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Daniel Morphew, el ayudante del fiscal del condado, entra en la sala del tribunal junto a una mujer. La actuario, sentada detrás de su escritorio junto al asiento del juez y debajo de éste, levanta la vista y pregunta:

—¿Están presentes todos los del caso Soliday?

Bennett y yo nos ponemos de pie. Morphew se acerca y nos presenta a su acompañante.

—Bennett Carey, John Soliday —dice, haciendo un gesto con la mano—, Erica Johannsen.

Todos nos estrechamos la mano. Diría que me saluda igual que a Ben. Es casi de la misma estatura que yo —cerca de un metro ochenta— con cabellos cortos, rostro fuerte y ojos pardos.

—Erica dirigirá este asunto —señala Morphew—. Resulta que no dispongo de tiempo.

Bennett asiente con total naturalidad. Por algún motivo, siento un gran alivio. Morphew es un capitosté, y aunque su experiencia reciente en los tribunales es menor, el hecho de que no se ocupe del caso significa mucho, aunque tampoco conozco a Erica Johannsen.

Hoy es viernes, veintinueve de septiembre. El juicio empieza dentro de tres días. Estamos aquí para comentar problemas logísticos, listas de testigos y cosas por el estilo.

—La juez los verá en su despacho —informa la actuario, una pelirroja menuda que mira por encima de sus gafes, apoyadas en la punta de la nariz.

Nos dirigimos al despacho de la juez. Nos está esperando, envuelta en su toga negra.

—Letrados —nos saluda.

Daniel Morphew presenta a la señora Johannsen a la juez.

—Encantada de volver a verla, letrada —dice la juez.

Supongo que se conocen, tal vez trabajaron juntas en la oficina del fiscal del condado. Quizás eso explique el cambio de fiscales.

—He leído los informes anteriores al juicio —empieza la juez—. ¿Algún cambio?

—Ninguno que yo sepa —responde Johannsen.

La juez lee los documentos que tiene delante.

—Llamarán al médico forense, a un guardia de seguridad, un detective, a la señora Joanne Souter y a la señora Sheila Paul.

Joanne Souter es la mujer a la que robaron el bolso, y cuyo teléfono móvil fue utilizado para hacerme volver al despacho.

Sheila Paul es la secretaria de Dale Garrison. En gran parte, su declaración consistirá en decir que vio a Garrison con vida cuando abandonó la oficina a las cinco, y que fui yo, y no Dale, quien cambió la fecha y el lugar de la reunión.

La juez Bridges levanta la vista y mira a la fiscal.

—¿Eso es todo, señora Johannsen?

—Sí, su señoría.

—¿Entonces llegar al caso principal no nos llevará más de unos días?

—Así es.

—De acuerdo. —La juez mira a Bennett—. Letrado —dice, bajando la vista y leyendo sus papeles—. La defensa llamará al acusado y también al senador Tully, a Gabriel Alucino...

Gabe Alucino trabaja para la HMO (Organización de Mantenimiento de la Salud), que hubiera pagado el tratamiento de Dale Garrison para su cáncer de pulmón. Lo digo así porque Garrison no se sometió a ningún tratamiento después del diagnóstico inicial y de una intervención infructuosa.

—... al doctor Román Thorpe...

Un oncólogo que fue el primero en tratar el cáncer de Dale.

—... y al fiscal general Langdon Trotter.

—Así es, señoría —confirma Ben.

La juez mira a los abogados. Ambos candidatos a gobernador aparecen en la lista de testigos.

—Ciertamente nos gustaría ser escuchados en el momento adecuado —dice Erica Johannsen.

Se refiere al hecho de que hayamos incluido al fiscal general Trotter en la lista. A estas alturas, la juez no escuchará argumentos sobre la admisibilidad de su declaración, porque aún no lo hemos llamado a declarar. Lo único que hemos hecho es reservarnos el derecho a citarlo incluyéndolo como testigo. Es posible que no presentemos ninguna defensa. Según me explicó Ben, la mayoría de los jueces no obligan a la defensa a justificar la inclusión de sus testigos en esta fase inicial, mostrando así sus cartas. Los jueces quieren respetar el derecho de la defensa de mantener sus cartas ocultas. Entre otros motivos, porque proporciona un incentivo para llegar a un acuerdo sobre los casos.

—Lo comprendo —dice la juez Bridges—. Dictaminaré que por el momento la lista de testigos permanezca sellada. Señor Carey, ¿le supone algún problema no revelar sus posibles testigos?

—Ninguno —contesta Ben.-¿Qué más? —pregunta la juez.

Ben carraspea.

—Juez, quisiéramos que el ordenador del señor Garríson esté en la sala del tribunal.

La juez mira a la fiscal. Erica Johannsen se encoge de hombros.

—Claro —dice.

No parece afectada. Ignoro cuánto hace que la pusieron al mando, pero apuesto que fue hace poco. Claro que eso es lo que quiero creer, ya que me encantaría que en la oficina del fiscal reinara un caos total.

—¿Es todo?

—Oh, juez... —La fiscal revisa sus notas—. Casi lo olvido, lo siento. La defensa ha solicitado que se excluya la carta que encontramos en la oficina del acusado.

—La carta de chantaje,

—Sí,

—Letrada, escucharé los argumentos sobre peticiones el lunes por la mañana.

—No se trata de eso, juez. Por el momento, retiramos la prueba.

—¿No quiere usarla?

