noviembre de 2000

59

La juez Nicole Bridges hace pasar a las partes a su despacho. Entro con mi nuevo abogado, Paul Riley, uno de los abogados defensores de élite de la ciudad. Erica Johannsen, la fiscal, entra sola.

La juez no lleva la toga, sino una blusa de color burdeos.

—Primero quisiera hacer esto de manera informal —dice—. Considérenlo como un ofrecimiento. Nada admisible, ya saben cómo va.

—Claro, juez —dice Paul Riley. Como siempre, lleva los cabellos entrecanos bien peinados. Su corbata ha costado más que mi traje.

—La fiscalía estipula una desestimación con perjuicio —dice Johannsen.

La juez asiente con la cabeza.

—Háblenme. Primero usted, señora Johannsen.

—Señoría, sin duda recuerda haber oído hablar al final del juicio del asesinato de 1979.

La juez se echa a reír y todos los demás sonreímos.

—Sí, creo que lo recuerdo, letrada.

La fiscal se frota las manos.

—Ahora sabemos que William Bennett Carey, el abogado del señor Soliday, se crió junto a la víctima, Gina Masón. Tras la muerte de los padres del señor Carey en un accidente de coche cuando él tenía dos años el señor Carey fue a vivir con su tía, la madre de Gina Masón. Gina era su prima.

—¿Se cambió el nombre? —pregunta la juez.

—No, en realidad, no —responde Johannsen, indicando su sorpresa—. Se limitó a usar su segundo nombre cuando se convirtió en abogado. Su apellido siempre fue Carey. Nunca fue formalmente adoptado. Cuando se investigó el asesinato, en el informe sólo figuraba como Billy Masón. Fue una suposición. Gina siempre dijo que era su hermano. El también decía que era su «hermana». Ambos llamaban «mamá» a la señora Masón. Supongo que nunca hubo una razón para que la policía supusiera lo contrario. ¿Por qué habrían de hacerlo?

—Bien. Prosiga.

—Creemos que básicamente el señor Carey ideó un plan para vengarse de las personas que participaron en el crimen. Brian O'Shea fue la primera víctima. Hemos descubierto que el señor Carey se puso en contacto con O'Shea y lo contrató para que entrara en su casa. No especificó de quién era o, si lo hizo, mintió. Pero era su casa.

La expresión solemne de la juez varía. Creo que está a punto de sonreír. Bennett fue muy astuto.

—El señor Carey contrató a alguien para que se metiera en su propia casa.

—Sí, señoría. Un amigo del señor O'Shea nos ha informado de que el señor Carey le pagó cinco mil dólares a O'Shea para que entrara en su casa y robara algún objeto de valor del dormitorio. Describió una reliquia familiar, un reloj antiguo. Eso es lo que buscaba O'Shea cuando se metió en el dormitorio.

—Supongo que O'Shea no esperaba que hubiera alguien en casa, ¿verdad? —dice la juez.

—Así es, señoría. El señor Carey sorprendió al intruso.

—Y lo que hizo después pareció razonable —comenta la juez, asintiendo—. Nadie puede decirle a nadie que no tiene derecho a dispararle a un intruso en su dormitorio.

—Su plan era matar a O'Shea en el dormitorio —añado. La fiscal me mira, pero esto es una conversación informal, así que no me disculpo por la interrupción—. Era lo que resultaba menos sospechoso. Cuando el tipo corrió escaleras abajo, Bennett lo siguió. No podía dejarlo salir con vida.

Esos deben de haber sido los cinco minutos más extraños de la vida de Brian O'Shea. Se mete en una casa y encuentra al tipo que lo contrató, apuntándolo con un arma. Por eso el detective no dejó de preguntarle a Ben si había oído algún grito. Los vecinos sin duda oyeron algo. Es probable que O'Shea le gritara: «¿Qué diablos estás haciendo, por qué me disparas?»

—Comprendo —dice la juez, separando las manos—. Pero ¿por qué no mató a O'Shea de la misma forma en que mató a Garrison y a ese otro... Cosgrove?

