JUNIO DE 1979
El nuevo deportivo de cinco puertas de Grant Tully se desliza por la interestatal. Grant acompaña la melodía que suena en la radio del coche tamborileando el volante con los dedos, cantando despreocupadamente mientras el viento de una noche de verano le agita los cabellos. Me hace pensar en Shakespeare, y el hecho de que nunca más tendré que volver a leerlo.
—Cuidado, Tru —digo—. Te pondrán una multa, igual que a todo el mundo.
Lo digo porque Grant Truman Tully (Tru para quienes lo conocen) es el hijo del senador estatal Simón Tully, un peso pesado de la política, un miembro muy importante de nuestra comunidad. Tru se ha aprovechado de sus relaciones familiares en más de una ocasión, pero en la interestatal patrullan los agentes estatales, no los polis locales, y es un blanco legítimo. Eso nunca detuvo a Tru, podría decirse que nada lo ha detenido jamás. Un típico adolescente temerario, con todas las respuestas pero ninguna de las preguntas.
—Vuelve a decirme adonde demonios vamos.
Tru y yo acabamos de graduarnos en el instituto. Disponemos de tres meses antes de ir a la universidad, Tru a una prestigiosa, yo a una estatal. La primera responsabilidad para un graduado del instituto es asistir 1 todas las fiestas posibles. Hoy celebran una gran fiesta en la ciudad, pero Tru me ha convencido de salir del estado y conducir durante cuarenta y cinco minutos, atravesando la frontera para ir a una fiesta en el condado de Summit. Tierra de chimeneas, una población industrial que se divisa desde los rascacielos de la ciudad, pero que nunca he visitado.
Supongo que la intención es alejarme de mis preocupaciones. Vivían, mi novia desde hace dos años, acaba de cortar conmigo. Ella irá al oeste para asistir a la universidad, así que para qué seguir... Por tanto, Tru, que de todas maneras quería que me librara de las «cadenas», se ha encargado de encontrarme diversiones para este verano. Supongo que estoy dispuesto.
Tras beber un gran sorbo de cerveza, Tru eructa y vuelve a colocar la cerveza entre sus piernas. Viste una camisa a cuadros, pantalones cortos y mocasines, no lleva calcetines.
—Es la fiesta de Rick-dice—. Bueno, no es su fiesta, pero estará allí.
—¿Rick? —pregunto—. ¿Lo conozco?
—Sólo sé que se llama Rick —responde—. Lo llaman Ricochet. Es como un nombre de chiste.
—Un buen amigo tuyo —sugiero, mirando a Tru.
—Rick es un buen tipo —dice Tru—. No conozco la historia de su vida, ¿vale? Cálmate, Jonathan.
—¿Habrá chicas atractivas? —pregunto.
Hablo en el lenguaje de Tru. Tiene fama de soltero, no es un donjuán pero se sale con la suya, confiado y pavoneándose. La mayoría de sus relaciones duran menos que una ducha.
Esboza una sonrisa.
—Afirmativo. Chicas atractivas, del tipo escoria de casas rodantes.
Tru toma una salida de la interestatal. Ahora recorremos las calles del condado de Summit. Acelera. Pasamos por lo que parece un centro diminuto. Sólo hay tiendas desvencijadas, una tintorería, un par de restaurantes y bares, un mugriento establecimiento de comida para llevar con el habitual cartel oxidado y baches del tamaño de cráteres.
Tru hace un giro cerrado a la derecha, arrojándome contra el respaldo del asiento. Bajamos por una calle residencial. Todas las casas son tipo chalet, no hay ninguna de dos plantas. Después vemos un edificio de apartamentos al final de la manzana. En la siguiente hay coches aparcados junto a la acera. Hemos llegado.
Tru aparca de cualquier manera y se detiene abruptamente. Coge un par de cervezas más de debajo del asiento, debe de haber comprado seis y las guardó allí debajo.
La casa es la tercera de la esquina. Es de dos plantas, tiene revestimientos de aluminio y persianas negras en las ventanas. Hay cuatro coches aparcados delante de la casa. El ruido del estéreo y de una multitud estridente nos saludan desde la calle.
Tru se acerca a la puerta con seguridad. Todo lo hace con seguridad. Soy un buen compañero para él. Me defiendo, pero no tengo su carisma. Yo soy el que saca buenas notas, practica los deportes adecuados y se relaciona con él. Con eso basta.
