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PAOLO aparca su Fiat Punto Star del 99, verde Stelvio metalizado, en el garaje de la calle Tasso, bajo su casa; abre el portal, entra en el ascensor y cierra primero la reja metálica y luego las puertas de madera. Pulsa el siete, el último piso, y se mira en el espejo; se palpa las bolsas bajo los ojos y se atusa el pelo por los lados: parece cansado.
Cuando el ascensor llega al piso, saca del bolsillo la llave larga y abre la puerta.
—¿Amor? —Giorgia a esa hora está ya en casa.
—Hola —responde ella desde la otra habitación.
Paolo deja las llaves en la bandeja de cerámica que hay sobre el aparador Marcel Breuer, coge de una excéntrica silla de metal Gio Tirotto la chaqueta arrugada de Giorgia y la cuelga en el perchero.
Ella se asoma a la entrada, bellísima, como siempre. Paolo sonríe al ver que lleva el traje gris que le regaló en Navidad. Resalta su piel clara y su cuerpo alto y delgado.
Paolo va enseguida a abrazarla y sumerge su cara, por un momento, en el cabello rubio ceniza de Giorgia.
—Hola, amor.
—Hola —dice ella besándole al vuelo—. Acabo de llegar.
—Te he colgado la chaqueta.
—¿He vuelto a hacerlo?
—Sí —contesta, y la reprueba con el índice levantado.
—Perdona, mi amor.
—Yo creo que lo haces a propósito. El perchero es el único objeto de esta casa que nos regaló mi madre y que no has elegido tú.
—No es verdad —dice ella abriendo de par en par sus grandes ojos verdes de gata—. Es que soy desordenada. Por eso me caso contigo... —Le da un beso en los labios—. Tú pones orden.
—Y con orden se vive mejor —añade él quitándose la chaqueta.
Giorgia hace intención de marcharse, pero Paolo la agarra de un brazo y la atrae hacia él.
—¿Te casas conmigo solo por eso?
Ella sonríe de nuevo y se pone frente a él, de puntillas, mirándole a los ojos.
—No, también porque eres mi tontorrón.
Le desordena el pelo por la nuca y le da otro beso en los labios. Paolo sigue atrayéndola hacia él.
—¿Y...?
Giorgia vuelve a ponerse de puntillas.
—Y... también porque estamos de acuerdo en todo y tenemos los mismos gustos. —Otro piquito.
—Excepto en el perchero de mi madre —añade él, sarcástico—. Esta noche Milán —suelta Paolo de un tirón, y resopla.
—¿Otra vez? Ya van dos días en una semana.
—Lo siento.
—Teníamos el curso.
—Ya lo sé.
—Tu jefe la ha cogido contigo. Dime la verdad, ¡le has hecho algo! —Con una media sonrisa le pellizca la mejilla.
—Es que soy bueno.
—¿No te estarás volviendo demasiado bueno? —le pregunta ella, que regresa a la habitación para quitarse los zapatos bajos y ponerse las grandes zapatillas de felpa.
Paolo se arrastra hasta el salón, enciende la lámpara Fabien Bumas, se tira en el sofá circular Cappellini, saca el ordenador portátil de la bolsa y se lo pone sobre las piernas.
—Don Antonio se enfadará —dice ella desde el dormitorio—. Es la tercera vez que faltamos —añade.
Saca la maleta del armario y antes de que llegue a apoyarla en la cama oye a Paolo desde la otra habitación:
—Sobre la cama no, mi amor. Ten cuidado, está sucia.
Giorgia dirige la mirada al techo, levanta la maleta y la pone sobre el puf que hay junto a la cómoda.
—No serán excusas para librarte del curso prematrimonial, ¿no? Ya empiezo a sospechar.
Paolo abre la página de YouTube.
—¿Eh, Paolo?
Él pincha su vídeo preferido: un gag de Saturday Night Live en el que Jim Carrey baila What is love?
—Es que para Alfonso es importante que algunos artículos los haga yo. Tengo la impresión de que flota por el aire un ascenso.
—¿Qué camisa, la blanca o la azul? —pregunta Giorgia.
—Mejor las dos, nunca se sabe. ¿Te imaginas lo mal que se va a sentir Davide Russo? ¿Sabes quién es su mujer? Elena Di Vaio, la subdirectora del periódico. Él está convencido de tener el ascenso en el bolsillo. Es solo un enchufado.
—¿Vas a usar el traje que llevas puesto o te pongo otro más? —dice, y mientras tanto ya está sacando del armario un traje gris y metiéndolo en el portatrajes de viaje.
—Sí, me llevo también otro, el gris de Ferragamo que me regalaste.
Paolo empieza a reír a carcajadas: un Jim Carrey desenfrenado y esquizofrénico baila dando violentos golpes de pelvis a una chica en una discoteca.
—Te he puesto también el pijama y las zapatillas.
—Mi amor, tienes que verlo. Te partes de risa. —Paolo se ríe con ganas.
—Y también las tiritas nasales para respirar por la noche —dice, y entra con la maleta en la mano.
Paolo sigue divirtiéndose.
—Apaga eso. Lo has visto más de cien veces. ¿Cómo es posible que siga haciéndote reír?
—Me relaja. Es buenísimo.
—No, solo es un desgraciado que se restriega contra una chica. No es nada divertido.
Paolo apaga y cierra el ordenador.
—¿A qué hora tienes el vuelo?
—El último. A las nueve.
—Pues tienes que salir ya.
—Sí, si quiero llegar con tiempo.
Con un gesto seco, Giorgia levanta el asa de la maleta.