8
EN el hospital, en una habitación revestida de linóleo celeste, Paolo está tumbado en la cama con los brazos y las piernas escayolados, mirando al techo.
Se pregunta cómo ha podido ocurrir todo eso; cómo es posible que su vida haya quedado destruida de esa manera, que no se haya dado cuenta de nada; cómo es posible que jamás sospechara nada. Creía tener toda una serie de proyectos de futuro con Giorgia y, sin embargo, lo único que había hecho era construirse un castillo de naipes que se ha derrumbado de un soplido. ¿Cómo ha llegado a ese gesto extremo? Entró en un túnel y no consiguió ver la salida, engullido por esa oscuridad que le atenazaba el esternón y no le dejaba respirar. Si no hubiera estado allí ese maldito Smart que le salvó la vida, ahora sería libre, piensa. Y ahora le toca vivir y, de alguna manera, volver a empezar. Desde cero. Sí, pero ¿hacia dónde? ¿Para hacer qué? ¿Qué futuro tiene?
Ciro se asoma a la puerta con una bandeja granate de la pastelería Scaturchio en una mano, unos zumos de melocotón en la otra, un periódico bajo el brazo y una gran sonrisa en la cara.
—¡Hoy es el gran día, nos quitan las escayolas!
Paolo no dice nada. Con cara seria trata de incorporarse un poco, empujándose con la pelvis, haciendo palanca con las poleas.
—Espera, te ayudo. —Ciro mira a su alrededor buscando un lugar en el que apoyar sus regalos, pero Paolo le interrumpe.
—No, Ciro, no me toques. Estoy bien así.
Su amigo se encoge de hombros y alarga la bandeja hacia Paolo.
—Mira, te he traído milhojas de Scaturchio, de nata y de crema.
—No me gustan los pasteles, Ciro. —Paolo suspira y vuelve la cabeza hacia la ventana.
—Bueno, vale. Te los pongo aquí. Igual más tarde te apetecen. —Los deja en la mesita de formica verde agua.
—Perdone, joven —dice, desde la cama de al lado, un anciano, delgado y desdentado, que se incorpora mirando a Ciro—, si el señor no quiere comérselos, no los tire, que es una pena. Ya me los como yo.
—Se los dejo aquí entonces. —Ciro se los pone en la mesita de noche.
—Aquí tienes el periódico, Paolo. —Le coloca un ejemplar de Il Mattino entre los dedos, que sobresalen de la escayola.
Paolo lo coge con dificultad, lo mira un segundo y, cuando lee la cabecera, aprieta los dientes y siente una punzada de dolor en el estómago.
—Pero ¿tú eres tonto, Ciro? ¿Qué me das? ¿Quieres matarme del todo? No puedo leer ese periódico, ni siquiera puedo mirarlo. Tráeme un tebeo, el Hola, el catálogo de Ikea, ¡pero no me traigas esa mierda de periódico! —Abre los dedos y lo deja caer al suelo.
—No lo había pensado, perdona. —Ciro se encoge de hombros.
—Joven —se entromete de nuevo el tipo de al lado—, si el señor no puede leer el periódico, no lo tire, es una pena. Ya lo leo yo.
Ciro recoge el periódico del suelo y se lo pasa al anciano.
—Tenga.
—Joven, páseme también los zumos. No creo que el señor se los vaya a beber.
Ciro se los pone en la mano.
—Gracias. —Con una sonrisa de niño, el anciano agujerea con la pajita de plástico el cartón del zumo, apoya las encías en el otro extremo y absorbe el dulce jugo.
—Pero, Paolo, tienes que estar contento; hoy sales. ¿Te enteras? Tienes que estar feliz. Si no llegas a caer en el techo de lona de ese Smart, ahora no estarías aquí. La verdad, ¡no entiendo todavía cómo se te pudo ocurrir hacer semejante locura!
Paolo sigue mirando el techo.
—Pero ahora ya no tienes que pensar en el pasado. Empieza una nueva vida llena de cosas. ¿Has oído, Paolo? Una vida plena.