La fiscal me mira. Dejo que ella responda.

—Hemos hablado con personas cercanas al señor O'Shea —dice—. Le dijeron que trabajaba para alguien muy poderoso, un viejo amigo suyo.

—El senador Tully —dice la juez.

—Eso es lo que Ben quería que pensáramos —digo—. Y resulta que Ben se salió con la suya. Fue un caso clarísimo de defensa propia. Pero si no hubiera sido así, habría habido una investigación. Sin embargo, tarde o temprano la policía hubiera hablado con sus amigos y descubierto un vínculo con el senador Tully.

—Es cierto que nuestra teoría era diferente —añade Johannsen—. La policía tenía la impresión de que Brian O'Shea intentó atacar al señor Carey porque éste había procesado a su hermano cuando era fiscal del condado. Sean O'Shea fue condenado por posesión con intención de distribuir heroína. Alegó que el señor Carey y otros le habían tendido una trampa. Que habían colocado las pruebas para inculparlo. Justo antes de que Brian O'Shea se metiera en la casa del señor Carey habían denegado su última apelación.

—De modo que usted creyó que se trataba de una venganza. —La juez respira hondo. Todo esto la impresiona bastante, aunque sin duda ha visto muchas cosas, algunas horrorosas y otras realmente brillantes—. Y ahora que sabemos todo esto, su oficina está considerando la posibilidad de que el señor Carey efectivamente colocara las pruebas para inculparlo, ¿no?

—Hemos estado investigándolo —dice—. No creemos que fuera una trampa. Había un montón de pruebas, todo tipo de indicios. Balanzas, buscapersonas, navajas, bolsitas. La policía había estado buscando a Sean O'Shea durante meses. Era un auténtico traficante.

—¿Así que sólo fue una coincidencia?

—Bueno, no dudo de que el señor Carey estaba más que encantado de formar parte del equipo que intentaba atrapar al hermano de Brian O'Shea. Pero no creo que le tendiera una trampa. Juez, comprendo su preocupación, pero he comprobado el archivo de O'Shea personalmente. He hablado con todo el mundo, incluido el abogado defensor de O'Shea. Quiero asegurarme tanto como usted.

La creo. Creo que esta mujer es una persona decente. Erica Johannsen no formaba parte del aspecto sórdido de este proceso. No sabía que la carta de chantaje podía volverse contra Lang Trotter. No sabía nada acerca del problema de Trotter con el manifiesto de candidatura. Después de que Dan Morphew, el ex fiscal del caso, lo abandonara, la metieron en el juego escasamente preparada y le dieron sus instrucciones.

—Bennett no hubiera tendido una trampa al hermano de O'Shea —añado—. El no es así. Se limitó a vengarse de quienes lo merecían.

La juez menea la cabeza y le dice a la fiscal que prosiga.

—Una vez que O'Shea fue eliminado, el siguiente de la lista era el abogado de Cosgrove, el señor Garrison —dice Erica Johannsen—. Y de paso, le tendió una trampa al señor Soliday.

—Comprendo —dice la juez, levantando un dedo—, pero ¿cómo... quién llamó al señor Soliday y lo hizo regresar al despacho?

—Fue Bennett —respondo. Saco la cinta que Bennett me entregó antes de salir de la sala del tribunal—. ¿Tiene una grabadora, juez?

—Claro.

—Escuche esta cinta, por favor.

La juez introduce la cinta.

—También tenemos una transcripción —dice Johannsen. Le pasa una copia a la juez—. Algunas de las palabras fueron eliminadas. Hicimos lo que pudimos.

La juez pone en marcha la grabadora y la deja sobre el escritorio con el altavoz hacia arriba. Lee mientras escucha la grabación.

«Dale Garrison»,

[Interferencias durante cuatro segundos]

«¿Puedes subir un minuto?»

[Interferencias durante cinco segundos]

«Hablemos de ello.»

[FIN DE IA TRANSCRIPCIÓN]

La juez levanta la vista y me mira.

