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—Y luego cerramos con un artículo sobre el convenio de recompra y el plan de readquisición de acciones de L’Espresso, Piaggio y Benetton. Paolo, te encargas tú. Esta noche te vas a Milán. Te he concertado una cita con los consejeros delegados. Bien, buen trabajo para todos. Nos vemos mañana.

Las manecillas del gran reloj Philippe Starck negro y plateado colgado en la pared marcan las 17.00 cuando Alfonso Costa, el jefe de redacción de la sección de economía de Il Mattino di Napoli, da por concluida la última reunión del día.

Los redactores vuelven a sus puestos. Solo Paolo, un chico de unos treinta y cinco años, con chaqueta, corbata y la raya del pelo a un lado, ligeramente ondulado sobre la sien, sigue dentro.

Alfonso está de pie, mirando dos grandes nubes grises y amenazadoras a través del ventanal que se asoma a la calle Partenope.

Abajo, en la calle, al otro lado de los gruesos cristales, el tráfico de coches fluye silencioso y, más allá, las gaviotas rozan las olas del mar lívido del golfo. La mirada de Alfonso, perdida más allá de la línea del horizonte, se detiene en un barco de vela que rompe veloz la superficie del agua encrespada.

—Perdona, Alfonso... —dice Paolo con un hilo de voz a espaldas de su jefe.

—¿Te gustan los barcos de vela?

El chico arruga la frente y empieza a responder:

—No lo sé, no he navegado nunca en ninguno.

—Pero ¿qué clase de napolitano eres? Tienes que probarlo. Es una sensación magnífica. Es algo que te atrapa, Paolo.

Alfonso se vuelve para mirarle. Lleva el traje azul de costumbre, sin corbata. La camisa blanca y el pelo canoso resaltan su bronceado, que no se le va ni siquiera en invierno.

—Me imagino —dice Paolo bajando la mirada.

—Además, perdóname, ¿adónde te llevas a las tías? Estás viviendo con tu novia. ¿Qué pasa, que ya no quieres follar?

—¿Cómo...? —Paolo levanta las cejas—. Oye, me alegro de que me hayas encargado el artículo, pero esta tarde tengo el curso prematrimonial. Es la tercera vez que falto, Giorgia...

—Haces bien en casarte, Paolo; en el trabajo te va muy bien... Además, Giorgia es una buena chica, guapa e inteligente. Un hombre necesita un punto de referencia.

Paolo esboza una sonrisa de compromiso.

Alfonso, serio, le mira fijamente.

—¿Cuánto tiempo hace que no follas, Paolo?

El chico abre los ojos de par en par y se seca las palmas de las manos sudadas en la tela del pantalón gris.

—¿Qué quieres decir? No lo sé. En estos días, Giorgia...

—Pero qué Giorgia ni Giorgia, Paolo. ¡¿Desde cuándo no follas?! ¿Cuánto tiempo hace que estás con Giorgia?

—Tres años.

—Eso no es follar. Eso es rutina, Paolo. Eso es obligación. ¿Desde cuándo no follas? ¡Con deseo, con pasión!

Paolo abre la boca y busca una respuesta que no le sale.

—¡Con otra, Paolo! —insiste Alfonso, impaciente.

—Pues... desde que estoy con Giorgia, nunca, Alfonso —responde; su mirada vaga por las paredes blancas de la habitación.

—Hazme caso, Paolo. Yo estoy casado desde hace cinco años. Consíguete un buen barco de vela, te va a ir bien. Además, las tías se ponen mucho más cachondas cuando tú eres el capitán.

—Sí... —dice Paolo con un hilo de voz.

—Paolo, eres el mejor redactor que tengo. Es un artículo importante. Tienes que ir a Milán. Creo que, por esta vez, te puedes saltar el curso. No pasa nada. Estoy seguro de que Giorgia lo entenderá. Quizás un día tú serás el capitán aquí dentro.

Paolo traga saliva.

—Está bien, Alfonso. Me marcho esta noche —contesta, y con la mano baja el picaporte de la puerta.

—Cómprate un barco de vela, Paolo. Hazme caso, te irá bien. —Su jefe vuelve a mirar al mar—. Yo ya no tengo el mío y tengo que hacer grandes equilibrios.

Paolo asiente con la cabeza y deja la sala de reuniones.