50
Erica Johannsen solicita ser escuchada en el despacho de la juez antes de que se inicie la vista de esta mañana. Además de la juez, Ben y yo también estamos presentes.
—Juez, queremos solicitar un aplazamiento —dice Johannsen.
—¿Por qué motivo, letrada? —La juez busca algo en un cajón.
—Señoría, acabamos de saber que una persona que desempeña un papel importante en este caso ha sido asesinada. Se llama Lyle Cosgrove.
—Bien —dice la juez—. Hábleme de Lyle Cosgrove.
—Señoría, el señor Cosgrove ha sido asesinado. Era un cliente del señor Garrison recientemente salido de prisión. Creemos que fue quien realizó la llamada al móvil que hizo regresar al señor Soliday aproximadamente a la hora del (rimen.
—¿Por qué lo cree?
—Porque la persona a la que robaron el teléfono dio una descripción del ladrón que coincide con el señor Cosgrove.
—Y usted quiere tiempo para investigar —dice la juez Bridges.
—Sí, señoría. Estamos seguros de que podremos vincular al señor Cosgrove con el señor Soliday. Aún no lo hemos logrado —dice, mirándonos a Bennett y a mí—. El plazo del juicio rápido solicitado por la defensa tiene una vigencia de noventa días. Disponemos de casi otros cincuenta antes de que venza. Nos bastarán un par de semanas más.
—¿Letrado? —pregunta la juez, dirigiéndose a Bennett
—Está mareando la perdiz —dice Ben—. Han estado observando a Lyle Cosgrove desde el principio. Es un ex convicto recientemente puesto en libertad. Lo investigaron justo después de la muerte del señor Garrison. Francamente, señoría, es la primera persona a quien investigaría un buen sabueso. Alegó asistencia ineficaz cuando apeló tras la última condena, presentó quejas contra el señor Garrison. Lo investigaron y, por algún motivo, decidieron que no era su hombre. Además, hace semanas entrevistaron a esa mujer cuyo móvil fue robado, Disponían de la descripción de ese individuo que, al parecer, coincide con la del señor Cosgrove, incluso antes de que mi cliente fuera detenido. —Ben separa las manos—. Aquí no hay nada nuevo. Si Cosgrove es sospechoso, ya debería haber sido considerado como tal. El hecho de que haya muerto no supone ningún cambio en su posible incriminación en este caso. Es un intento descarado de conseguir más tiempo, porque saben que ahora mismo existen dudas razonables.
—Bien, letrado —dice la juez—. ¿Señora Johannsen?
—Queremos investigar la posibilidad de que el señor Soliday asesinara a este hombre, señoría. Ciertamente se trata de un nuevo aspecto del caso.
—No de este caso. —La juez apoya un dedo en el escritorio—. Puede procesar al señor Soliday por ese delito posterior, si es que demuestra su implicación. Pero eso no supone que esa otra persona, el señor Cosgrove, no tu viera nada que ver en la muerte del señor Garrison. Estoy de acuerdo con el señor Carey. O está implicado o no lo está. Si lo está, usted dispuso de mucho tiempo para descubrirlo —dice, meneando la cabeza—. No modificaré la fecha del juicio. Proseguiremos ahora mismo.
—Entonces solicitamos que la fianza sea revocada, señoría —dice Johannsen.
La juez se inclina hacia delante.
—Letrada, ¿acaso intenta presentar más pruebas de las que ya tiene con respecto a la implicación del acusado en la muerte de este testigo?
—Esto acaba de ocurrir —dice Erica Johannsen con tono quejumbroso—. Estamos acusando al acusado de asesinato y creemos que tal vez haya cometido un segundo crimen. Usted tiene amplios poderes en temas vinculados con la fianza, señoría. Iodo lo que decimos es...
—No revocaré la fianza, letrada. —La juez niega con la cabeza—. Si me ofrece pruebas, lo investigaré. Pero usted ni siquiera iba a llamar a ese individuo como testigo. ¿Ahora me dice que era importante y que su muerte debe adjudicarse al acusado? No. Tendrá que alegar algo mejor.
—Juez, con su permiso, me gustaría añadir algo —interviene Ben.
—Entre otras cosas, en estas circunstancias usted es la que descubre los hechos. Creo que la fiscalía intenta contaminar su evaluación del caso. Están sugiriendo que mi cliente cometió un asesinato del que ni siquiera está acusado y acerca del cual ni siquiera ha sido interrogado. Solicitaría un juicio nulo, pero eso es exactamente lo que quiere ella.
—Lo comprendo, letrado.
—Ayer, el tal Lyle Cosgrove ni siquiera merecía aparecer en la lista de testigos. ¿Y ahora resulta que es un testigo importante? Claro que no, y la señora Johannsen lo sabe. Sólo quería otra oportunidad para llamar asesino a mi cliente. Considero que hemos recibido un trato muy parcial.
