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Las náuseas y el malestar que las transfusiones de sangre le provocaban todavía no habían abandonado a James. El miedo lo perseguía; las voces se confundían fácilmente confundiéndolo a él; las fuerzas lo habían abandonado.

El estado de inconsciencia le había robado el tiempo, la ensoñación había llegado a su límite.

Los múltiples electro-choques, el trato brutal y los efectos secundarios de las transfusiones de sangre habían jugado una mala pasada a la memoria de James. La mayoría de las películas y de los libros habían desaparecido o se habían fundido unos con otros. Atrás tan sólo quedaban los clásicos más significativos de la literatura y del séptimo arte. Y, por supuesto, el miedo.

James se encontraba fatal, enfermo en cuerpo y alma; solo, rendido y drenado[15] de lágrimas. A su alrededor acechaban la impotencia y la locura. Rostros abatidos, manías reprimidas y actitudes desmañadas y depresivas. Y luego estaban sus torturadores y, como colofón, Bryan.

Ahora que los simuladores habían elegido a una nueva víctima, James se abandonó a la suerte fingiendo estar completamente traspuesto la mayor parte del día.

No le supuso un gran esfuerzo.

Los simuladores habían detenido a Bryan. «¡Lo cogeréis vivo! —había gruñido Kröner mientras tiraban de él—. ¡Limpiaréis la sangre de la pared del almacén y volveréis a colocar el estante en su sitio!». Era admirable la rapidez con la que habían obedecido la orden. En la sala, sólo el hermano siamés, cuya mirada se debatía entre el suelo y la cuerda con la que se podía avisar a la enfermera, parecía estar inquieto. Kröner bufó como si fuera un gato salvaje hasta que el siamés empezó a gimotear y se encogió debajo de la manta adoptando la postura fetal.

Bryan se dejó llevar, sin apenas oponer resistencia, cuando lo condujeron a la sala. Le sangraban las manos. Los simuladores estaban inclinados sobre él, dejando caer una pregunta detrás de otra mientras penetraba la primera luz suave de la mañana por las contraventanas en la sala: ¿Había más simuladores? ¿Tenía cómplices? ¿Qué sabía?

Sin embargo, Bryan mantuvo la boca cerrada y los simuladores vacilaron. ¿Realmente simulaba? ¿Había intentado huir o suicidarse?

Bryan también superó la prueba de la mañana siguiente. Sin embargo, todo él despedía desesperación.

La mujer de la limpieza había descubierto marcas en la pared. Dio la alarma y tiró del estante suelto sin llegar con ello a causar una impresión digna de mencionar en la supervisora de la sección.

Hacía rato que la ronda de aseo de la mañana había terminado. Los simuladores lo habían mirado de reojo con una extraña mezcla de alivio y maldad cuando Bryan, con todos los miembros entumecidos, se había dirigido al baño para borrar todas las huellas de la noche de los brazos, las manos, el camisón y el cuerpo.

Sin embargo, no había logrado borrar los rasguños en las puntas de los dedos que se había infligido luchando por salir por la ventana. Uno de los enfermeros vio las estrías sangrientas en los dedos y le comunicó su sospecha a su sustituto, señalando a Bryan con el dedo.

Y James vio que Bryan se había dado cuenta de ello.

Entrada la mañana, finalmente se presentó el oficial de seguridad en la sala. Cuando se disponía a examinar a cada uno de los pacientes, el enfermero cogió las manos de Bryan de debajo de la manta y, con un gesto acusatorio, se las enseñó al oficial. Bryan se limitó a sonreír tontamente y a asentir con la cabeza. Una enorme cantidad de astillas despuntaba de las puntas de los dedos sangrantes. Parecían las púas de un erizo. El enfermero frunció el ceño y sacudió los brazos de Bryan como si fueran el cuello de un cachorro travieso. Bryan se deshizo del enfermero y golpeó varias veces las manos contra los postigos con fuerza mientras cerraba los ojos con una expresión de euforia atravesándole la cara.

La autoridad del oficial se manifestó de forma tan sonora que todos se estremecieron. Fuera de sí, agarró a Bryan por las solapas y lo arrastró al suelo.