Grant Truman Tully no llama a la puerta, entra directamente. La habitación está atestada de gente charlando y riendo. La música suena a todo volumen, un febril concierto de guitarras. Una nube de humo flota en el ambiente. Algunos están celebrando el fin de las clases. Al menos, ésa es la excusa para celebrar la fiesta. Sin embargo, a juzgar por la edad de esta gente, en su mayoría tienen entre dieciocho y veintidós años, supongo que casi todos han dejado de ir al instituto. No forman precisamente un grupo variopinto en el sentido convencional. Son todos blancos. Casi todos llevan camisetas y vaqueros. Sin duda viven en una comunidad de clase media parecida a la mía, salvo que yo vivo en la ciudad y ellos en una población industrial que ya ha pasado por su mejor momento.
Llamamos un poco la atención. No cabe duda de que somos los primeros representantes del club de los chicos pijos de ciudad, y estoy bastante convencido de que seremos los únicos. Como de costumbre, Tru no se inmuta. Lo sigo a través del gentío hasta la cocina, más allá de un grupo sentado en un sofá mugriento pasándose un canuto y de un par de tipos que parecen a punto de pelearse. Buscamos unas cervezas en la nevera, pero lo único que hay son las cervezas de importación calientes que trajimos, lo que vuelve a separarnos de la jauría. Al echar el primer trago, Tru emite un sonido y aparta la botella de los labios.
—Ahí está —dice.
Su amigo Rick, supongo. El tipo aparenta tener nuestra edad, diecisiete o dieciocho. Tiene cabellos rubios y sucios, cejas oscuras, hombros estrechos y redondeados cubiertos por una camiseta negra heavy metal. Un cigarrillo le cuelga de los labios. Sonríe agriamente y le tiende la mano a Tru.
—Hola, Truman —dice—. Armemos jaleo.
Rick nos conduce a través de la fiesta. Entrecierro los ojos: el ambiente apesta a tabaco y marihuana. Llegamos hasta una pareja apoyada en una esquina. Una chica y su novio. El es completamente calvo, tiene la cabeza ovalada, cuello grueso y un cigarrillo metido detrás de la oreja. Lleva una camiseta con un logotipo de una cerveza, y las mangas cortadas revelan brazos pecosos, grandes y musculosos. Una de sus manos está metida en el bolsillo trasero de los pantalones cortos de la chica, la otra está apoyada contra la pared. Se están riendo de algo.
—Lyle —dice Rick.
Lyle y Rick. Me interesa más el nombre de la chica.
—Esta es Gina.
Se vuelven hacia nosotros. Lyle nos mira con recelo.
—Este es mi amigo Tru —les dice Rick.
—Este es John —dice Tru, señalándome con la cabeza.
Nos saludamos inclinando la cabeza. Me fijo especialmente en Gina. Es la más guapa de todas, aunque eso no suponga gran cosa. Tiene cabellos rubios teñidos que le cubren los hombros y ojos redondos de largas pestañas, pero lleva demasiado rímel. Sus labios son carnosos, las piernas largas, delgadas y bronceadas. Luce una camiseta blanca ajustada que realza su torso imponente. Después de dos cervezas, mis hormonas ya están muy aceleradas.
Gina se lleva un cigarrillo a los labios y suelta el humo parsimoniosamente.
—Encantada de conoceros —dice. Nos examina mientras Rick y Lyle hablan.
—Subamos —propone Rick.
—Primero cojamos unas cervezas frías —dice Lyle.
Los sigo hasta la cocina para hacernos con las cervezas y después subimos las escaleras. Tru agarra a Rick del brazo y le susurra algo al oído.
—No, tío, más tarde.
Tru abre los brazos y pregunta:
—¿Qué diablos estoy haciendo aquí?
Rick le da un empujoncito y sube. No pregunto nada, aún estoy afectado por el encuentro con Gina.
Nos dirigimos a un dormitorio que pertenece a la persona que da la fiesta, supongo. En un rincón hay un equipo de música y montones de discos desparramados por cualquier parte. Las paredes están cubiertas de afiches de bandas de rock o mujeres en biquini. El armario está repleto de ropa sucia.
