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FRENTE al castillo Maschio Angioino, en el muelle Beverello, Paolo espera junto al transbordador que sale para Ischia. Las gaviotas chillan cruzando su vuelo en el aire. Saca del bolsillo de la chaqueta una carta certificada, el sobre ya está abierto y vuelve a mirarlo. El encabezado dice: «Il Sole 24 Ore».
—¡Aquí estamos, Paolo! —Valeria agita los brazos desde lejos mientras empuja la silla de Gaetano. Detrás de ella vienen Vincenzo, empujado por Luisa, y detrás de todos ellos un grupito de ancianos señores con bastones y andadores.
Paolo se queda con la boca abierta.
—¡Os presento a Paolo! El novio de mi hija. Viene con nosotros. —Gaetano está eufórico.
Valeria mira a Paolo y se encoge de hombros.
—Hola, Paolo. —El grupo de ancianos le rodea—. ¡Qué novio más guapo tienes, Valeria!
Paolo asiente, confuso.
—Hola, Paolo. Yo soy Vincenzo, tú eres mi acompañante. —Se coloca con la silla para que le lleven—. Podemos marcharnos.
Valeria le regala una sonrisa luminosa.
—¡Vamos!
Paolo coge la bolsa del suelo, se la pone en bandolera, empuña los manillares de goma de la silla y empieza a empujar torpemente a Vincenzo hacia el gran transbordador Caremar.
—Por favor, sígueme el juego con mi padre. Está convencido de que eres mi novio —le susurra Valeria en voz baja mientras empuja la silla de Gaetano.
—Bueno...
—Por favor..., ¡es mayor!
Paolo y Valeria caminan el uno junto al otro empujando las sillas hacia el barco.
—Pero ¿me puedes explicar qué está ocurriendo? —le pregunta esforzándose por hablar en voz baja.
—Pues lo que te dije, tengo que dar un curso de seducción en Ischia.
—¿Y qué tienen que ver tu padre y estos señores con el curso?
—¡Es una clase de ancianos! ¡Haremos un curso de seducción para la tercera edad! ¡Nos va salir un artículo bomba, ya verás!
Al llegar a la entrada del transbordador, Gaetano se levanta y entra caminando para aliviar a Valeria. Paolo empuja con fuerza las ruedas de la silla de Vincenzo por las amplias canaladuras del portón de hierro y, al llegar al interior, se para satisfecho, jadeando.
—¡Ya estamos aquí!
Vincenzo le indica las estrechas escaleras de hierro que llevan al salón de arriba.
—¿Es que piensas dejarme dentro del garaje? —Le tiende los brazos.
Él mira la rampa y luego, de nuevo, a Vincenzo; con un esfuerzo se lo carga en brazos.
Al llegar arriba, a la entrada del salón, Vincenzo agita las piernas en el aire.
—Gracias, Paolo; bájame.
—Espera, Vincè. La enfermera está subiendo la silla —dice él sin aliento.
—¿Y para qué quiero la silla? Ahora me voy a sentar en una butaca. —Y se pone de pie.
—Pero, Vincè, ¿puedes andar?
—Pues claro, no soy paralítico, solo soy un anciano —responde, y muy lentamente se encamina hacia los sillones.
Paolo y Valeria están en cubierta; el sol empieza a ponerse y la nave se desliza veloz a lo largo de la costa por el canal de Procida.
—¿Me has hecho perder el fin de semana decisivo con Giorgia por una estupidez así? —Él la mira apoyado de espaldas en la barandilla áspera por el salitre.
—¿Y qué te hace pensar que habría sido el fin de semana decisivo? —Valeria se estrecha la cazadora. El viento le agita el pelo. Un humo denso y negro sale por la chimenea.
—¿Qué quieres decir?
—¿Cuántas horas tardaste en llevártela a la cama desde que volviste a verla?
Paolo lo piensa.
—Pues..., media hora en el aperitivo de los Baños Elena, tres horas del extraordinario partido de voleibol y unas tres horas y media en mi casa.
—¡Siete horas clavadas! Ha respondido a la perfección confirmando la regla: siete horas para llevarte a la cama —dice ella triunfante—. No para enamorarte.
—Oye, Giorgia ya está enamorada; lo ha estado siempre. Si hizo lo que hizo, fue porque los dos nos equivocamos. No fuimos capaces de soportar la tensión de un paso tan importante. Casarse no es un juego. En cualquier caso, habría vuelto conmigo.
—No creo que hubiera vuelto «en cualquier caso». No creo que a ella le interese el Paolo que para pasar dos noches en Ischia mete en la bolsa dos camisas, dos pantalones y un impermeable para la lluvia.
—Nunca se sabe... —se justifica él.
Valeria se anticipa y acaba la frase por él, burlona:
—¡Mejor ser precavidos!
Paolo querría rebatir, pero no encuentra las palabras. Valeria sigue hablando.
—¿Cómo acabó la otra noche?
Él baja la mirada y se mete las manos en los bolsillos de los vaqueros.
—Salió corriendo llena de sentimientos de culpa por haber traicionado a Alfonso.
—Un decorado que se repite, por lo que parece. También lo hizo contigo, ¿no? Quita el audio, Paolo —concluye, y se va para adentro, encogida de frío.
Él se queda solo, mirando al mar