10
EN un edificio histórico de la calle Mergellina, en el número 135, Paolo, con un traje azul, camisa blanca, corbata de Marinella y la raya del pelo a la izquierda, entra en el portal.
—¿Macho Man? —pregunta al portero de uniforme con cierto desasosiego.
—Escalera A, primer piso —responde mientras introduce las cartas en los buzones.
Paolo atraviesa un patio lleno de balcones y ropa tendida, y coge la escalera de la izquierda. Aunque todavía no se ha recuperado totalmente del accidente, prefiere subir a pie. Llama al timbre de una puerta en la que resalta una placa dorada con la inscripción «Macho Man». Segundos después se oye el ruido del pestillo accionado mecánicamente. Empuja y entra con timidez.
—Dígame —le suelta una chica de pelo rubio oxigenado desde detrás de un mostrador alto.
—Buenos días, soy Paolo De Martino, tengo una cita.
—Un momento. —La chica rubia repasa un gran registro, luego coge el teléfono y pulsa una tecla—. Jefe, ha llegado el señor Di Martino.
—De Martino —le apunta Paolo, pero ella ni le oye.
—Por favor, la última habitación al fondo. El señor Dell’Orefice le está esperando.
—Gracias —responde, y se encamina por el largo pasillo cubierto de moqueta azul.
Llama a la puerta y abre despacio.
—Entra, por favor. —Un tipo elegante, de unos sesenta años y con ademanes afeminados, el pelo corto y gris y gafas con montura de carey, le recibe—. Te estaba esperando, querido. Siéntate.
—Gracias.
Paolo da unos pasos hasta el gran escritorio de diseño y se acomoda en una suave silla de nailon negro. En las paredes hay varias portadas de Macho Man enmarcadas con los títulos bien a la vista: «Cómo conseguir que digan basta en la cama», «La tableta no es difícil, ¡abdominales perfectos en quince días!», «Las comidas napolitanas que las volverán locas (y no es el babà de tu madre)».
—Bueno, querido, he visto que tienes una buena experiencia a tus espaldas. Además, Ciro Iovine me ha dicho que estás en apuros. ¿Cómo está Ciro?
—Está bien.
—Qué buen chico es. Un tesoro, de verdad.
—Cierto. —Paolo se aclara la voz y estudia una pequeña arruga de su pantalón.
—Mira, a nosotros nos iría muy bien iniciar nuestra colaboración de inmediato. ¿Has tenido oportunidad de leer nuestra revista?
—No, todavía no —responde Paolo, que se encoge en la silla.
—Vamos a ver, en dos palabras: nuestra revista va dirigida al universo masculino, tocando todos los campos. Lógicamente, empezamos con una tirada muy baja, pero después de cinco años nos estamos convirtiendo en una realidad muy importante en la región de Campania, e incluso en un ámbito nacional. ¡Este año hemos llegado a treinta mil ejemplares!
—Ah, muy bien —dice Paolo sonriendo con los dientes apretados.
—Yo espero grandes cosas de ti. Si, además, ese cielo de Ciro dice que eres bueno, no hay duda de que lo eres.
Paolo empieza a resoplar, pero luego transforma ese gesto en una pequeña risotada de cortesía.
—Oiga...
—Pero, por favor, tutéame. Aquí todos nos tuteamos. Yo soy Enrico.
—Ah, gracias. Pero... ¿yo de qué me ocuparía exactamente, economía, finanzas, bolsa?
—¡Eso es querido! ¡Tú te encargarás de «bolsas»! —le dice con intención. Paolo no entiende nada—. ¿Sabes cuántos hombres se hacen hoy algún lifting de las bolsas de los ojos? No te lo puedes ni imaginar, querido. —Paolo traga saliva—. Nosotros nos ocupamos de la actualidad, y de eso es de lo que te vas a ocupar. Ahora te voy a presentar a uno de nuestros redactores, muy profesional, que te aclarará un poco las cosas. —Se pone de pie y, con pasos de bailarina, se asoma a la puerta—. ¡Faaaabian! ¡Ven un momento, que te presento a una personaaaa! —Vuelve a sentarse—. Los artículos de Fabian están gustando muchísimo. Lo sabemos porque son los más pinchados en Internet.
Pocos segundos después, un muchachote alto y musculoso, con cola de caballo y una camiseta de cuello de pico tan amplio que le llega casi al ombligo, vaqueros rotos, botas camperas de punta, collares, cadenas y cadenitas que ni la estatua de san Gennaro cuando sale en procesión, se planta en la puerta.
—Fabian, te presento a nuestro amigo Paolo. Infórmale tú sobre la reunión de la próxima semana.
—Soy Fabian. —Le tiende la mano como en las películas de Hollywood. Paolo se incorpora un poco de la silla e, incómodo, se la estrecha. El tipo le atrae con fuerza y le da una sonora palmada en el hombro—. No sueñes con ganarme. Mis artículos son los más pinchados —le dice con una media sonrisa.
—Sí, claro, justo en este momento me lo estaba contando el señor Dell’Orefice.
—No, por favor, ¡llámame Enrico, tesoro mío!
—Claro...
—A propósito, Enrico —prosigue Fabian—, estoy acabando «¡Abdominales perfectos en diez días!». ¡Mira esto! —Se levanta la camiseta mostrando la tableta—. Toca —dice dirigiéndose a Paolo, que, sudando por las sienes, saca tímidamente el índice y da dos toquecitos al abdomen de Fabian.
—Qué barbaridad —afirma con una sonrisa forzada