32

PAOLO camina con paso decidido con su nuevo aspecto, estudiado para la ocasión: mocasines de gamuza, pantalones anchos e informales de algodón, camisa de lino celeste abierta hasta el esternón para dejar ver el bronceado y, en el cuello, la cadena de plata oscura india con la perla negra.

Ciro le sigue triunfante sobre sus botas de punta, con vaqueros descoloridos, camisa llamativa de flores y, en la cabeza, un par de deslumbrantes gafas de sol de Dolce & Gabbana.

—He hecho lo que me pediste, me he informado —dice Ciro mientras baja los escalones de madera que llevan a la playa—. Vienen Giorgia y Alfonso. Van a pasar a tomar una copa para celebrar el cumpleaños de Davide Russo, el que te ha sustituido en el periódico; luego se irán todos a cenar al Sbrescia, en Rampe di Sant’Antonio.

Paolo sigue caminando decidido. Ciro va detrás, jadeando.

—Pero ¿estás seguro, Paolo?

—Estoy listo, Ciro. Lo puedo conseguir. Hoy empiezan mis siete horas —anuncia mientras avanza a lo largo de las tablas de madera.

—¿Siete horas?

—Es la regla de las siete horas.

—¿Y qué es eso?

—Puedes llevarte a la cama a cualquier mujer en una media de siete horas desde que te acercas a ella.

—Pero tú conoces a Giorgia desde hace más de tres años.

Paolo se detiene.

—No, Ciro; ese era el viejo Paolo. Esta noche, Giorgia va a conocer a otro Paolo, a uno que la conquistará en siete horas.

Está atardeciendo, una luz anaranjada ilumina la colina del golfo de Nápoles y el maravilloso palacio Donna Anna se refleja en el agua ya oscura. La playa de los Baños Elena está decorada con telas blancas y antorchas. Una agradable música lounge acompaña la entrada de los primeros grupos de personas que llegan directamente desde su trabajo con chaqueta y corbata.

Al llegar a la arena, Paolo mira a su alrededor y los ve: sus excolegas están charlando de pie en un cenador. Tal y como le ha anticipado Ciro, también están Alfonso y Davide Russo. No logra distinguir a Giorgia. Observa con más detenimiento y la ve en la cola de la caja del bar.

—Paolo, por favor, no vayamos. Está también Elena Di Vaio, la mujer de Davide Russo. Es mi jefa. Es la jefa de todos. Es la subdirectora del periódico. Es antipatiquísima. Vámonos, Paolo.

Paolo siente flaquear las piernas. Luego se anima, expulsa todo el aire y se lanza hacia el grupo.

—Hola, Alfò.

Alfonso no le reconoce, luego vuelve a mirarle y se queda de una pieza.

—Vaya, Paolo.

—¡Mira quién está aquí! Hola, Paolo —le saluda a continuación Davide Russo con su acostumbrada arrogancia—. ¿Lo ves? Te ha sentado bien alejarte del Dow Jones. Estás hecho un pincel.

—Es verdad, de hecho tú también tendrías que cambiar de aires —responde Paolo, afable—. No te queda ya ni un pelo en la cabeza.

Un par de amigos que están cerca a duras penas logran contener la risa.

Ciro empieza a sudar.

—Chicos, él es un querido amigo mío. Ya le conocéis, Ciro es colega vuestro. —Le pasa un brazo alrededor del cuello.

—Ah, ¿trabaja para nosotros? —interviene Elena Di Vaio. La chaqueta de lentejuelas se le abre sobre una camiseta sexy que a duras penas contiene el bonito seno bronceado.

—Sí, Ciro está en espectáculos. En mi modesta opinión es el número uno, os aconsejo que le mandéis a Capri Hollywood. —Luego baja la voz y se acerca al oído de Elena Di Vaio—: Tiene posibilidades con Britney Spears.

Ciro se siente morir.

—Pascal Vicedomini no me ha dicho que la Spears fuera a conceder entrevistas —dice ella, muy digna.

—Pero Ciro sabe lo que hace. ¿Verdad, Ciro? —Paolo le da un empujoncito.

Su amigo sonríe mirando al suelo.

—O sea, ¿que tendría usted contacto con la Spears? Ciro..., Ciro... Perdone, ¿cuál es su apellido?

—Iovine —susurra él con un hilo de voz.

—Ciro Iovine —dice ella riendo—. Perdóneme, eh, es que Ciro es un nombre que siempre me ha hecho sonreír. No sabía que teníamos un Ciro en el periódico. Es un nombre tan inusual...

Los otros empiezan a reírse con ella, Davide Russo especialmente.

—Pues Ciro es un gran nombre —interviene Paolo—. Ciro el Grande conquistó Babilonia en el 539 antes de Cristo. Y además viene del antiguo persa Kurush, que significa «señor». Y Ciro es un gran señor. Elena, sin embargo, todos sabemos de dónde viene. —Hace una larga pausa, luego pone la mejor cara de insolencia y prosigue—: de Troya.1

El aire podría cortarse con un cuchillo entre el grupo.

—Vamos a beber, Ciro. Me ha entrado sed —dice, y se lo lleva.