largas y finas se enredaban entre las ramas; cabos de salvamento que bajaban hacia el suelo en busca de alimento y arraigo. Justo delante de su cara se habían enredado formando un nudo gordiano. El suelo blando y esponjoso que retardó el salto de Bryan también incidió sobre el salto hacia adelante de Lankau.

En tan sólo tres brazadas, Bryan consiguió colocarse encima de su enemigo, listo para dejarse caer sobre él. El cuello de Lankau crujió cuando todo el peso del cuerpo de Bryan dio contra aquella cabeza ancha. Lankau se desplomó como un trapo. No había ofrecido resistencia; sólo tejido blando y pasivo que se había desplazado hacia un lado hundiéndose en el agua.

La lucha había terminado, aun antes de empezar. Bryan dio dos pasos atrás y se dejó caer sobre la ladera. Los remolinos del agua se apaciguaron sobre el cuerpo de Lankau. El paisaje empezaba a definirse con más detalle. Amanecería dentro de menos de una hora. Bryan se sintió vacío. Cuando empezó a extrañarle que no salieran burbujas del cuerpo de Lankau ya fue demasiado tarde.

El hombre de la cara ancha abrió los ojos antes de emerger a la superficie. Las pestañas estaban cubiertas de lodo y la mirada detrás de la máscara expresaba enajenación.

Todavía tenía el cuchillo bien agarrado en la mano. Bryan logró incorporarse antes de que Lankau tuviera tiempo de llevar a cabo su ataque diabólico.

En un reflejo cansino, Bryan adelantó el brazo izquierdo y recibió una puñalada profunda y dolorosa. Retiró el brazo de un tirón y Lankau, que todavía asía el cuchillo que había penetrado en el brazo de su enemigo, cayó hacia adelante. Fue el propio impulso que había tomado aquel cuerpo macizo el que provocó el accidente fatal al introducir Bryan los dedos en los ojos de Lankau.

El alarido de dolor fue instantáneo. Lankau cayó hacia atrás con las manos apretadas contra el rostro. Se quedó tendido en el lodo, indefenso, pataleando y gimiendo, cubierto por el agua sucia y enturbiada. De pronto se oyeron unas descargas de ametralladora muy cerca del lugar. Sin mirar atrás, Bryan salió corriendo ladera arriba, abandonando a su perseguidor a su suerte.

Cuando hubo superado el último seto de abrigo, Bryan se dejó caer de rodillas. Estaba agotado. La herida no sangró tanto como había temido, cuando se sacó el cuchillo del brazo. El corte había sido limpio y afortunado.

A falta de algo mejor, Bryan arrancó un retal del segundo albornoz que llevaba puesto y se vendó el brazo lo mejor que pudo. Hacía un frío de mil demonios, tanto, que el río amenazador que fluía a escasos pasos de él no lo disuadió de llevar a cabo su propósito. Simplemente no podía enfriarse más de lo que ya se había enfriado. Y, sin embargo, la visión que se abrió ante sus ojos al alcanzar el borde del dique fue horrorosa y enigmática.

Más abajo, un vehículo blindado recorría la margen del río. Habían colocado varias barreras a lo largo de las roderas dando así libre acceso a las columnas que se dirigían hacia el norte con provisiones.

Bryan se apretó contra el suelo. Tenía que salir de allí. El dique no le procuraba ningún tipo de protección. Al otro lado del río vislumbró una orilla oscura que se extendía unos cientos de metros en dirección norte y volvía a desaparecer en un abismo aún más profundo. Se trataba, pues, de un banco alargado, cubierto de vegetación, que dividía el río en dos cauces.

Aquel golpe de suerte significaba que Bryan podría atacar el río en dos asaltos. La parada en el alfaque le daría un descanso. Antes de que los faros del vehículo cayeran sobre los montones de turba que se alzaban a pocos metros de él, rodó por la ladera hasta alcanzar la vía de agua que lo devolvería a la vida.

Bryan se había equivocado. El agua era más fría que la muerte; tan fría, que el albornoz que llevaba puesto, a pesar de la resistencia y del peso que ofrecía, fue de gran ayuda. Su cuerpo se precipitaba hacia el enfriamiento total. Bryan reconoció los síntomas. Había visto a más de un paracaidista caer al suelo indefenso, incapaz de protegerse de los golpes. Ese tipo de frío se apoderaba del cuerpo insidiosamente, sin que la voluntad ni las ganas de vivir pudieran ofrecerle resistencia. Simplemente, el organismo dejaba de funcionar.

Y luego estaba la corriente. Aunque no podía estar más equivocado, Bryan tenía la sensación de que se encontraba en la estación más caudalosa del año: cuando bajaban cascadas de agua de fusión. Se dejó llevar por la corriente, no pudo hacer otra cosa, y vio pasar por su lado el banco, que acabó desapareciendo envuelto por la oscuridad.

El Rin era muy ancho en aquel tramo. Puesto que Bryan estaba muy hundido en el agua, no pudo evaluarlo con exactitud, pero, de todos modos, era suficientemente ancho para que su cuerpo que se deslizaba por el agua, ora flotando, ora nadando, se mantuviera oculto a posibles oteadores que pudieran encontrarse en las márgenes del río, a no ser que lo atrapara alguno de los conos de luz que, de vez en cuando, barrían la superficie del río.

