24 La era de los imperios
Los viajes de descubrimiento de los siglos XV y XVI desvelaron nuevos mundos ante los ojos europeos, mundos llenos de animales nuevos, nuevas plantas, nuevas gentes. «No debería quedar en nada», escribía Francis Bacon en 1607, «que a través de los largos viajes que son la marca de nuestro tiempo, se han revelado muchas cosas de la naturaleza que deben arrojar luz sobre la filosofía natural».
Pero para muchos, el descubrimiento de los nuevos mundos fue más una oportunidad comercial que intelectual. Estas nuevas tierras eran ricas en materias primas, que se podían intercambiar por bienes manufacturados europeos. También ofrecían posibilidades de colonización y una serie de países europeos empezó a plantar sus banderas y sus nacionales en lugares distantes del globo, con frecuencia luchando entre ellos por el derecho a hacerlo.
Guerra y comercio. Las rivalidades coloniales fueron evidentes desde el principio. Mientras España explotaba el oro y la plata de sus posesiones recién conquistadas en México y Perú, los piratas ingleses como Francis Drake atacaban las flotas de galeones que transportaban los metales preciosos por el Atlántico. América y las Indias (el sur y el sureste de Asia) contenían riquezas por las que valía la pena luchar: pieles, maderas, tabaco y pescado de América del Norte; café, azúcar y tabaco de América Central y del Sur y de las Indias occidentales (básicamente las islas del Caribe); especias, seda, algodón, té y café de las Indias orientales. Los siglos XVII y XVIII se vieron plagados de guerras frecuentes entre británicos, franceses, españoles, holandeses y portugueses por los derechos comerciales y las posesiones coloniales. Los holandeses expulsaron en su mayor parte a los portugueses de su imperio diseminado por las Indias orientales en el siglo XVII, y al final de la guerra de los Siete Años en 1763, los británicos surgieron como la potencia dominante en América del Norte y la India. Los portugueses mantuvieron Brasil y los españoles sus colonias en México y América Central y del Sur, mientras que las Indias occidentales terminaron como un mosaico de asentamientos coloniales.
«Para los nativos… todos los beneficios comerciales que podrían haber surgido de estos acontecimientos se hundieron y perdieron en las terribles desgracias que habían provocado».
Adam Smith, «La riqueza de las naciones», 1776, en referencia al «descubrimiento de América, y del pasaje hacia las Indias orientales por el cabo de Buena Esperanza».
El cultivo de azúcar, tabaco y otros productos en las plantaciones americanas dependía del trabajo esclavo. Al principio los españoles trataron de esclavizar a los indígenas de las Indias occidentales, pero la población se vio rápidamente mermada en unas pocas décadas por la combinación de un trato brutal y de las enfermedades europeas ante las que no estaban inmunizados. Esto disparó una gran demanda de esclavos africanos, iniciando el comercio atlántico triangular, mediante el cual se llevaban esclavos de África occidental a las plantaciones americanas, las materias primas americanas eran transportadas a Europa, y los bienes manufacturados europeos se enviaban tanto a las colonias americanas como a África occidental para comprar más esclavos.
Cronología
Durante los siglos XVII y XVIII, la mayor parte de la colonización estuvo a cargo de compañías comerciales con autorización gubernamental como la británica Compañía de las Indias Orientales, fundada en 1600, y sus equivalentes holandés y francés. Una patente «para la colonización y plantación de nuestra gente en América» fue concedida por la reina Isabel I de Inglaterra a sir Walter Raleigh en 1584, y se realizaron varios intentos de colonizar la costa oriental hasta que se estableció el primer asentamiento permanente por parte de la Compañía de Virginia en 1607.
Un uso nuevo para las colonias
Los primeros europeos establecidos en Australia —reclamada para Gran Bretaña por el capitán James Cook en 1770— fueron criminales convictos. Desde principios del siglo XVIII, ante la ausencia de un sistema penitenciario, Gran Bretaña había enviado a las colonias americanas para trabajar en las plantaciones a los convictos que no ahorcaba. Pero con la independencia americana, tuvo que mirar hacia otros sitios, y en 1788 la «Primera Flota», con cientos de presos a bordo, llegó a Nueva Gales del Sur para establecer una colonia penitenciaria. Este transporte prosiguió durante muchas décadas, y los convictos liberados iban a desempeñar un papel importante en la construcción de los fundamentos de la economía de Australia.
Los gobierno europeos de este período veían la creación de dichos asentamientos como una forma de beneficiar al país de origen. Esta teoría, conocida como «mercantilismo», fue esbozada en la gran Encyclopédie francesa de 1751-1768, que afirmaba que las colonias se establecían «sólo para el uso de la metrópolis», de manera que «dependían de ella de forma inmediata y, en consecuencia, debían ser protegidas por ella», y que las colonias «debían comerciar únicamente con sus fundadores». Lo que no reconocían los mercantilistas era el coste de defender por las armas el monopolio comercial de la madre patria hacia y desde sus colonias. Fue Adam Smith, en su innovadora obra económica La riqueza de las naciones (1776), quien reconoció la realidad: «Bajo el sistema actual de gestión… Gran Bretaña no obtiene más que pérdidas del dominio que asume sobre sus colonias».
La misión imperial. En el siglo XIX, empezó a surgir una actitud nueva. La colonización no se debía emprender sólo por razones comerciales, sino por el alto propósito moral de extender los beneficios de las civilización occidental a pueblos que se consideraban como salvajes sin Dios o como niños que necesitaban disciplina y dirección. En Gran Bretaña, esta actitud surgió del avivamiento evangélico de finales del siglo XVIII, y en el siglo XIX se mezcló con teorías raciales pseudocientíficas como la superioridad de la raza blanca sobre las de otros colores. En el siglo XVIII los «nabobs» de la Compañía de las Indias Orientales británica, que sólo buscaban dinero y una vida lujosa y regalada, habían adoptado las formas de vida nativas y se habían casado con mujeres nativas, e incluso, en algunos casos, se habían convertido a las religiones nativas. Por el contrario, los administradores coloniales y los misioneros de la época victoriana mantenían una separación estricta entre gobernantes y gobernados, mientras que al mismo tiempo desplegaban grandes esfuerzos por construir iglesias, escuelas, tribunales, ferrocarriles y otros pilares de la civilización occidental. Para los colonizados, se trataba en parte de una bendición, pero por debajo de las intenciones piadosas, los colonizadores seguían allí por el poder y el beneficio, y cualquier disensión se solventaba con las fuerzas armadas.
«Es una tarea noble plantar el pie de Inglaterra y extender su cetro en las orillas de ríos sin nombre y sobre regiones aún desconocidas…».
«The Edinburgh Review», vol. 41, 1850.
Los imperios se seguían extendiendo mediante la fuerza. En la pelea por repartirse África a finales del siglo XIX, los europeos usaron en masa sus adelantos tecnológicos para aplastar toda resistencia por parte de los pueblos indígenas, al igual que hicieron los americanos blancos cuando se extendieron hacia el oeste a través del norte del continente americano. Entre las potencias europeas surgió un nuevo espíritu competitivo: más colonias significaban más materias primas, y más mercados para los bienes manufacturados. Muchas hablaban en términos casi darwinianos de «la supervivencia de los más fuertes». Estas ansias de dominio imperial contribuyeron a la desconfianza y a la hostilidad que culminó en el estallido de la primera guerra mundial.
La idea en
síntesis:
desde el siglo XVI las
potencias europeas empezaron a ocupar el resto del mundo
Cronología