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Petra estaba confusa. A lo largo de su ronda a través de la ciudad, varios de sus pacientes le habían preguntado si estaba enferma. «Está usted muy pálida, hermana Wagner», le habían dicho, y así era, no se encontraba bien.

Llevaba toda una vida viendo a los tres simuladores del lazareto de las SS actuar a su antojo. Aunque eran muy diferentes, Petra sabía con toda seguridad que los tres se mostrarían inflexibles con todo aquél que se interpusiera en su camino.

Petra había tardado mucho en comprenderlo. Sin la ayuda de su amiga Gisela Devers, de quien aún entonces se arrepentía de haber presentado a Kröner, jamás habría descubierto la relación que unía a aquellos hombres.

Y de no haber existido Gerhart Peuckert, jamás se habría visto envuelta en nada que tuviera que ver con aquellos diablos.

Sólo vivía por y para Gerhart.

Siempre había amado a aquel hombre atractivo. Un proyecto imposible que le había acarreado las críticas de sus más allegados y el aislamiento de una vida social normal. Llevaba años abrigando la esperanza de que sus traumas se desvanecerían poco a poco hasta desaparecer por completo. Había vivido con la vista puesta en una vida más normal a su lado.

En algunos momentos había sentido que estaba muy cerca de que se cumplieran sus sueños; momentos felices y cortos. Hasta que tuvo que admitirlo: el destino de Gerhart Peuckert estaba condenado a alimentarse a la sombra de aquellos tres hombres.

Siempre lo había sabido y siempre había odiado aquella certeza.

Y por saberlo y por la esperanza eterna que abrigaba, aquel día había traicionado a otro ser humano.

El sobresalto que le había producido volver a ver a un paciente de entonces había sido considerable. De hecho, no había ocurrido desde que los tres hombres volvieron a aparecer en escena. Y de eso hacía ya muchos años.

Era el rostro de Arno von der Leyen y, sin embargo, había venido a ella como un extraño. Su idioma y su aspecto la habían asustado. El miedo que había brotado en ella cuando él le preguntó por Gerhart Peuckert era más que comprensible, teniendo en cuenta su realidad.

Nadie sabía lo que realmente se movía en el interior de Gerhart Peuckert. Hacía tiempo que los médicos habían sentenciado que su mente estaba en suspensión. Su conciencia estaba dormida, sometida a las fuerzas de su subconsciente. En una ocasión, Gisela Devers le había confesado que hacía tiempo que su marido estaba convencido de que llegaría el día en que Gerhart Peuckert se levantaría de la cama como un hombre normal. A la vez, Kröner había dado a entender que esperaba que entonces Gerhart Peuckert los traicionaría a todos. Este tema siempre provocaba las disputas entre Gisela y Kröner. «Pero ¿por qué no podéis dejarlo en paz de una vez?», le había sermoneado a su marido una y otra vez. Sin embargo, la hermandad de los simuladores no podía dejar en paz a Gerhart Peuckert. Todo iría bien, siempre y cuando pudieran controlarlo constantemente; pero no podían, ni querían, soltarlo. Gerhart Peuckert sabía demasiado para que eso fuera posible.

Sólo porque estaba mal y su estado mental era tan estable, los tres hombres optaron por dejarlo seguir con vida. Según Gisela Devers, era una expresión que habían utilizado literalmente: «Habían permitido que siguiera con vida».

Petra estaba intranquila. Así era cómo debían seguir siendo las cosas. Y de pronto había aparecido un extraño. Se había permitido ligar su pasado al de ellos haciendo preguntas acerca de lo único sobre la faz de la tierra que ella sentía necesidad de proteger con su propia vida. Había sido una amenaza lo que la había llevado a reaccionar con tanta inmediatez. Petra suspiró y enrolló el aparato para medir la presión sanguínea. Saludó con un gesto de la cabeza al paciente que estaba estirado, mirándola fijamente, y luego echó un vistazo por la ventana.

