AGOSTO DE 2000

1

Cuando abro los ojos justo a las cuatro y media, tiendo el brazo instintivamente hacia la derecha de la cama. Al tocar la almohada, apenas un segundo antes de comprender que es lo normal, noto que está fría. Mi movimiento despierta a los perros que duermen en la cama, mis doguillos. La luz cenital está encendida y uno de los dos —Jake, el mayor, negro como el azabache— se incorpora y me mira con expectación.

—No —digo, disuadiéndolo de la posibilidad de un paseo o de comida a estas horas de la madrugada.

Eso llama la atención de Maggic, el cachorro hembra. Es de color beis: marrón, el color del café con leche. Se acerca a Jake pisando un documento que hay encima de la cama. La observo somnoliento, la luz intensa de la habitación y las palabras del comentarista de televisión contrastan con la silenciosa oscuridad al otro lado de la ventana.

—No —repito, tendiendo la mano para coger el papel.

Es el memorando que he leído más de una docena de veces desde que llegó a mi escritorio hace dos semanas. El documento está abierto en la última página, la conclusión del análisis legal que confirmaba mis sospechas.

En resumen, coincido con las conclusiones de John Soliday. Según la ley estatal, tal como yo la interpreto, los papeles de la nominación del fiscal general Langdon Trotter no son válidos. Por lo tanto, queda inhabilitado para presentarse al cargo de gobernador. Podrían presentarse cargos legales para eliminarlo de la lista electoral.

Exhalo un lento suspiro. Nuestro adversario en la elección a gobernador no está cualificado para presentarse.

Dios, aún recuerdo la llamada que recibí hace unas semanas de la Junta Electoral Estatal, de la sucursal situada aquí, en la ciudad. Yo había llamado para echarle un vistazo a las peticiones de Trotter, que contenían las más de diez mil firmas que necesitaba para presentarse a las primarias republicanas a gobernador. Lo único que queríamos hacer era revisar las peticiones para ver si incluían firmas falsas, personas muertas u otras dispuestas a jurar que nunca las habían firmado. Tan sólo buscábamos algo de publicidad negativa contra Trotter. Joder, no hubo oposición cuando se presentó en las primarias republicanas, así que al menos alguien debía echarle un vistazo a sus peticiones.

—Es mejor que venga usted mismo —me dijo el tipo de la junta electoral. Era uno de los nuestros, un demócrata.

—Sólo necesito una copia —dije. —Debería verlo usted mismo —insistió. Así que fui hasta allí, más irritado que otra cosa. El empleado de la junta dejó caer el primer volumen de peticiones sobre el escritorio y sonrió. Pasé a la primera página, pensé seguir leyendo, pero me detuve.

—Esto es una copia —dije—. ¿Puedo ver el original? —Este es el original —aseguró. —No, no lo es.

Le indiqué que se acercara y señalé la primera página de los papeles de nominación de Trotter, la declaración de su candidatura. Es el documento en el cual el candidato «acepta» oficialmente la invitación de los firmantes de la petición a presentarse al cargo. En realidad, es una ficción legal: el propio Trotter hizo preparar las peticiones, nadie tuvo que «invitarlo». Pero en teoría, todas esas personas le ruegan que se presente y él acepta. Lo hace firmando la declaración de candidatura.

—Oiga —dije-la declaración no está escrita con la tinta original. Esto es una fotocopia.

—Sí —dijo el empleado, esbozando una amplia sonrisa—. Claro que lo es.

Pasé la página hasta las peticiones de las personas que firmaron para incluir a Lang Trotter en las listas. Estaban escritas con la tinta original. Eran las peticiones originales. Volví a la primera página y la recorrí con los dedos. Até cabos y salté de la silla. Lang Trotter no presentó el original de su declaración como candidato, sino una fotocopia. La presentación de la declaración de candidatura es un requisito previo imprescindible para presentarse al cargo de gobernador o a cualquier otro. Y aunque no se ha informado de ninguna decisión judicial sobre el tema —y yo lo sabría mejor que nadie— no tengo ninguna duda de que una copia de la declaración de candidatura es insuficiente. Lo sé, y el memorando que tengo sobre las rodillas lo confirma.

Los papeles para la nominación del fiscal general Langdon Trotter no son válidos. Por tanto, queda inhabilitado para presentarse al cargo de gobernador.

Por la manera en que sostengo el documento, uno pensaría que se trata del original de la Declaración de Independencia. Incluso lo conservé dentro del grueso sobre de papel manila en el que lo enviaron a mi oficina hace un par de semanas, por mensajero. El paquete está junto a mis pies, abierto por un lado, con el membrete de «Dale Garrison y Asociados» en una esquina. Dale Garrison es el abogado de la ciudad al que recurrimos para confirmar mi conclusión original: que debido a este error en sus papeles para la nominación, Langdon Henry Trotter, el favorito para convertirse en gobernador, ya es historia.