—Francamente, juez, no hemos podido relacionarla con este asesinato. Hasta que lo hagamos, nos es de escasa utilidad.

—Suponiendo que permito que sea incluida —dice la juez.

—Sí. Claro. Y aún estamos investigando. Si logramos vincularla, solicitaríamos la oportunidad de presentarla como prueba. No quiero que nadie me acuse de sorpresas injustas. Si logramos relacionar la carta con este asesinato, argumentaremos su pertinencia en ese momento. Hasta entonces, no tenemos planeado utilizaría.

La juez mira a Bennett.

—¿Letrado?

Un buen juez prefiere no tomar una resolución impugnada si logra que ambas partes se pongan de acuerdo. En ese caso, un tribunal de apelación no puede revocarla.

—Estamos de acuerdo —dice Ben—, sí la defensa goza de la misma oportunidad.

Sorprendida, Erica Johannsen mira a Ben y analiza la jugada. Ben está diciendo que quizá presente la carta de chantaje, lo que va en contra de su petición anterior al juicio de excluirla.

—Sí, ningún problema —acaba diciendo Johannsen.

Bennett y yo hemos debatido este punta De todos modos, esperábamos perder el argumento sobre la admisibilidad de la carta de chantaje. Bennett quería que la carta fuera presentada como prueba y después sorprender a Lyle Cosgrove cuando la defensa presentara su alegato.

—Bien —dice la juez—. Las partes acuerdan argumentar la admisibilidad de la carta de chantaje siempre y cuando surja. Nos veremos el lunes.

La mención de la fecha me revuelve el estómago. Una pequeña parte de mi cerebro quería que, por algún motivo, la juez decidiera cambiar la fecha del juicio, sólo para que la posibilidad de una condena fuera más remota. Pero cuanto más tiempo disponga la fiscalía para descubrirlas pruebas de 1979, tanto más sólido será el caso que presentarán contra mí. Es posible que nunca las descubran. No fui arrestado, y mucho menos procesado. Se limitaron a investigarme, y en un caso fuera de este estado. ¿Cuántas posibilidades existen de que se remonten a 1979 para descubrir casos en los que Dale haya trabajado?

Cal aún no ha encontrado a ese tipo de 1979 llamado Rick. Creo que era un traficante de drogas importante que pasaba inadvertido, quizás incluso utilizaba un nombre falso. A estas alturas, es probable que esté entre rejas o viva en Suramérica. Pero por aquel entonces era amigo de Lyle Cosgrove, así que quizás aún estén en contacto. Tal vez tuviera alguna participación.

Todos abandonamos juntos la sala del tribunal. Bennett anota la resolución de la juez (en la corte estatal, los abogados escriben las resoluciones y se las presentan al juez para su firma). Mientras lo hacemos, Erica Johannsen mira por encima del hombro de Ben. Yo no digo nada. Daniel Morphew parece inquieto, quizá llegue tarde a una reunión.

Nos dirigimos al ascensor. Johannsen baja antes que los demás y se dirige hacia otro tribunal. Nos quedamos solos con Morphew. Ben se vuelve hacia él y le tiende la mano.

—Estaba deseando encontrarme contigo ante un tribunal —dice.

Por un momento, Morphew observa la mano de Ben, dudando. Por fin la estrecha con desgana. Algunos fiscales adoptan esta actitud con los abogados defensores.

—De aquí en adelante, habla con Erica —le advierte—. Yo me lavo las manos de este asunto. —Cuando las puertas del ascensor se abren en la quinta planta, se vuelve y me dice—: Le deseo buena suerte.

—Qué raro —le comento a Ben cuando las puertas vuelven a cerrarse.

Mi abogado defensor asiente solemnemente con la cabeza.

—Todo este asunto lo es —dice.

Camino más rápido que de costumbre para seguir junto a Bennett Carey mientras atravesamos la plaza delante de los juzgados. La explanada parece un circo, está repleta de gente disfrutando del prolongado verano. En un extremo hay un hombre haciendo malabarismos con bates de béisbol, a sus pies hay una taza para las monedas. Llevo suelto, así que le doy algunas.

Evito una lesión grave pasando por encima de un monopatín que atraviesa mi camino.

—¿Qué es lo que te parece tan extraño? —le pregunto.

Bennett menea la cabeza distraídamente.

—Pues... todo. Nos ofrecen que nos declaremos culpables para obtener una sentencia más leve. Una oferta jodidamente buena.

—Quieren una condena —digo—. La consigan como la consigan, sean cuales sean las condiciones. Es mejor que perder. Sobre todo para Trotter.

—Supongo.

Ben está a punto de cruzar una calle donde el semáforo acaba de ponerse en rojo. Lo agarro y él baja de las nubes.

—Morphew abandona. Y finge estar enfadado. «Me lavo las manos de este asunto.» Además, se olvidan de la carta de chantaje como si fuera una patata caliente. Nunca han dicho una palabra al respecto. Todo este asunto es muy extraño.

—Está bien, Ben. Quizá sea extraño, pero también positivo. El jefazo abandona, tal vez esté abandonando el Titanic —ironizo, cogiéndolo del brazo—. ¡Maldita sea, dime algo positivo!

Bennett se detiene. Levanta una mano y cierra el puño. Frustración.

—A un abogado no le gustan las sorpresas —me espeta—. Y podría haber cien acechando a la vuelta de la esquina.

El disco se pone en verde y Bennett atraviesa la calle, dejándome atrás.