Lyle se acerca al estéreo para elegir un disco. Tru y yo nos sentamos en las sillas, Rick junto a Gina en la cama. La habitación huele igual que la mía, a ropa sucia y un poco a humedad. La iluminación es escasa, proviene de un artefacto de tres brazos colgado del centro del techo. Sólo funciona una bombilla, cubierta por un globo mugriento.
Rick saca un mechero del bolsillo. Después vuelve a meter la mano y saca un canuto. Se lo lleva a los labios y hace un gesto a Lyle, que está junto al estéreo.
—Nada de música suave —le dice, con el canuto aleteando entre los labios.
Gina abre la botella de cerveza y bebe un sorbo. Me mira mientras bebe. Siento una agitación en mi interior.
Rick enciende el canuto de marihuana e inspira, sosteniéndolo con los dedos mientras traga el humo. Espira y se lo pasa a Tru. Tru hace lo propio y, tragando humo, me lo pasa.
No es la primera vez que fumo maría, pero casi. No me gusta el humo, nunca he fumado un cigarrillo normal en mi vida. Pero Gina me está mirando, y qué diablos, estoy de vacaciones.
Respiro hondo mientras el mechero quema el canuto. El humo es amargo y caliente. Hago una mueca pero sostengo el aliento todo lo posible. Mi espiración se parece más bien a un tosido. Me arde la garganta, me lloran los ojos.
—Bebe esto, amigo mío —dice Tru, tendiéndome una botella abierta.
Le paso el canuto a Gina, que sonríe y dice, de un modo que quizá se podría describir como amable y nada más, pero que a mí me suena provocador.
—Gracias.
De alguna forma, me da placer que sus labios toquen el cigarrillo después de los míos.
—Inspira el humo —susurra—. Después traga como si tuvieras la boca vacía.
Enciende el canuto e inspira. Suelta el humo lentamente por encima de mi cabeza. Vuelve a pasarme el canuto.
—Después suéltalo... Fácil, ¿verdad? —dice. Tiene los ojos ligeramente enrojecidos por el alcohol. Sonríe.
Yo también le sonrío al exhalar el humo. Mi mirada se detiene en sus piernas cruzadas. Sus pantalones cortos dejan poco para la imaginación, pero a mí me basta.
—Es fácil —digo.
Lyle ha puesto un disco de heavy metal que no reconozco. El volumen está demasiado alto, pero lo baja tras las protestas del grupo. Se levanta del suelo apoyándose en sus brazos musculosos y se sienta junto a Gina. Su presencia es como una ducha fría, pero nadie me prohíbe fantasear, ¿verdad?
—¿Qué hacen un par de chicos de la ciudad por aquí? —me pregunta Gina.
—Huimos de la ciudad —contesta Tru, lo cual es bastante cierto. Tru es un auténtico juerguista, pero cuando se trata de tomar drogas, prefiere pasar inadvertido en la ciudad. La gente puede hablar, y eso le preocupa. Supongo que, alejado del chismorreo en el condado de Summit, está preparado para pasarlo en grande. También se me ocurre que tendremos que recorrer cuarenta kilómetros en coche cuando la noche se acabe. Pero él tiene razón cuando no deja de decirme que me preocupo demasiado. Es cierto. No tengo mucho de qué quejarme, pero dudo que recorra el mismo camino que Tru. No podría ser más despreocupado, los detalles lo dejan indiferente y atrae al grupo más popular. Joder, él es el grupo más popular. No es espectacularmente guapo ni un gran deportista, pero goza de esa seguridad, de cierta temeridad que atrae a la gente. En cambio, yo tengo notas más altas que la mayoría y soy una persona sensata, pero no estoy destinado a la grandeza. No soy uno de esos tipos de primera fila. Puedo entrar en una habitación sin que nadie lo note. Soy incapaz de contar un cuento. No llamo la atención. Ocupo una posición media en todos los sentidos de la palabra, y no me resulta nada fácil ver cómo Tru se desliza a través de la vida.
Pero Tru tiene razón. No me preocuparé. Veo que Gina coge a Lyle del brazo, le susurra algo al oído pero me lanza una mirada. Se ha fijado en mí, no en Tru. Acepto el canuto y doy una tercera calada. Por una vez en mi vida, no me preocuparé.