Jake, a punto de volver a dormirse, me lanza una mirada cansina. Tiendo la mano para acariciar su morro aplastado, pero se pone de pie de un brinco cuando suena el teléfono. Yo también doy un brinco. Los tres nos miramos un instante, preguntándonos quién diablos llama a las cuatro de la madrugada.

Mi voz no está preparada para mantener una conversación. Finalmente mascullo un «hola» con tono áspero.

Bennett Carey habla con voz queda y empieza disculpándose por llamar. Casi lo interrumpo con un comentario sarcástico, pero entonces caigo en la cuenta de lo que dice. Le pido que lo repita, con su tono sereno. Luego cuelgo y 'me dirijo al armario.

Me visto para la ocasión, lo que implica un intento de ser formal, ya que es de noche. Una camisa con el cuello desabrochado, pantalones. Me mojo los cabellos y me dirijo a la puerta.

Al salir de la casa, el húmedo viento de la ciudad me golpea. Me siento como si alguien me hubiera metido bajó una ducha tibia contra mi voluntad. Encuentro un taxi con bastante rapidez y le digo al conductor que se dirija al otro lado de la ciudad. Al igual que yo, el taxista no sabe exactamente dónde está la calle Vine. Le digo que se dirija al este por Allegheny y que busque sirenas y luces rojas parpadeantes.

Las encontramos. Los coches de policía han aparcado como siempre: en diagonal, al azar y a través de la calle, con sus Luces rojas y azules lanzando destellos mucho después de que la emergencia haya pasado.

Reconozco la casa de Bennett. Una casa de ladrillo construida en la década de los ochenta, de unos mil quinientos metros cuadrados apilados en tres plantas, para aprovechar el terreno de los costados durante la invasión yuppi.

Un oficial me cierra el paso ante la puerta. Le muestro mis credenciales: una tarjeta profesional de mi bufete de abogados y el certificado tamaño cartera que la Corte Suprema del estado entrega a todos los abogados que obtienen el título. El oficial los acepta pero me aleja de la puerta principal. «Hemos de tomar la otra ruta —dice—, a través de la puerta corredera de cristal.» Mientras me dirige hacia el patio trasero, observo por encima del hombro del poli el cadáver tendido en el suelo de baldosas blancas y negras.

Lo veo mejor después de cruzar la otra puerta. En la planta baja de la casa de Bennett hay una habitación grande que algunos llamarían un estudio, pero que por lo visto Bennett utiliza como gimnasio. La alfombra es delgada y de color crema, las paredes son blancas y la habitación está llena de mancuernas de hierro, hay un banco de pesas con una imponente pila de platos a ambos lados de una barra de metal, así como un artilugio que parece destinado a levantar pesos con los brazos y otras proezas de agilidad gimnástica. Al otro lado del pasillo embaldosado hay una puerta que da al garaje y otra al lavadero. Aparte de eso, la única salida es una escalera que lleva a la primera planta.

No obstante, primero quiero echar otro vistazo al cadáver. Camino de puntillas pero con la decisión de un abogado que comprueba oficialmente la escena del crimen. El oficial me agarra, alguien que fotografía el cadáver me lanza una mirada furibunda. Me detengo, pero insisto en que necesito echar un vistazo. Les digo que tengo derecho a ver el cuerpo en su posición original. Podría ser cierto o no. No tengo experiencia en este campo. Lo cierto es que en realidad es la primera vez que veo un cadáver en una escena del crimen.

El cuerpo yace boca abajo, la cara vuelta hacia un lado. Es un hombre blanco. Para una mirada inexperta aparenta unos cuarenta años. Tiene barba de un día. Su rostro está contorsionado, entre una mueca y un grito. Tiene los brazos separados del cuerpo y doblados en un ángulo de noventa grados, como la portería en un estadio de fútbol americano, la palma de las manos hacia abajo. Una vez más, para una mirada inexperta da la impresión de que estaba huyendo, una impresión que intento reprimir. Lleva un gorro de lana y una cazadora de cuero negro con tres agujeros bastante grandes en la espalda, rodeados de sangre seca. De hecho, cuando miro alrededor, advierto que hay sangre por todas partes, salpicaduras en las paredes y un gran charco debajo del cuerpo.

Un hombre de mediana edad baja las escaleras saltando. Lleva un abrigo manchado y un escudo prendido al cuello. Me mira, y después mira al oficial detrás de mí.

—¿Quién demonios es éste? —pregunta, señalándome con la cabeza.

Vuelvo a sacar mis credenciales.

—No, no, no. ¡Fuera! —Me señala con el índice; percibo el aroma de su loción de afeitar.

—Es su casa-digo.

—Es nuestra casa —puntualiza el hombre—, nuestra escena del crimen.

