23
VALERIA baja del Cumana, el tren que une Nápoles con la cercana Pozzuoli, y sale de la estación. Atraviesa la calle y camina por el paseo marítimo que costea el pequeño puerto. Inspira con fuerza y se llena los pulmones del olor a mar del pescado fresco. Las cajas colocadas en las barcas de colores de los pescadores amarradas a lo largo del muelle están llenas de anchoas, mejillones, coquinas y pulpos aún vivos.
Entra en una heladería.
—Hola, Antò; lo de siempre: chocolate, avellana y coco.
—Hola, preciosa. Te lo preparo enseguida.
El camarero llena de helado un recipiente de poliestireno de un kilo y lo mete en una bolsa de plástico junto a una decena de cucuruchos y unas servilletas.
—La nata te la regalo, Valè. —Le pasa otra bolsita con un cuenco de nata montada recién hecha.
—Gracias, Antò —le dice ella sonriéndole.
—Recuerdos a tu padre.
Valeria recorre las pequeñas calles del centro de Pozzuoli y sube una rampa con escaleras. Se detiene frente a la gran cancela de una villa y llama al telefonillo. Una placa dice: «Casa de reposo Villa Maria». Tras cerrarse el portón de hierro verde a su espalda, se encamina por un sendero lleno de glicinas florecidas. Le gusta mucho ese aire dulce, le recuerda la terraza donde vivía cuando era niña.
—Hola, Luisa. He traído helado —dice a la enfermera al entrar.
—¡Valeria! —Le da un beso—. Dame, que ya lo preparo yo. —Le quita las bolsas de las manos—. Ven, tu papá está fuera, jugando a las cartas.
Valeria la sigue. Pasan por un vestíbulo de mármol que huele a limpio y salen a una amplia terraza frente al mar.
—¡Mirad quién ha venido! —anuncia Luisa—. Y os ha traído helado.
—Vaya, mi niña, ¿estás aquí? ¿Cómo has venido? —Un anciano deja las cartas sobre la mesa y se levanta con dificultad de la silla para darle un beso.
—Hola, papá. En tren, el coche aún está en el taller.
—Pobre niña, con este calor —dice otro anciano con las cartas todavía en la mano—. Ojalá yo tuviera una hija que viniera a verme todas las semanas.
—Por mí, podría venirse conmigo a mi casa. ¡Se lo he dicho mil veces! —Valeria le abraza.
—Qué cosas dices, tú eres joven, tienes que vivir tu vida. Y además, yo aquí estoy bien. Hay médicos, buenas enfermeras...
—Eso, ¡buenas enfermeras! Dile a tu padre que luego no se enfade, cuando le pongamos la inyección. —Luisa ha vuelto con una cuchara para los helados y empieza a sacar las tarrinas de la bolsa.
—Está bien, Luisa; luego se la pongo yo —le dice Valeria.
—Haced el favor, ya pensaremos luego en la jeringa. Ahora comamos el helado en paz —rebate su padre.
—Has tenido suerte, Gaetà; tu hija te ha salvado también esta vez. Vamos siete a dos a mi favor.
—¡¿Que yo he tenido suerte?! Giggì, ¡prácticamente tenías todas las cartas!
Valeria se echa a reír.
—¡Valeria, Valeria! ¡Tengo que hablar contigo! —Un anciano delgado y desdentado va a su encuentro, impulsándose con brío en una silla de ruedas.
—Hola, Vincenzo. He traído helado.
—Gracias, Valè. Oye, tengo que decirte una cosa. —Baja el tono mirando a su alrededor con aire circunspecto—. He seguido tus consejos con la nueva, Carmela. —Señala a una señora mayor que está sentada junto a una mesa, un poco más allá, con un toque de lápiz de labios y los ricitos blancos sujetados con dos peinetas de marfil—. Me acerqué sin presentarme, con una HDA, historia de acercamiento, y, como tú me dijiste, le pedí una opinión femenina sobre qué tipo de perfume le gustaba más. En un lado me había puesto loción para después del afeitado y en el otro agua de colonia. A partir de ahí nos pusimos a hablar de esto y aquello un buen rato.
—Entonces te está yendo muy bien, Vincè.
—Sí, solo que ahora no sé qué tengo que hacer. Sigue estando ese tipo por en medio, Pasquale se llama. —Señala, y ella ve que Carmela está ocupada hablando con otro anciano que está en pie frente a ella, apoyado en un bastón.
—No soporto a Pasquale, con esa actitud de príncipe, con el bastón. Además, él puede caminar; sin embargo, yo estoy atado a esta silla de ruedas. No tengo esperanzas.
—¿Y eso? Tú eres un artista del ligue, Vincè. Tienes que usar la silla de ruedas a tu favor.
—Sí..., ¿y qué hago, le paso por encima con ella?
Valeria se echa a reír.
—No, hombre, tienes que hacer una «demostración de valor superior». Usa la ironía, hazla reír. Llévale un helado y dile: «Menos mal que yo tengo una silla de ruedas y soy más rápido; si te lo hubiera traído Pasquale, ya se habría derretido. Te habría llegado un cucurucho empapado».
Vincenzo se ilumina.
—¡Tú sí que eres grande, Valè!
Se da la vuelta con la silla de ruedas y sale disparado, pero pocos metros después frena derrapando y se da con la mano en la frente.
—¡Mecachis en la mar, me he olvidado el helado! ¡Luisa, prepárame dos de chocolate y nata; date prisa!