—¡Ya te enseñaré yo a burlarte de nosotros! —profirió con un bufido, a la vez que obligaba a Bryan a ponerse en pie.

Allí estaba Bryan, con los hombros caídos, enfrentado a su destino.

James sabía que luchaba por su vida.

Durante un rato, los simuladores encontraron la situación graciosa y parecieron divertirse al ver cómo Bryan, en una lucha febril contra el tiempo que lo separaba de la inspección del oficial de seguridad, se clavaba las astillas restregándose las manos contra los postigos rugosos. Pero de pronto dejaron de reírse.

El oficial examinó el cuerpo de Bryan palmo a palmo. El camisón estaba arrugado y grisáceo, todavía algo húmedo tras el refregón concienzudo de la mañana. El enfermero se encogió de hombros.

—¡Supongo que no se lo quitó para ducharse!

En lugar de soltar la punta del camisón, el oficial lo levantó un poco más. Con un gesto suave, casi acariciante, agarró los testículos de Bryan y lo miró a la cara amablemente.

—¿Se dejó llevar por las ganas de volver a casa, Herr Oberführer? Puede confiar en mí, señor. ¡No le pasará nada!

Permaneció en la misma postura un buen rato, mirando a Bryan a los ojos sin soltar la mano con la que tenía agarrados sus testículos.

—Y, por supuesto, no entiende lo que le estoy diciendo, ¿verdad, Herr Oberführer? —prosiguió.

El dolor que se esbozó en el rostro de Bryan cuando el oficial cerró la mano, no logró, sin embargo, ocultarle a James la impotencia y la confusión que sentía. Las preguntas resultaban tan mortalmente incomprensibles para Bryan como para el Arno von der Leyen demente que se suponía que era. En aquellos segundos que transcurrieron, la importancia de entender se vio totalmente eclipsada por la de no entender. La pasividad irritó al oficial, pero también lo hizo dudar.

A la quinta pregunta, el oficial cerró la mano con tal fuerza que los vómitos de Bryan ahogaron sus aullidos. Bryan cayó hacia atrás entre aullidos sofocados por las gárgaras y las convulsiones, con tan mala suerte que el abdomen chocó contra el lateral de la cama y la cabeza se estrelló contra el postigo. Con una rapidez asombrosa, en un reflejo asimilado a través de la práctica, el oficial había soltado a su presa y había dado un paso a un lado para no ensuciarse. Entonces profirió una orden y un enfermero acudió rápidamente para limpiar el suelo alrededor de sus botas.

Los vómitos se habían derramado por la cama vecina. Uno de los pacientes se levantó y pasó por el lado de la cabecera manchada de la cama con el índice extendido señalando hacia la pared exterior.

James no sabía gran cosa de él; se llamaba Peter Stich y siempre tenía los ojos enrojecidos. Esta vez fue, además, quien le salvó la vida a Bryan.

El oficial de seguridad estaba a punto de apartar su mano de un golpe cuando, de pronto, se fijó en el ángulo del dedo. Detrás de Bryan, que seguía de pie delante de la ventana, el postigo se había entreabierto. A lo largo del borde de madera clara se fundían unas rayas abruptas de color marrón en las vetas de la madera. El oficial se acercó, palpó la madera rugosa y volvió a examinar las puntas de los dedos de Bryan. De repente giró sobre sus talones y abandonó la sala con tal impetuosidad que derribó al hombre de los ojos enrojecidos.

A continuación le administraron una inyección calmante a Bryan y cambiaron el postigo.

Ya no volvieron a colocar el estante en su sitio.

El cuchicheo nocturno volvió a intensificarse por un tiempo.

El menudo Dieter Schmidt estaba convencido de que el Oberführer Arno von der Leyen estaba al tanto de sus planes de futuro. Exigía que obraran en consecuencia.

Sin embargo, Kröner, el hombre del rostro picado de viruela, insistió encarecidamente en que ese tipo de desmanes no volvieran a tener lugar en la sala. Pronto, su situación cambiaría. La suerte en la guerra estaba del lado de los aliados. La guerra podía haber terminado antes de lo imaginado.