Los rayos del sol habían bailado Schlossberg durante todo el día. Como si, con ello, aquella colina insignificante pretendiera ratificar su importancia. No sabía qué iba a pasar con Arno von der Leyen, pero lo sospechaba. Cuando Hermann Müller mostraba su verdadero yo, el verdadero Peter Stich, era preferible no tener cuentas pendientes con él. Cualquiera que deseara ver a Gerhart Peuckert corría el riesgo de despertar la verdadera personalidad de Stich.

Ahora mismo le sentaba mal pensar en ello. Las posibles consecuencias de su acto habían hecho que ella hubiera dejado de ser muy distinta de los tres hombres.

Fue la pequeña Dot Vanderleen, que había vivido en la Salzstrasse desde la venta del comercio de su difunto esposo en Leiden, la que le advirtió de la presencia de su perseguidora.

—Oh —había dicho señalando hacia el otro lado de la calle.

El rostro de la mujer larguirucha daba muestras de alivio. Estaba apoyada en un solo pie mientras se masajeaba el otro.

—Pobrecita —dijo Dot Vanderleen en tono compasivo—. Me parece que lleva zapatos nuevos.

Aunque Petra Wagner era una mujer menuda, la señora Vanderleen, ligera como una pluma, apenas le llegaba a la axila. Estaba de puntillas, mirando hacia la mujer de la calle a través del follaje de la planta que tenía en la ventana.

—Los zapatos nuevos son un fastidio —dijo, mientras dejaba que Petra le limpiara la herida en la tibia sin ponerle demasiados impedimentos.

—Menos mal que ya no tendré que soportar un par de zapatos nuevos nunca más —sentenció.

A partir de esa visita, Petra volvió a ver a la misma mujer varias veces durante su ronda. Un rápido vistazo por la ventana y allí estaba de nuevo, lamentándose, tan cierto como hay Dios, de dolores en los pies.

En condiciones normales, Petra habría interrumpido la ronda de los sábados durante un par de horas para visitar a Gerhart Peuckert. Aquellas tardes de sábado eran suyas y sólo suyas; por así decirlo, se amaban con la mirada todos los sábados, durante algunos segundos. Petra vivía para aquellos segundos.

A las tres, Petra hizo una visita a Herr Frank, un viejo mayorista con úlceras de decúbito. Según el plan, él solía ser la última visita antes de la pausa.

Sin embargo, en lugar de coger el tranvía hasta el sanatorio, aquel sábado cruzó Kartoffel Markt en dirección contraria. Al llegar delante de un grupo de saltimbanquis que había atraído a algunos espectadores que se habían sentado pacientemente en el suelo para disfrutar de su mímica sincronizada, Petra aceleró la marcha. Cuando estaba a punto de sobrepasar al grupo, chocó con uno de los actores que así perdió el ritmo de la coreografía.

—¿Qué prisas son ésas? —exclamó el mimo del tricot turquesa.

A pesar de ello, Petra logró zafarse de su perseguidora.

Wasserstrasse y Weberstrasse son paralelas. Justo donde desembocan las dos calles hay una parada de taxis y Petra se apresuró a meterse en el primero de la fila.

—Sólo será cuestión de un minuto —le dijo el taxista que ocupaba el taxi de detrás—. Fritz estará de vuelta en seguida, ha ido a hacer un pis.

De pronto, apareció por Wasserstrasse la mujer desgarbada que había seguido a Petra, corriendo a toda prisa. Su rostro estaba encogido de dolor. Petra se recostó en el asiento en un intento de ocultar el rostro. Era evidente que la mujer no sabía qué hacer. De pronto se decidió, dio unos pasos por la acera y echó un vistazo por Weberstrasse. Luego se volvió. Su peinado había dejado de hacer juego con su aspecto elegante. Se apoyó contra la fachada de un edificio y, en un solo movimiento, se inclinó hacia adelante agarrándose las rodillas.

Petra reconoció la sensación y las ganas de encontrar alivio, pero sabía que no le serviría de nada.

No cabía duda de que la mujer la seguía pero, por otro lado, parecía una aficionada. Echó un vistazo a su alrededor, antes de depositar la enorme bolsa de plástico que llevaba en el suelo, y suspiró con tanta fuerza que casi se oyó en el interior del taxi.