Los cadáveres aparecieron aparentemente de la nada, llevados por la corriente. Debían de llevar mucho tiempo en el agua, pues estaban muy hinchados. El rostro de uno de los soldados muertos se había agrietado a pesar del frío y el otro estaba tan hundido en el agua que apenas alcanzó a verlo.

Las refriegas en la margen occidental se sucedían sin parar. Bryan se agarró al segundo cadáver e intentó vislumbrar si alguien se movía en la orilla. La temperatura corporal era tan baja que muy pronto, al cabo de pocos minutos, se vería obligado a salir del río, costase lo que costase. A unos pocos cientos de metros apareció el primer puente. Unas luces tenues en dirección norte anunciaban la presencia de otro puente alto. El cuerpo de ingenieros podría haber instalado fácilmente una retahíla de puentes flotantes entre los dos grandes. Aquella noche, la necesidad de lanzar cabos sobre el río era enorme.

Los destellos del fuego de mortero iluminaban el río intermitentemente. El estrépito hizo temblar el aire. Entre una descarga y otra, Bryan oyó gritos.

Al soltarlo, el soldado muerto volteó en el agua y cabeceó suavemente. Fue entonces cuando Bryan descubrió la razón por la que la corriente no se había llevado el cadáver. Unas estrechas rayas verticales de color negro se erguían en la oscuridad del agua: el cadáver se había quedado enganchado en unas rejas. Tal vez fuera una casualidad, pero parecía que la barrera discurría a lo largo del río, dividiéndolo en dos. En cuanto amaneció, aparecieron los primeros cabrilleos[19] en la superficie del agua alrededor de las ramas y los desechos que se habían quedado enganchados en las rejas.

Aquel entramado significaba que podrían verlo en cuanto tuviera que encaramarse a él para pasar al otro lado. La margen oriental estaba tranquila, pero la occidental podía ocultar fácilmente a su asesino. Bryan sólo podía confiar en la vista, ningún sonido humano sería capaz de traspasar la cacofonía de los cañones.

Se agarró con decisión al entramado, saltó por encima de los pinchos erosionados y se dejó caer de espaldas por el lado de la salvación. Su respiración era pesada cuando volvió a asirse a las rejas para inspeccionar la orilla.

Intentaría salir del río por allí. Una ligera brisa sacudió los árboles. La vegetación parecía densa y le procuraría protección. Allí entraría en calor antes de emprender el último tramo de la fuga.

Sólo un animal se habría percatado del peligro. Bryan estaba tan desprevenido como un anciano que se desploma a causa de un ataque cardíaco cuando una mano lo agarró del brazo.

La sensación de que algo o alguien había emergido de entre los muertos para apoderarse de él no era nada comparado con lo que sintió Bryan al ver la cara medio desleída y feroz de Lankau. Bryan sólo alcanzó a soltar un grito ininteligible. La mano que se había cerrado alrededor de su cuello tiró de él y el agua se cerró sobre su cabeza. Su vida había llegado a su fin. Así lo había querido su contrincante.

En un último y desesperado acto de voluntad, Bryan logró posar el pie en una de las barras transversales de la verja y tomar ímpetu para dar un salto. El hombre de la cara ancha no tenía intención de soltarlo y rugió de dolor cuando sus brazos se quedaron enganchados en la reja que los separaba. Fue la salvación de Bryan.

Los disparos llegaron desde atrás haciendo aullar a Lankau aún más. De pronto enmudeció y se desplomó, y soltó a su presa. Parecía un hombre normal y corriente agarrado como estaba a la reja, viendo cómo Bryan seguía adelante hacia la orilla; mortal y vulnerable. La descarga de tiros se detuvo con la misma rapidez que había empezado.

Los soldados alemanes tenían otras cosas más importantes de las que preocuparse.

Antes de llegar a la orilla, Bryan tuvo que rendirse. Los miembros de su cuerpo ya no le respondían. La corriente no era suficientemente fuerte para sostenerlo de pie. A pesar de que la orilla salvadora se encontraba tan cerca, Bryan tuvo que doblar las piernas. Unos remolinos lo hicieron bailar en el agua. Entonces se hundió.

Más tarde, Bryan recordaría que había empezado a reír. En el preciso instante en que el agua se lo había tragado, sus pies habían chocado con el fondo.

Las últimas brazadas hasta la orilla estuvieron acompañadas por el abrazo fresco del alba. De pronto, el chasquido de las armas portátiles le llegó desde el lado sur. A pesar de la densidad de la vegetación, los claros en la maleza de aquella orilla evidenciaban que los ataques nocturnos también se habían cobrado sus víctimas en aquella margen del río. Bryan se estremeció al ver el uniforme.

El terreno era llano. El soldado norteamericano había sido sorprendido por la repentina y traicionera desaparición de vegetación. Todavía parecía estar sorprendido. Bryan se echó al suelo muy cerca del cadáver y se pegó a él. En aquella postura frotó las manos amoratadas contra la ropa del soldado para que, poco a poco, se fueran desentumeciendo.

Las ropas del soldado le aportarían un calor que lo devolvería a la vida.

Bryan miró a su alrededor. El banco en medio del río estaba muy lejos. Varias gabarras ornaban la punta del islote. Más arriba, en la orilla occidental del río, había otra gabarra amarrada; estaba cargada de abono. El hedor que le llegó le recordó tiempos pasados. Los estampidos lo devolvieron a la realidad, relegando a un segundo plano los momentos de tranquilidad que la visión de la gabarra habían evocado.

El rostro de Lankau no era más que una mancha en medio del río.