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PAOLO se mete en el ascensor, pulsa la B en el panel de teclas blancas y suspira aflojándose el nudo de la corbata de rayas. Mira pensativo el techo de la cabina. Cuando las puertas están cerrándose, un mocasín marca Tod’s, deformado por los laterales, consigue introducirse frente a la célula fotoeléctrica justo en el último momento: es el pie gordo de Ciro Iovine, el becario. Las puertas vuelven a abrirse y Paolo resopla.
—Eh, Paolo, tstoy llaando —farfulla él, tratando de tragar un enorme bocado de un milhojas.
—¿Qué?
Ciro, usando toda la saliva que consiguen producir sus glándulas bajo la lengua, engulle el pastel de crema y merengue casi entero.
—Te estaba llamando, ¿no me has oído? Yo también me marcho —afirma, y se mete en la boca la otra mitad del milhojas.
—No te he oído —responde Paolo, cortante.
—¡Mira esto! —anuncia con mirada chispeante, y planta bajo la nariz de Paolo un ejemplar de Il Mattino abierto por la página diecinueve—. Melissa Satta ha estado bailando toda la noche en Chez Moi con un futbolista del Nápoles.
—Muy bien. Un buen artículo —responde Paolo, pasando la mirada por encima del periódico. Observa la luz del panel, que pasa lentamente del cuarto al tercer piso, para intentar acabar con esa conversación.
—No te burles. ¿Buen artículo?
Paolo se sorprende. Ciro suele alegrarse con cada una de las frases que logra publicar con su firma.
—Venga, hombre. No está mal —dice, y le da una palmada en el hombro.
—¡Es una bomba, Paolo! —explota Ciro—. ¡En este momento, Melissa Satta está muy mal vista! —Mira la columna sonriendo; luego, de repente, se pone serio—. Esa gilipollas no me concedió la entrevista, pero me aposté cerca del reservado y la pillé besándose con Cavani. Pero ¿sabes lo mejor, Paolo? —exclama.
—No, Ciro. ¿Qué es lo mejor? —Paolo mira el reloj.
—Que esta tía acaba de declarar en la revista Chi: ¡«Basta ya de futbolistas»! ¿Te das cuenta del escándalo, Paolo?
—Vaya si me doy cuenta. Una auténtica primicia. Muy bien, muy bien. —Se gira hacia las puertas, aún cerradas.
—Si me hubiera concedido la entrevista, igual ahora me encargaban un artículo para la página nacional. Llevo ya un año haciendo solo los «breves» locales. Pero, bueno, se están dando cuenta de que Ciro Iovine vale lo suyo —dice, y asiente hacia la página, como si el periódico fuera una prueba de su ansiado ascenso—. Es solo cuestión de tiempo.
—Claro.
Por fin el ascensor llega a la planta baja, las puertas se abren y la cabina se llena de aire nuevo. Paolo respira profundamente y se lanza hacia fuera. Ciro le sigue.
—Dentro de poco tenemos el Capri Hollywood. ¿Sabes quién viene este año a hacer de madrina, Paolo?
—No.
—¡Britney Spears! Ojalá consiga una entrevista en exclusiva. Sería todo un puntazo.
—Pues sí, ojalá, Ciro —responde Paolo sin darse la vuelta.
—Además, ahí hay siempre un montón de invitados de nivel. Podría llevarme a casa bastantes entrevistas. Pero, claro, ya sé que también este año nos mandarán a Caprara como enviado.
Paolo empuja la gran puerta de cristal del vestíbulo y sale al exterior, que está mojado. Atraviesa la calle por el paso de cebra de la calle Chiatamone, atento a los coches que llegan veloces desde el túnel de la calle Vittoria. Aunque los días ya se están alargando, la luz de los antiguos faroles, colgados en las bóvedas de los pórticos de piedra gris de la calle Domenico Morelli, ilumina su paso. Paolo camina por delante sacudiendo la cabeza; Ciro va detrás dando saltitos, pegado a sus talones.
—¿Qué vas a hacer esta noche, Paolo? ¿Te apetece que nos tomemos una pizza?
Paolo lanza una mirada hacia atrás.
—Me encantaría, Ciro, pero tengo que irme a Milán.
—Ah, será para algo importante, ¿eh? Estás en alza, Paolo. Se dice por todas partes. Muy pronto ocuparás el puesto de Alfonso.
—No sé, ya se verá —le responde, incómodo—. Perdóname, Ciro, pero tengo prisa. El vuelo es dentro de nada y tengo que decirle a Giorgia que esta noche me salto otra vez el curso prematrimonial.
—Te haces el modesto. Ya lo saben todos. Alfonso ascenderá y a ti te harán jefe de redacción. ¡Bien por Paolo! —exclama; le da un golpecito en las partes bajas y se ríe.
Paolo se aparta sin sonreír.
—La boda, la promoción, ¡estás en alza, Paolo! —De nuevo Ciro intenta darle un toque en las pelotas, pero Paolo se inclina protegiéndose con las manos.
—Vale. Adiós, Ciro. Me voy —se despide, encaminándose hacia el garaje, bordeando un charco de puntillas.
—Adiós, Paoluzzo. Cuídate. Yo voy a tomarme un brioche en el bar.