—Señor Carey —responde la juez—, puedo asegurarle que no ha sido perjudicado. No lo tendré en cuenta en absoluto. Ahora salgamos de aquí.
Me empeño en salir con aire confiado, intentando hacer caso omiso de que probablemente todos los presentes en el despacho del juez crean que he matado a Lyle Cosgrove. La juez puede tener dudas; la fiscal, no. Y Bennett... Bueno, seguro que no apostaría por mi inocencia.
Oh, cuán cerca estuve de hacerlo la noche en que lo seguí y me quedé esperando en la acera para tenderle una emboscada. Me encontraba a tan sólo unos centímetros de Lyle Cosgrove cuando pasó cojeando junto a mí. Sentía una gran malevolencia. Me embargaban la amargura, la furia y el odio, y entonces pasó un hombre vulnerable a mi ira. Estaba dispuesto a convertirlo en un chivo expiatorio; su muerte hubiera resuelto un problema del presente y otro del pasado, aunque no me absolvería.
Estaba dispuesto a matar a Lyle Cosgrove con mis propias manos, allí mismo, en la oscura acera. Se me acercó cojeando. Silbaba, yo no conocía la canción pero era algo alegre. Olía a tabaco. Su rostro, iluminado por la escasa luz de la calle y del aparcamiento, parecía pálido y manso. Mientras permanecía de pie en la puerta del aparcamiento, su mirada brillante se dirigió hacia mí. Me saludó con la cabeza, sin alarmarse. Supongo que en la cárcel habría cosas que lo asustaron mucho más que un hombre de estatura media saliendo de un aparcamiento. Volvió a silbar, y yo me quedé inmóvil mientras él siguió su camino lentamente.
Me sequé el sudor de la frente y solté el aliento. En muchos sentidos, fue un momento normal y corriente: dos personas que se miran mutuamente mientras siguen con sus vidas. Sin embargo, descubrí algo acerca de mí mismo, o quizá sea más adecuado decir que, en esos cinco segundos, volví a descubrir algo. Creía que, bajo ciertas circunstancias, era capaz de matar a otro ser humano, pero no fue así. Disponía de los medios y la oportunidad, y no pude hacerlo. No me impulsaba un pensamiento racional, no pensaba en nada. No tuve en cuenta el aspecto moral ni la posibilidad de ser apresado; nada de eso se cruzó por mi mente: actuaba instintivamente, y mi instinto me dejó con los pies clavados en el suelo.
Disfruté de unos breves instantes de alivio y celebración, incapaz de identificar lo que Cosgrove hizo o lo que yo sentí, que evitó que acabara con su vida. Mis pensamientos eran oscuros y fríos, estaba dispuesto a actuar de forma irracional, pero de pronto, inconscientemente, reparé en la humanidad de ese hombre débil e imperfecto.
Los abogados y yo salimos del despacho de la juez y regresamos a la sala del tribunal. Ben y yo nos miramos, pero en silencio. Es un gesto muy propio de Ben.
La juez se acomoda en el estrado.
—Llame a su siguiente testigo, señora Johannsen.
—La fiscalía llama a Brad Gillis.
Brad Gillis parece un poli de la ciudad, un auténtico vaquero. Me cae bastante bien. Fue bastante sincero, no se mostró condescendiente ni me prejuzgó. Antes de que abra la boca, sé que será un buen testigo de cargo.
Pero hoy tiene pocas cosas que decir. Casi todas las pruebas en mi contra consisten en lo ocurrido antes de la llegada de la policía. Y tampoco hay muchas dudas acerca de las pruebas físicas. Encontraron algunos de mis cabellos en el cuerpo de Dale, pero yo le estaba haciendo el boca a boca. No hallaron rastros de su piel debajo de mis uñas, pero tampoco me arrestaron hasta pasados varios días de su muerte, así que habría tenido tiempo de eliminar cualquier rastro. No hay duda de que yo estaba allí, sólo se trata de lo que hice.
—Situar al acusado en la escena del crimen no era prioritario —dice Gillis—. Dado que fue descubierto allí y lo reconoció durante una entrevista posterior.
—Sin embargo —dice Erica Johannsen—, usted investigó la escena del crimen.
—Sí, por supuesto. Pero cuando recibimos la primera llamada, no había ningún motivo en particular para sospechar que se había cometido un asesinato. Era posible pero también probable que simplemente se tratara de la muerte de un hombre anciano. Teníamos que esperar a que se realizara la autopsia. Así que hablé con el acusado durante unos minutos y después dejé que se marchara.
—Cuéntenos lo que dijo.
—El acusado afirmó que había abandonado el edificio durante unos minutos, pero que regresó cuando la víctima lo telefoneó.