—Supongo que ésta fue la conversación a través del móvil que lo hizo regresar al despacho del señor Garrison.

—Así es —respondo.

—¿Esta llamada fue grabada? Sólo se oye una voz.

—Es la voz grabada de Dale —digo—. No sé cómo Ben consiguió la cinta, pero no debió de resultarle difícil. Es probable que la hiciera con fragmentos de diversas conversaciones. —Me obligo a sonreír—. Estaba hablando con una grabadora, juez.

—¿El señor Carey lo llamó?

—Sí. Estaba oculto en el bufete de Garrison. Cuando me marché, entró en el despacho de Dale, lo estranguló y después me llamó. Acercó la grabadora al móvil. Desde mi teléfono, parecía una mala conexión. Y Bennett dejó pasar cierto tiempo. Yo estaba a unas dos manzanas de distancia.

La juez arquea las cejas. Cierra los ojos durante un momento.

—No debió de llevarle mucho tiempo. Dale estaba enfermo. Era viejo. Y usted ha visto al señor Carey. Tiene un físico imponente. Lo hizo con rapidez. Después salió por la entrada lateral.

—Pues parece increíblemente arriesgado —dice la juez—. Y no del todo plausible.

—Bueno, juez, como dijo Bennett al defenderme —la ironía casi me hace sonreír—, de eso se trataba. De volverlo absurdo. Mi versión era rocambolesca. Yo parecía culpable.

—Lo comprendo, señor Soliday. Lo que quise decir es que fue arriesgado suponer que usted no lo descubriría.

—Estoy de acuerdo. Pero creo que Bennett también estaba preparado para esa eventualidad.

La juez me mira, separando los labios al comprender lo que estoy diciendo. Me estremezco al pronunciar las palabras.

—Sí, también me hubiera matado a mí. Dos abogados muertos, relacionados con el senador Grant Tully, los únicos que sabían el secreto oscuro de su pasado. Hubiera sido fácil implicar a Grant Tully.

—Oh —susurra la juez.

—Eso no era lo que Bennett pretendía —prosigo—. No quería matarme, sino meterme en el atolladero. Después quería que todas las pruebas señalaran a Grant Tully. Quería ver qué haría yo, si era capaz de atacar al hombre que he llamado «mi mejor amigo».

—Comprendo.

—Todos estos años, a partir de la muerte de su hermana... Bueno, supongo que de su prima, Bennett creyó que yo estaba encubriendo la participación de Grant Tully. Creyó que confesé que era el único que estaba en la casa de Gina por lealtad a Grant. Quizá yo esperaba que él me montara en su carro durante el transcurso de su carrera política. Pero la verdad es que yo creía que era el único. No recordaba nada. Y Grant lo sabía. De modo que se las arregló para que todas esas personas dijeran que yo era el único que estaba allí, y todos le obedecieron.

—Así que en algún momento el señor Carey descubrió que usted había sido engañado, por llamarlo de alguna forma —dice la juez.

—En efecto —digo.

Recuerdo aquel día en mi casa, cuando le vomité todas las revelaciones sobre 1979 a mi abogado. Bennett quedó trastornado, se marchó como si estuviera en trance, pero no por una posible violación seguida de asesinato, no por las drogas, no por el perjurio. Quedó atónito al comprobar que yo no recordaba nada de lo sucedido después de abandonar la casa de Gina. Me obligó a jurárselo una y otra vez. Fue entonces cuando decidió que yo era un títere, un chivo expiatorio, incriminado por Granty los demás.

—Eso —prosigo—, y el hecho de que le agradaba, son los motivos por los cuales sigo vivo. —Observo la expresión del juez y de la fiscal—. Pero todos estos años, debido a mi lealtad hacia Grant, Bennett creyó que yo formaba parte del trato. Así que me metió en el asunto del asesinato de Garrison y dejó que las pruebas se acumularan en contra de Grant, mientras me observaba. Me dio otra oportunidad para implicar a Grant Tully.

