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SUENA el timbre, Paolo abre la puerta de su casa: es el chico del restaurante El Sarago, de la plaza San Nazzaro, que le trae una fuente de pasta con patatas y queso, y una bandeja con una lubina fresquísima hecha al horno, también con patatas. Le pide que lo deje todo sobre la mesa, le paga y vuelve a cerrar la puerta. Va a la cocina, mete la bandeja con la lubina en el horno, coge la fuente de pasta y la vuelca en una cacerola para luego volverla a pasar desde allí a la fuente. Por último coge dos patatas y las pela dejando las mondas en la tabla de picar.

Vuelve al salón, quita los cuadros de la pared y empieza a desordenar: abre las cajas de algunos DVD y esparce aquí y allá libros de poesía y de técnicas de masajes orientales. Hace dos series de flexiones en el suelo y luego se va a la ducha. Enciende unas velas y descorcha una botella tirando un poco de vino en el fregadero de la cocina. Coge una copa, la llena por la mitad y la apoya en una mesa baja. Saca de un armario una guitarra que no ha usado nunca y tira por el suelo una serie de partituras. Coge un tanga negro de mujer y lo mete bajo el cojín del sofá. Introduce en el equipo de música el CD The Bends, de Radiohead, y se pone unos vaqueros y una camisa. Diez minutos y suena el telefonillo. Paolo abre el portal y se rocía con una nube de Eau d’Issey.

—Hola, perdona. Llego un poco tarde. —Giorgia cierra la puerta a sus espaldas; lleva un vestidito ligero color lila, sandalias negras de tacón, dos pequeños pendientes de ónice y el collar indio de plata oscura de Paolo.

—¿Ah, sí? No me había dado cuenta. Estaba tomándome una copa y leyendo. Se me ha pasado el tiempo volando.

—Oye, cómo ha cambiado esto. ¿Y el sofá circular Cappellini?

—Pues ha hecho honor a su nombre, ha «circulado»... Mucho mejor mi nuevo sofá, supereconómico, supersuave y, lo más importante, que no sobresale, una salvación para mis pies.

—¿Por qué me has hecho subir? ¿No vamos a cenar? Tengo hambre.

—No me apetecía ir a un restaurante. He preparado yo unas cosas. —Se la lleva a la terraza haciéndola pasar por la cocina.

Una mesa puesta y la fuente de pasta y patatas y queso espera en el centro.

—¡Guau! ¿Has cocinado tú?

—Sí. —Le señala la olla sucia en el fregadero.

—¿Y desde cuando cocinas?

—Siempre me las he apañado. —Abre la nevera y descorcha otra botella de vino.

—No me lo puedo creer, me has preparado una cena romántica. Antes no hacías estas cosas.

—No es una cena romántica, tesoro. Si no, habría puesto la vajilla buena y habría encendido una vela. Ceno siempre aquí cuando hace calor. Es solo una cena para una amiguita —aclara, y le sirve vino—. Siéntate.

Giorgia está a punto de sentarse, pero se levanta.

—¿Qué es esto? —Coge de la silla una cámara digital.

—¡Mira dónde estaba mi cámara! Después de la escalada libre no la había vuelto a ver.

—¿Haces escalada libre?

Paolo asiente y toma un sorbo de vino.

—¿Puedo ver las fotos?

—Si no te aburren.