Una idea aterradora, pero tiene razón. Acordamos que me quede en el garaje, porque llueve intermitentemente. El oficial abre la puerta y entro. El coche no está, aunque recuerdo que Bennett conduce un modelo plateado de importación. El único indicio es una mancha de aceite en el suelo de cemento. La cuerda anaranjada, que sirve para desconectar el control remoto de la puerta, cuelga del centro del techo, junto a una única bombilla. Hay una gruesa tabla de madera de pino clavada horizontalmente en las dos paredes laterales, con ganchos para colgar diversas herramientas de jardinería y palas para la nieve. Incluso con todas las herramientas y las viejas persianas apoyadas contra la pared, más unas latas de pintura, sin un coche, el garaje parece completamente vacío.

Hay una ventanita cuadrada en la puerta del garaje. A través de ella veo un pequeño grupo de vecinos. Siento remordimientos de conciencia por Bennett.

La puerta se abre. Entra un hombre en mangas de camisa, sin corbata.

—Detective Eric Paley —se presenta.

—John Soliday —digo, estrechándole la mano.

El detective Paley tiene una cara larga de expresión agradable, arrugada y paternal.

—Siento cierta curiosidad. ¿Por qué el señor Carey llamó a un abogado?

—Llamó a un amigo. Trabajamos juntos.

Paley levanta una mano, se permite una sonrisa de suficiencia.

—Vale, un amigo. Pero un amigo no tiene derecho a hablar con él en este preciso momento.

—Entonces soy su abogado. Y quiero verlo de inmediato.

El detective aprieta los labios y asiente distraídamente.

—Puede hablar con él —dice, como si estuviera siendo generoso. Abandona el garaje sin obtener ninguna muestra de agradecimiento por mi parte.

Al cabo de un momento, Bennett entra en el garaje. Está casi desnudo; sólo lleva calzoncillos y una manta sobre los hombros. Bennett es un hombre bastante corpulento, mide más de un metro ochenta, tiene el cuello grueso, hombros anchos y presencia atlética. Es la primera vez que lo veo sin una camisa. Sin duda cualquier hombre de mediana edad envidiaría su físico, buenos abdominales y músculos poderosos que parecen a punto de reventarle la piel. La única imperfección es una cicatriz irregular en la parte superior del torso, justo debajo del hombro, que asoma por debajo de la manta.

Tiene la mirada oscurecida, la postura un poco distinta. Los cabellos negros le tapan parte de la cara, cubriéndole los ojos e incluso las mejillas. Supongo que nunca noté que los tenía tan largos porque en el trabajo se los peina hacia atrás. Con su aspecto actual, Bennett podría ser un Tocktxo grunge, aunque a sus veintinueve años quizás ya haya superado el límite. No parece llevar una vida social muy activa, a pesar de que su aspecto sugiera lo contrario. Pese a todo, su talla y su físico son incompatibles con el perfil de una víctima herida.

Alguien está detrás de él. Lo saludo con la cabeza, presumiblemente se trata de otro detective. Sin gesto alguno, el hombre cierra la puerta tras de sí.

Bennett me mira con timidez y dice:

—Hola, John.

Su voz carece de la profunda resonancia habitual, es suave y temblorosa. Apoyo una mano en su hombro.

—¿Estás bien, Ben? ¡Dios!

—Supongo que sí —responde, tragando con fuerza—. He matado a alguien.

—Ha sido en defensa propia. —Busco su mirada hasta encontrarla—. Hay una gran diferencia. Ese hombre se metió en tu casa y tú te defendiste.

Bennett considera el comentario, o quizá piensa en sus cosas. Se frota la boca con la mano y suspira.

Vuelvo a fijarme en la herida de debajo del hombro. La señalo con la cabeza.

—¿Ocurrió esta noche? ¿Te lo hizo ese tipo?

Bennett baja la mirada, luego se arropa con la manta.

—Dios —susurra—, estoy prácticamente desnudo. —Se estremece—. No, es una cicatriz de hace veinte años. ¿Por qué?

—Curiosidad.

—¿Ya estás planificando mi defensa? —pregunta Ben—. El derecho a la legítima defensa funciona mejor si él me hirió primero, ¿verdad?

—No digas tonterías. —Me ruborizo.

—He matado a un hombre, John.

—Oye, Ben, ¿qué se suponía que tenías que hacer? Se metió en tu casa.

—Sí. —La mirada de Ben se dirige al techo. En ese momento está pensando en otra cosa.

—¿Qué crees que dirá el jefe? —dice.

—No te preocupes por él.

—No es el momento más oportuno, ¿verdad?

—No tiene nada que ver con el momento.

—Sí, pero... ¿a tres meses de las elecciones?

—Bennett, escúchame. No te preocupes por Tully. ¿Crees que hubiera preferido que este gilipollas te matara?

Bennett entreabre la boca. Aprieta la lengua contra la mejilla. Ríe entre dientes, una risita nerviosa.

—Oye, me remito a la Quinta Enmienda —dice.