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NOVENTA minutos antes de la salida del vuelo, Paolo deja el Punto en el aparcamiento del aeropuerto de Capodichino, en el sitio acostumbrado, bajo la farola en la tercera fila.
—Buen viaje, señor —le despide el vigilante desde la garita.
—Hasta la vista —responde él levantando apenas la mirada.
Lleva su maleta hacia la entrada de los vuelos nacionales. Calcula la velocidad de sus pasos y el tiempo de reacción de la célula fotoeléctrica: las puertas de cristal se le abren a un centímetro de la cara, un instante antes de estampar su nariz en ellas.
Los elegantes zapatos crujen sobre el linóleo gris y se dirige directamente al control de embarque. Se palpa el bolsillo interior para asegurarse de que lleva la tarjeta. Ha hecho ya el check-in desde la oficina, a través de Internet.
Apaga enseguida el móvil y lo coloca en la bandeja junto a las monedas; se quita el cinturón y pasa bajo el detector de metales. «Buenas tardes», le dice a la chica de guardia, que, como siempre, no le responde ni le mira.
Llega a su puerta, A-7, y se sienta a esperar en una silla de hierro cuadrangular y fría, esa que está algo apartada, la misma de la semana anterior.
El trabajo va bien, e incluso hay un ascenso de categoría a la vista. Giorgia le ama y se van a casar pronto. Un año, y empezarán a tener niños; «tres por lo menos», piensa siempre.
Saca el portátil de la bolsa y se conecta a Internet con un módem USB. Mira unos cuantos correos de trabajo y comprueba nuevamente los horarios para las entrevistas del día siguiente: la primera es a las nueve de la mañana con el consejero de L’Espresso, luego se pasará por la redacción de Milán para saludar a sus colegas y escribir el primer artículo, comerá con el consejero delegado de Piaggio y, por último, a las cuatro de la tarde, hará algunas preguntas al consejero de Benetton. Calcula que conseguirá marcharse de Milán hacia las seis de la tarde.
Desenrolla el cable cuidadosamente anudado, se pone los pequeños auriculares en los oídos y abre de nuevo la página de YouTube. En cuanto Jim Carrey empieza a desatarse con las primeras notas de What is Love?, a Paolo se le escapa una carcajada que rompe el silencio de la pequeña sala de espera. Todos le miran.
Una voz femenina anuncia el vuelo para Milán por los altavoces. Él apaga de inmediato el ordenador y vuelve a meterlo en la bolsa. Se levanta y se pone en la fila, frente a la puerta de embarque.
Cuando llega su turno le da la tarjeta de embarque y el carné a la azafata.
—Lo siento, señor. No sé si vamos a poder embarcarle; tenemos overbooking —le dice ella levantando los hombros.
—¿Cómo que overbooking? —A Paolo se le salen los ojos de las órbitas.
—Lo siento, señor, pero debe esperar un instante y comprobaremos si alguien no se ha presentado. Si me hace el favor, póngase a un lado y deje pasar a las personas que tienen su tarjeta de embarque.
—Es que hoy hay huelga de trenes —le dice un tipo que está detrás de él en la fila.
—Pero ¿qué dice? Mire, tengo la tarjeta de embarque —dice Paolo con voz chillona.
La azafata sigue cortando los billetes de los otros viajeros que van pasando por delante.
—Lo siento, señor, pero eso no es una tarjeta de embarque.
—¿Cómo que no?
—¿Ha hecho usted el check-in por Internet, verdad? —se entromete el señor que sigue parado detrás de él.
—Claro —le responde Paolo con tono seguro.
—Claro, yo también —asiente el otro, con cara de resignación, y le enseña a Paolo una hoja arrugada como un signo de hermandad.
Paolo consigue leer el número del asiento, 6D, justo antes de sentir un escalofrío.
—Lo siento, señor, pero el check-in en línea no sirve como tarjeta de embarque —sentencia la azafata apretando los labios.
—Pero ¿cómo es posible? —Paolo sacude la cabeza como si estuviera apartando una mosca.
—La señorita lleva razón. No sirve como tarjeta de embarque —asevera 6D.
Paolo no le considera.
—Perdone, ¿qué está diciendo? El check-in en línea, a todos los efectos, vale como tarjeta de embarque.
—No, no vale —se sigue entrometiendo 6D.
Paolo le reprueba con una mirada irascible y le da la espalda. Se acerca a la azafata.
—Oiga, quizás usted no sabe quién soy yo.
—Señor, se lo ruego. Deje pasar a las otras personas —le recrimina ella.
—Deje pasar —insiste 6D.
—¡Por favor! Ocúpese de sus asuntos. —Paolo se da cuenta de que ha levantado la voz. Suspira y se dirige a la azafata—. Escuche, usted no sabe quién soy yo —insiste, agitado—. Soy un periodista de Il Mattino.
La azafata sigue cortando las tarjetas de embarque de los otros pasajeros y, sin mirarle, le hace un gesto con la mano para que se ponga a un lado.
Paolo se aparta ligeramente, pero trata de mantenerse en el radio de visión de la chica que va de verde guisante.
—De la sección de economía —añade con tono serio, asintiendo una vez.
El ruido del corte de papel con cadencia regular parece marcar la distancia cada vez mayor entre él y su asiento en el avión.
—No creo que les haga mucha gracia una publicidad negativa —amenaza murmurando.
—Ya estamos. El típico señorito de «Usted no sabe quién soy yo». ¡Venga ya, hombre! —6D abre los brazos y sonríe a los demás pasajeros de la fila.
Paolo le mira, incrédulo.