—¿Dijo que lo llamó el señor Garrison?
—Fue lo que dijo. Dijo que el señor Garrison llamó al acusado.
—¿Al móvil del acusado?
—Sí.
—¿El acusado le mostró el móvil?
—Sí. Apunté el número.
El detective dice mi número de teléfono. Bennett ya ha supuesto que es mi número y que los registros telefónicos son precisos. El detective dice que comprobó el registro de llamadas correspondientes a mi teléfono móvil, que recibí una llamada a las 19.22 del 18 de agosto de 2000 desde un móvil perteneciente a Joanne Souter.
—Detective, ¿comprobó las llamadas realizadas desde el despacho del señor Garrison?
Johannsen entrega los registros telefónicos del bufete de Dale Garrison. También estipulamos su autenticidad. De todos modos, no tiene sentido cuestionar cosas que ellos pueden probar.
—¿De modo que no se realizaron llamadas desde ningún teléfono del bufete de la víctima después de las siete de la tarde del 18 de agosto?
—Correcto.
Después la fiscal confirma que Dale no tenía teléfono móvil propio.
—Permítame que le pregunte acerca de Joanne Souter. ¿Habló con ella? —Sí.
—¿Qué información obtuvo acerca de su móvil?
—Lo habían robado ese mismo día, el 18 de agosto, más temprano. Le robaron el bolso, y el teléfono estaba dentro. Se lo robaron en una biblioteca pública.
—Bien. ¿La señora Souter proporcionó alguna descripción de la persona que le robó el bolso?
—Sí-contesta Gillis.
Miro a Ben, que no intenta presentar una objeción. Hemos acordado la validez de este testimonio, y de todas formas estamos de acuerdo en que Lyle Cosgrove robó el móvil.
—Declaró que el ladrón era pelirrojo y llevaba coleta, vestía chaqueta vaquera.
—Le mostraré una fotografía, detective. —La fiscal se acerca y le pasa una fotografía del archivo criminal de Lyle Cosgrove a Bennett. Es en color, y se ven sus cabellos rojos—. Detective, ¿le mostraron esta foto a la señora Souter?
Gillis asiente con la cabeza.
—Yo mismo se la llevé anoche.
—¿Qué dijo cuando la vio?
—Dijo que podría haber sido él.
Johannsen mira a Bennett.
—¿Podemos acordar que ésta es una fotografía de Lyle Cosgrove?
Habla con cierto disgusto. Resulta obvio que hace tiempo que conocemos la existencia de Lyle Cosgrove, y eso no le gusta.
—Lo estipularemos. —Claro que sí.
—Gracias, señor Carey. —La fotografía queda aceptada como prueba—. Muy bien. Regresemos a la escena del crimen, detective. Usted habló con el acusado. ¿Había alguien más presente en ese momento?
Gillis examina sus notas y enumera los nombres de los guardias de seguridad.
—¿Había alguien más? —pregunta Johannsen—. ¿Abogados, asistentes de abogados, secretarias?
—No había profanos en la materia —responde—. El señor Soliday era la única persona que estaba en ese despacho con la víctima.
—Bien, en cierto momento, el juez de instrucción del condado declaró que se trataba de un asesinato, ¿correcto? Asfixia por estrangulación manual.
—Correcto. Fue entonces cuando regresé al despacho del señor Garrison.
—¿Por qué?
—Debía examinar de nuevo el bufete. Comprobar las posibles entradas y salidas, y cosas por el estilo.
—Descríbalas.
—El bufete sólo tiene una entrada. La puerta principal. Hay dos salidas. Una es esa misma puerta, la otra, una puerta lateral para que la gente acceda al vestíbulo, generalmente para ir al aseo. Pero no es una entrada. Se necesita una llave.
—¿Habían pasado los empleados de la limpieza? —pregunta Johannsen—. La noche del 18, antes de que el señor Garrison muriera.
—No. Comprobamos los registros. De hecho, llegaron cuando yo ya estaba allí.
—¿Entrevistó a las otras personas que trabajaban en las oficinas?
—Sí. Nadie estaba allí a las siete de la tarde del viernes.
—Nadie excepto el acusado —dice la fiscal.
—En efecto.
—Gracias, detective.
Erica Johannsen se dirige a la mesa de la fiscalía, bastante contenta con su presentación. Observo a la juez, que me mira a los ojos y rápidamente desvía la mirada. Supongo que sólo se trata del decoro judicial, pero no logro librarme de la sensación que me produce su expresión. Cree que he matado a Dale. La sensación de temor es repentina e intensa y, mientras Bennett Carey se pone de pie para repreguntar, lo contemplo con una esperanza que nunca he sentido, una sensación de vulnerabilidad tan súbitamente clara y palpable que me echo a temblar.