Si encontraban a Arno von der Leyen ajusticiado, los interrogatorios no tendrían fin. Tanto él como Lankau sabían lo que implicaba un interrogatorio; nadie era capaz de soportarlos y todos acabarían por hablar, nadie se zafaría de ellos.

Tampoco ellos.

—Si queréis saber algo, punzadle los ojos, ¡pero no os ensañéis! —dictó—. Podéis pellizcarle la úvula u oprimirle con fuerza el conducto auditivo. ¡Pero, ay, del que le deje marcas visibles! Y, además, no debéis permitir que haga ruido. ¿Lo habéis entendido?

Durante las noches que siguieron, Bryan emitió sollozos y estertores, pero no le sacaron nada. Los simuladores estaban confusos. James no podía hacer nada. El juego del gato con el ratón llegaría a su fin antes o después, lo sabía por experiencia.

Kröner se mordió el labio y miró a Bryan y luego a James.

—Locos o no. Con tal de que comprendan que los mataremos si no obedecen, me importa un comino lo que entiendan.

El hombre delgado sacudió la cabeza:

—¡Ya te he dicho que Arno von der Leyen lo sabe todo! El Cartero nos exigirá que nos deshagamos de él. ¡Os lo digo yo!

—¡Vaya! —dijo Kröner sorprendido.

—¿Y cómo iba a poder hacerlo? —prosiguió en un tono cáustico—. ¿Por telepatía?

Kröner no sonreía. El Cartero era como un fantasma que tenía todas las ventajas de su lado.

—¿No crees que, a estas alturas, ya está lejos de aquí? A lo mejor se ha olvidado de su fiel escudero. Y eso, ¿en qué te convierte a ti, Herr Hauptsturmführer? ¡No eres más que un bufón, un insignificante saqueador de judíos! ¿Acaso no es lo que somos todos nosotros?

—¡Espera y verás!

Los ojos de Dieter Schmidt brillaron con un extraño ardor.

«¡David Copperfield! Hoy pienso dedicarme a David Copperfield». James apretó la nuca contra la almohada. La sala estaba en silencio. Desde el primer entusiasmo de la infancia, James siempre había considerado David Copperfield como la mayor proeza de Charles Dickens. También las obras de Victor Hugo, Swift, Defoe, Emile Zola, Stevenson, Kipling, Alejandro Dumas estaban esculpidas en la memoria de James. Pero por encima de todos brillaban Charles Dickens y David Copperfield.

Por la tarde, durante el rato en que las enfermeras estuvieron muy ocupadas realizando sus tareas rutinarias, James pudo recrear tranquilamente aquel cuento reconfortante. Y esas recreaciones requerían tranquilidad. La confusión y la concatenación de pensamientos se habían convertido en sus mayores enemigos. Las pastillas, aquel asqueroso preparado de cloro, enturbiaban su memoria, incluso más que los tratamientos de choque. «Su primera esposa se llamaba Dora. ¿Y la segunda? ¿Emily? No, no era ella. ¿Acaso se llamaba Elisabeth? ¡Qué disparate!».

En medio de aquel reconocimiento doloroso y el miedo incipiente a que la memoria hubiera sufrido daños irreparables. James se vio interrumpido. Los dos enfermeros dieron unas cuantas palmadas, abrieron las carpetas y sacaron los informes médicos:

—¡Os trasladamos! ¡Recoged vuestras pertenencias, pasáis al piso de arriba!

Después de que hubieran pasado lista, sacaron a los hombres al pasillo y trajeron a un nuevo grupo de pacientes que los sustituirían. La hermana Petra sonrió a James y se sonrojó levemente.

La tarea de trasladarlos había recaído en Vonnegut. La constelación[16] era temible. Un total de siete hombres: los tres compinches, él y Bryan, el hombre de los ojos enrojecidos y el Hombre Calendario. Cinco simuladores en una misma sala.

—¡Los señores están en franca mejoría, según el médico mayor! —La duda se dibujó nítidamente en el rostro de Vonnegut al pronunciar aquellas palabras—. Os quieren separar de los demás. Así os recuperaréis antes, dice. Ha quedado una sala libre en el piso de arriba. Está totalmente vacía, ¡los han enviado a todos al frente!