—Ahora viene —le gritó el taxista de antes, dándole unos golpecitos al cristal con los nudillos.

En aquel instante, la mujer descubrió a Petra. Su mirada se paseó de los ojos de Petra al taxi en el que estaba sentada, luego al taxi aparcado detrás y de vuelta a los ojos de Petra. Era evidente que sabía que Petra la había descubierto.

—Bueno, señorita, veo que ha sabido acomodarse por su cuenta. ¿A dónde quiere que la lleve?

El hombre rollizo apoyó el brazo en el respaldo del asiento contiguo y se volvió hacia la mujer que estaba sentada en el asiento trasero. Petra apenas se había dado cuenta de su llegada. Entonces abrió su maletín y agarró el estrecho mango metálico que siempre guardaba en la funda central de la tapa. Acababa de cambiar la hoja del escalpelo y sabía que era un arma mortal. Con ella en la mano se dispuso a desentrañar el misterio que aquel día había traído consigo.

La mujer pareció triste cuando Petra se bajó del coche y cruzó la calle.

—¡También los taxistas tenemos derecho a mear! —se oyó desde el taxi que Petra acababa de abandonar—. ¡También nosotros necesitamos una pausa de vez en cuando! ¿Acaso usted sabe lo que significa estar aquí sentado durante todo el santo día?

Entonces alzó la voz aún más, arrancó el taxi y salió disparado de la parada sacando la cabeza por la ventanilla.

—¡Sólo dos minutos! Podría haber esperado, ¿no le parece?

El rostro de la mujer era de sorpresa al ver la hoja del escalpelo escondido en la manga del abrigo de Petra. La mujer parecía hipnotizada por el brillo del metal y no hizo ningún ademán de salir corriendo.

Entonces Petra dejó caer el brazo.

Era la segunda vez en un día que se había enfrentado a un perseguidor, y era la segunda vez que se habían dirigido a ella en inglés. Arno von der Leyen y aquella mujer tenían algo en común, además del idioma, de eso estaba convencida.

—¿Qué le he hecho yo? —le dijo la mujer.

—¿Cuánto tiempo lleva siguiéndome?

—Desde esta mañana. ¡Desde que se encontró con mi marido en el parque!

—¿Su marido? ¿Cómo?

—¡Se ha encontrado con él dos veces hoy, no puede negarlo! ¡La primera vez, en el parque de la ciudad y la segunda, en el bar del hotel Rappens!

—¿Está casada con Arno von der Leyen?

Petra miró a la mujer alta. Sus palabras le habían sorprendido.

Parecía que la mujer intentaba serenarse.

—¿Arno von der Leyen? ¿Es así como se hace llamar?

—Ése es el nombre que conozco, desde hace casi treinta años. ¡No conozco otro nombre!

Por un segundo, la mujer larguirucha pareció desconcertada.

—Es un nombre alemán, ¿no es así?

—Sí, por supuesto —le respondió Petra.

—De acuerdo. No sé si me parece obvio a mí, puesto que es mi marido y es inglés y, desde luego, no se llama Arno, sino Bryan Underwood Scott. Siempre ha sido ése su nombre. Lo dice su fe de bautismo y es el nombre que utilizó su madre hasta su muerte. ¿Por qué insiste en llamarlo Arno von der Leyen? ¿Me toma el pelo? ¿O simplemente tiene pensado pincharme con ese instrumento que tiene en la mano?

La diatriba febril que le había soltado la mujer le resultó fascinante. Petra sólo había entendido la mitad de la parrafada que le había servido en apenas unos segundos. Ni siquiera un pastel de crema caro podría haber ocultado la indignación encendida de la mujer. Parecía más que sincera.

—¡Dese la vuelta! —dijo Petra—. ¿Qué ve?

—Nada —repuso Laureen—. Una calle desierta. ¿Es a eso a lo que se refiere?

—¿Ve aquella C en la fachada de aquel edificio? Es la cafetería del hotel Gamis. Si me promete que me seguirá ahora mismo y sin rechistar, no utilizaré este trasto.

Petra blandió el escalpelo y luego volvió a metérselo en la manga.

—¡Creo que lo mejor será que hablemos!