—¿Fue el señor Carey quien robó el móvil?

La fiscal asiente con la cabeza.

—Creemos que sí. Te pones una peluca roja y una chaqueta vaquera, y encajas con la imagen de Lyle Cosgrove.

—Y le devolvió todo lo demás a esa mujer —añado—. Verá, señoría, no quería hacerle daño a nadie más. Es probable que lamentara muchísimo tener que robarle el móvil. Apuesto cualquier cosa que cuando le devolvió el bolso, incluyó algo más de dinero para cubrir el coste del teléfono.

—Esas sí que son prioridades —bromea la juez. Sin duda pensamos lo mismo. La juez apoya las manos en la mesa—. Perfecto. Así que ahora el señor Carey toma las riendas. Ha asesinado al señor Garrison y representa al acusado. Después supongo que mató a Lyle Cosgrove.

—Sí —contestamos Erica Johannsen y yo al unísono—. Y además Colocó ese bolso con la ropa interior de Gina en el apartamento de Lyle —añado.

Omito que me metí en la casa de Lyle y encontré la carta incriminatoria de Garrison a Lyle, en la que le rogaba que no sacara el pasado a la luz. Claro que la carta fue escrita por Bennett e introducida a hurtadillas en el apartamento de Lyle para que yo la encontrara... después de que Ben me explicara cómo podía entrar. «Dile que perteneces al Departamento de Reinserción —me dijo—, y te darán la llave.»

—De manera que estaba apretando las clavijas —dice la juez—. Desparramando nuevas pruebas.

—Correcto —digo.

—Sin embargo —añade la juez—, era muy arriesgado. Una vez que Lyle Cosgrove aparece en escena, cualquiera podía airear el caso de 1979. Habrían investigado a los testigos de aquella época hasta descubrir que el chico era Bennett Carey. Sobre todo teniendo en cuenta que no se había molestado en ocultar su nombre.

Todos asentimos en silencio.

—Es verdad que era arriesgado —digo—. Pero el objetivo primordial de Bennett era que la verdad acerca de 1979 saliera a la luz. El castigo era su objetivo secundario. Mató a los dos tipos y a su abogado defensor, arruinó las posibilidades del senador Tully de convertirse en gobernador y,... —Hago una pausa—. Bueno, me hizo sudar. Creo que debemos comprender que a Bennett Carey no le importaban los detalles. El resultado le daba igual. Hay un montón de cosas que podrían haber salido de una forma u otra. Quizás incluso el propio Bennett hubiera quedado atrapado. Pero todo eso pasaba a un segundo término, lo que le importaba es que se supiera la verdad, fuera como fuera.

—Quizás hubiéramos tardado un par de días en descubrir esa información sobre 1979 —dice Erica Johannsen—. Acabábamos de enterarnos de la muerte de Lyle Cosgrove. Usted recuerda que solicité un aplazamiento.

Buen golpe. Erica ha perdido, pero caerá luchando.

—Probablemente nos hubiera llevado más de un día descubrir la vinculación de Bennett con la historia —le digo a la fiscal—. E incluso si hubiéramos atrapado a Bennett, no creo que le importara. Había conseguido lo que quería.

—Por cierto —dice la juez—, ¿alguien sabe dónde se encuentra el señor Carey?

—No —responde la fiscal—. Salió del tribunal aquel día y nadie ha vuelto a verlo. Hallamos un coche que había alquilado en un oasis cerca de la frontera del norte. No sabemos si tomó algún avión, pero la verdad es que nos lleva ventaja.

Cuando Bennett abandonó la sala del tribunal aquel día, podría haberlo perseguido. Podría haber advertido a la juez y buscado un alguacil o un oficial de policía para que lo detuvieran. Pero no lo hice. Y a la mañana siguiente, cuando la juez me interrogó acerca del paradero de mi abogado, dije que no tenía idea. Finalmente, la juez se vio obligada a levantar la sesión, con una promesa de citación por desacato para Bennett Carey.