La azafata, al verle dudar, apoya una mano en el hombro de Paolo.
—Señor, créame, de verdad que no sé qué hacer. Le repito que, por desgracia, tenemos overbooking.
—¡No ha entendido usted absolutamente nada! —Paolo se da cuenta de que su voz se está rompiendo—. Quiero hablar con su superior, yo so...
—«Un periodista del Mattino», ya lo hemos oído —se burla 6D—. Pero si la señorita le está diciendo amablemente que estamos en overbuk, ¿que quiere que haga la pobre?
—Se lo agradezco, señor, pero parece que aquí hay alguien que no quiere enterarse —apunta ella mostrando una sonrisa vacía.
Paolo mira a su alrededor buscando a algún pasajero que le apoye. Entonces 6D le pone una mano en el antebrazo, estrechándoselo ligeramente.
—Cállese, por favor —le dice en voz baja—. Déjeme a mí, está usted liándolo todo. Estos no nos dejan volar hoy ni en broma.
—¿Qué quiere decir? —Paolo le mira como si 6D le hubiera hablado en chino.
—A propósito de eso, señorita —prosigue 6D, guiñándole el ojo a Paolo de forma casi imperceptible—, en vista del trastorno que nos han causado, no por su culpa, desde luego, sino por el overbuk, según el reglamento de 1998 dictado por la Unión Europea, tenemos derecho a tres llamadas telefónicas gratuitas y al alojamiento de esta noche en el hotel de ahí enfrente, con los correspondientes cena y desayuno.
—Por supuesto, señor. Enseguida nos encargaremos de todo —asiente ella mientras sigue alargando la mano para retirar el documento de otro pasajero de la fila.
—¿Ha visto? —dice 6D acercándose al oído de Paolo—. Yo hago esto cada vez que hay huelga de trenes. Conviene, a fin de cuentas. Nos dan un hotel magnífico, el Hilton de ahí enfrente, donde le puedo asegurar que se come estupendamente (mejor que en casa), donde las habitaciones son suites muy chulas, las camas son comodísimas (mejor que en casa); mañana, un desayuno opíparo en el que hay de todo, huevos de todas clases, duros, rotos, mermeladas, cruasanes, todo lo que quiera... Créame, ¡ni en sueños me tomo yo un desayuno así en casa! Luego, hago mis tres llamadas gratuitas y hablo con mis parientes de Australia, que hace siglos que no sé nada de ellos, y, al final, me voy a mi casa.
Paolo mira fijamente a aquel tipo, incapaz de decir nada. Niega poco a poco con la cabeza.
—Pero... ¿entonces? ¿Usted no quiere viajar?
—Nooo. Pero ¿qué viaje? Cada vez que hay huelga de trenes me tomo un día libre de mi mujer. ¿Sabe cuál es ahora el problema? Los sindicatos: se han hecho muy fuertes. Antes a los trabajadores se les trataba como basura, como tiene que ser, y ellos hacían huelgas continuamente, pero ahora... —Paolo se queda con la boca abierta. 6D le estrecha una mano y se le acerca al oído—. Ya he quedado con Amalia, una chica brasileña de veintidós años. Tiene un culo..., Créame, solo le falta hacer que hable. Si quiere, luego se la presento. Le hace usted un regalito, y ella tan contenta.
Paolo se libera de la mano de aquel tipo y empieza a gritar, señalando a 6D.
—Pero ¿se dan ustedes cuenta? ¡Este señor ni siquiera tiene que viajar! Escuche, yo tengo que marcharme. ¡Quiero hablar con su superior!
—Cállese, por favor. —6D intenta calmarle.
—¿Qué ocurre, señor? —Un vigilante se presenta en la zona de embarque.
—Escuche, soy periodista de Il Mattino. Tengo derecho a viajar a Milán.
—El señor no tiene tarjeta de embarque y pretende subir al avión —explica la azafata sacudiendo la cabeza.
—No quiere entender que hay overbuk —añade 6D.
—¡Usted se calla, que no es más que un estafador y un pervertido!
6D se da golpecitos con el índice en la sien buscando la mirada del vigilante.
—Me parece a mí que este tío está loco, antes estaba ahí sentado riéndose solo.
—Es verdad, se estaba riendo solo —añade otro pasajero justo antes de cruzar la puerta, arrastrando una maleta Louis Vuitton.
—¡¿Cómo que solo?! ¡Estaba viendo a Jim Carrey bailando What is Love?!
El vigilante le estudia con la boca ligeramente abierta y la mirada fija.
—¿Lo ha visto? ¿Cuando Jim Carrey baila dando golpes de pelvis? —Paolo hace la imitación, contoneándose contra 6D.
—Por favor, señor, sígame. —El guardia pone una mano de gorila en el codo de Paolo y trata de alejarle del mostrador.
—¡Déjeme! ¡Mañana voy a escribir un artículo a toda página sobre cómo tratan a los clientes!
El vigilante le mira como si él fuera una maestra de jardín de infancia y Paolo un niño que se ha empeñado en que quiere un yogur de fresa.
—Sí, sí claro. Pero ahora sígame —dice, y le empuja hacia el detector de metales.
—¡Déjeme! ¡Pero ¿qué se ha creído?! ¡Es usted un imbécil! —Paolo empieza a mover el brazo como un molino de viento, tratando de liberarse.
De repente lo ve todo negro, y luego muchas figuras de colores, como las de un caleidoscopio. Está tirado en el suelo. Siente que el ojo derecho le late con fuerza, como si tuviera vida propia. Apenas logra entender si el puñetazo se lo ha propinado el guardia o él mismo.