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—¡ESTE es estupendo!

Giorgia, sentada en un sofá hexagonal rojo, prueba su consistencia saltando sobre sus posaderas en el tapizado.

—Señora, la felicito por su excelente elección.

El joven dependiente de la tienda de diseño, embutido en un par de pantalones oscuros y una camisa blanca, le enseña un catálogo de telas.

—Este es el último Cappellini hexagonal, lo podemos tener en todas estas tonalidades. Si me permite, yo le sugeriría este azul, que es nuevo también por el tejido.

—Pues, no sé. Mi amiga Nora se ha comprado un sofá rojo y tengo que decir que el parqué oscuro lo resalta muchísimo. ¡Sí, quiero exactamente este rojo!

—Muy bien, señora. El rojo se lo puedo entregar mañana mismo.

—Perfecto, Paolo. Ahora tenemos que librarnos de ese absurdo sofá que has puesto en el salón.

Paolo está de pie frente a Georgia y al dependiente tapándose los oídos con los índices.

—Pero, Paolo, ¿qué haces, te has vuelto loco?

Él se quita las manos de los oídos lentamente y los ruidos del centro comercial vuelven con violencia.

—Ahora veo, Giorgia.

Paolo tiene la cara relajada. Se siente bien, quizá mejor de lo que haya podido sentirse nunca antes. Ella no lo entiende.

—¿Qué significa que ahora ves?

—He quitado el audio, ¿comprendes? Ahora, por fin, veo.

—¿Y con eso qué quieres decir, Paolo?

—Veo que has comprado un sofá sin ni siquiera preguntarme si me gusta.

—¡Pero, amor, es un Cappellini!

—Perdone, señor, ¿quizá no le convence el color? —intenta intervenir el dependiente.

—¡No es el color! Es que tengo la casa llena de estas cosas absurdas, la silla de Gio Tirotto, la lámpara Philippe Starck...

—No, tesoro, la lámpara es Fabien Bumas.

—Ah, es verdad, ¡pero me cago en ella lo mismo! Cuando vivíamos juntos me llenabas la casa de estos objetos y yo pensaba que era algo maravilloso. Pensaba que estar contigo me proporcionaba un gusto que yo no tenía. ¿Te das cuenta? Yo pensaba que tenías buen gusto.

—Amor, pero ¿qué dices?

—Sí, estaba convencido de que tenías buen gusto. —Se ríe, seguro de mí mismo.

—Es que tengo buen gusto.

—Es verdad, la señora tiene buen gusto —interviene el dependiente humildemente.

—¡¡Cállate!! —Paolo le grita—. Si tuvieras buen gusto —prosigue—, no pedirías de forma constante al señor Cappellini o Bumas, o a quién coño quieras, que elijan por ti. Estás obsesionada con el gusto de los demás, con las marcas, con las modas, con lo que hacen o dejan de hacer tus amigos. Y además, ¡una mujer que se acuesta con Alfonso solo puede tener un gusto de mierda!

Paolo inspira con satisfacción. Giorgia se queda con la boca abierta y el dependiente emite un maullido de desaprobación.

Ella se levanta. Paolo está a punto de salir de la tienda.

—Paolo, espera; ¿quieres decir que me dejas?

Él se da la vuelta y las puertas vuelven a abrirse en su cara.

—Nos habíamos dejado ya, Giorgia; tú estabas con otro —le dice con suavidad—. Ah, y que sepas que sigo usando la tirita para dormir. —Se da la vuelta otra vez y, con una sonrisa en los labios, abandona el centro comercial.