Esperé hasta la mañana siguiente antes de informar a Erica Johannsen. Le dije que creía que Bennett estaba emparentado con Gina Masón, y que tal vez se había dado a la fuga.

En otras palabras, le di esa ventaja.

Hablamos con la juez y estuvo de acuerdo en aplazar la vista. Johannsen sólo tardó un día en confirmar la identidad de Bennett y, combinado con el hecho de que al parecer éste había huido de la jurisdicción, había muchas razones para sospechar que la fiscal del condado estaba acusando al hombre equivocado. El juicio se aplazó en espera de una investigación. Los fiscales tardaron tres semanas en reunir las piezas. Hace un par de días, Erica Johannsen me llamó para informarme de que retirarían los cargos.

—Vale. —La juez Bridges mira a Erica Johannsen—. Supongo que esa carta de chantaje era falsa.

—Sí-contesta—. Creemos que el señor Carey se la envió al señor Soliday.

—Y fue Bennett quien pasó la cita con Dale del jueves al viernes —digo.

—Bien —dice la juez Bridges—. Bien. Y usted está segura de todo esto.

—Estamos conformes —dice Johannsen—, Sabemos que el señor Carey era el primo de Gina, o que ellos se consideraban hermanos. Creemos que presenció la violación que acabó en asesinato.

—Suponiendo que fuera violación y asesinato —interviene Paul Riley—. Las pruebas no son concluyentes.

—No son concluyentes. —La fiscal pone los ojos en blanco.

Paul Riley se limita a actuar como mi abogado, pero en cualquier caso, no está equivocado. Tiendo a creer que algo malo ocurrió en esa habitación con Lyle, Rick, Grant y Gina. Pero tres de esos cuatro están muertos, y Grant nunca dejará de negarlo, pase lo que pase, porque es un personaje público y no le queda otro remedio. Eso es lo más irónico de todo lo que Ben ha hecho. Se trataba de sacar la verdad a la luz, pero lo único cierto es que nunca la sabremos. Sólo dispondremos de la perspectiva de un niño de ocho años que probablemente no podía comprender lo que estaba viendo. E incluso si pudiéramos preguntarles a Lyle o a Rick qué opinan, dudo que lo viesen del mismo modo que Gina. Todos, tanto los chicos como Gina, estaban tan borrachos que el límite podría resultar borroso hasta para un observador imparcial. Quizá lo que Ben cree sea la verdad, pero no lo sé.

Me paso un dedo por el pecho.

—Cuando Bennett, o Billy, era un niño, después de que su hermana, o su prima... —digo, suspirando—. Bueno, ya saben a qué me refiero. En aquel tiempo, cuando era un niño, se cortó con un cuchillo de cocina. Se hirió en los brazos y el pecho. Vi una de esas cicatrices cuando fui a casa de Ben después de que le disparara a O'Shea. De hecho, me dijo que la cicatriz era de hacía veinte años.

—En fin —dice la fiscal—, creemos que hay dudas razonables. No creemos que el señor Soliday sea culpable de ningún asesinato.

Estas palabras deberían significar algo especial para mí.

—Muy bien —dice la juez—. Señor Soliday...

—He mentido —digo.

—¿Qué?

—En 1979 mentí bajo juramento. No recordaba casi nada de lo que dije. Cometí perjurio.

—Bueno —dice la juez, mirándome y después mirando a los otros abogados—. Supongo que no sé qué decirle. —Se dirige a la fiscal.

—No cae dentro de nuestra jurisdicción —dice Johannsen—, pero supongo que la ley de prescripciones ha vencido.

—Así es —dice Paul. No quería que dijese ni una palabra de este asunto.

—Supongo que tendrá que enfrentarse a ello —me dice la juez—. Espero que nunca lo olvide.

No lo olvidaré. Eso puedo prometerlo. Me pongo de pie junto con los demás abogados, dispuesto a entrar en la sala del tribunal y hacer las estipulaciones necesarias antes de que la fiscal del condado me exonere oficialmente.