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La sede central estatal del Partido Demócrata se encuentra en un edificio situado dos edificios más allá de Seaton, Hirsch. Le alquilamos media planta a un abogado especializado en daños y perjuicios que nos debe una porque durante más de diez años hemos bloqueado una reforma de la responsabilidad extracontractual propuesta por los republicanos. Los republicanos a favor de la empresa quieren poner límites a los pagos por daños y perjuicios, la legislación más reciente que han propuesto limitaba los pagos por daños y perjuicios a tres veces el coste de los gastos médicos incurridos como resultado de la lesión. Eso significa que las personas que resultan heridas porque creyeron que podían mear encima del tercer raíl del ferrocarril no pueden exigir que la entidad del transporte les pague diez millones de dólares por no haberlos «protegido». Eso frustraría el negocio de la litigación relacionada con los daños personales, especialmente en esta ciudad, donde a los jurados les encanta fastidiar a las grandes empresas.
Así que los demócratas del Senado impiden que se apruebe el proyecto de ley cada vez que la Cámara de Representantes lo envía, obteniendo el agradecimiento de abogados de los demandantes de la ciudad, que todos los años aportan tres millones de dólares a las arcas del partido. También nos proporcionan estas oficinas bastante bonitas.
Sentados alrededor de la mesa de la sala de juntes principal nos encontramos el senador; su jefe del estado mayor, Jason Tower; Don Grier, jefe de prensa, y yo. Es una situación ideal para que yo haga acto de presencia porque no hay cámaras, ocurre entre bastidores y es probable que el senador respete mi opinión más que la de ningún otro.
Se trata de una reunión estratégica. Acabamos de considerar una serie de mítines a los que el senador asistirá durante las próximas seis semanas de campaña, la cifra de manos que debe estrechar, la gente que aportará dinero a la que ha de visitar.
—Temas —dice Jason Tower. Hace tres años queja— son trabaja para el senador. Los primeros años de su vida fueron los típicos de un afroamericano pobre de las zonas urbanas deprimidas. Vivía en viviendas de protección oficial, su madre era una mujer fuerte y uno de sus hermanos acabó metido en las bandas. Jason obtuvo una beca para asistir a la universidad estatal, la convirtió en una licenciatura en política pública en Harvard y trabajó de ayudante de congresista en el Senado de Estados Unidos hasta que decidió regresar a sus raíces. Tiene la piel lisa de color café, rostro alargado y juvenil, cabellos rizados muy cortos y lleva pequeñas gafas de marco metálico. Es relativamente guapo, excepto por unos dientes bastante torcidos que se está arreglando con esos aparatos transparentes de lo más novedosos. Más de una vez me ha comentado que de niño no tuvo acceso a la asistencia sanitaria ni dental. Me sorprendió que corrigiera el problema, siempre lo llevó como un emblema.
El senador suspira, se pellizca la nariz. No sé si es producto del cansancio de una campaña ya muy prolongada, y que está a punto de alargarse aún más, o porque tendrá que volver a escuchar nuestras críticas sobre algunas de sus posiciones en la misma.
—Hemos sometido el plan de impuestos a la opinión de los grupos objetivo —señala Jason.
—Déjame que lo adivine —dice el senador—. Les pareció un desastre.
Don Grier se ríe. Ha estado junto al senador desde el principio, en realidad desde antes, con Simón Tully, el padre de Grant. Así que puede reírse cuando otros no pueden.
—No, no están muy conformes —dice Jason.
—Bueno, ¿les dijiste que incluiría la mejora de las escuelas? —pregunta el senador.
Jason se encoge de hombros y empieza a contestar.
—No importa —dice Don. Lleva un jersey de algodón de color anaranjado rojizo, a juego con el color de sus mejillas—. Puedes hablar de veinte ventajas implícitas en un aumento de los impuestos, pero al final lo único que le importa a la mayoría es que les aumentas los impuestos.
—Y que les bajas algunos —puntualiza el senador Tully, mirando a Jason—. ¿Les has dicho eso?
—Sí, se lo dijo —respondo en nombre de Jason—. He visto los vídeos. Creo que uno de los tipos dio en el clavo. Dijo: «Los liberales siempre dicen que algo bueno saldrá del aumento de impuestos, pero al final lo único que pasa es que pago más impuestos.»
El senador menea la cabeza restándole importancia, pero no dice nada. Lo que quiere es cambiar la manera en que el estado financia la educación. En la actualidad, pagamos la mayoría de nuestras escuelas localmente, a través de los impuestos sobre los bienes raíces. De modo que las zonas más ricas, donde los bienes raíces y los impuestos sobre ellos son más elevados, disponen de más dinero para las escuelas que las zonas pobres. El senador Grant Tully quiere financiar la educación a través de los impuestos estatales sobre las rentas, de forma que todas las escuelas reciban la misma financiación según el número de alumnos. Claro que para hacerlo, el senador tendría que aumentar el impuesto sobre la renta, reduciendo entonces el impuesto sobre bienes raíces que antes servía para financiar la educación.
—Al fin y al cabo —interviene Don Grier—, casi todos tendrán que pagar más impuestos, y la única ventaja se reduce a algo que la mayoría no verá ni apreciará: mejores escuelas en el futuro.
—Puede que al final te lo agradezcan —comenta Jason—, pero puede que en primer lugar, no te voten.
—El problema es lo que dijo Don —añade el senador, haciendo girar la nuca—. La declaración de impuestos es algo tangible, algo que parece más sólido. Una mejora gradual de las escuelas no lo es.
Jason observa al senador, asegurándose de que ha llevado su argumento hasta el final.
—La verdad es que la idea no vende. No vale la pena insistir sobre este punto.
El senador Tully entrelaza las manos y apoya el mentón en los puños.
—¿Es una sensación unánime? ¿Los tres pensáis lo mismo?
—No puedo hablar por los demás, pero ésa es mi opinión —confirma Jason.
—Una idea perdedora —dice Don.
El senador me mira, esperando una respuesta.
—Una gran idea, pero no para lanzarla a la hora de máxima audiencia —digo—. Algo para proponer a mitad del período de gobierno.
—A mitad del período —repite el senador Tully—. Les prometo a los votantes que haré una cosa, y después, a mitad del período, les salgo con algo nuevo.
—Les propones algo nuevo —puntualizo—. No estarías haciendo historia con esa medida.
—Comprendo. Y si descartamos mi idea, ¿cuál es el plan para la educación? ¿Cuál es mi plan para los impuestos?
—Lo primero es la financiación de la educación —se apresura a responder Jason.
Se refiere a una legislación propuesta por los demócratas del Senado, una ley que estipula que el cincuenta y uno por ciento de cada dólar de la renta pública debe invertirse en educación.
—Y nada de aumentar los impuestos.
El senador Tully hace un gesto con el dedo, sin mirar a su jefe de estado mayor.
—Parece un plan prudente, Jason. Muy prudente. —Señala a Don—. ¿Tú quieres lo mismo?
—Tienes muchas ideas buenas acerca de la educación que ya has esbozado —dice Don, rascándose la cabeza—. Pero ésta incluye un aumento de los impuestos. Me gusta la idea de Jason.
—John —dice el senador—, a Don y a Jason les agrada la idea. ¿Tú qué opinas?
—Sólo soy el abogado —contesto—. Pero estoy de acuerdo con ellos.
El senador hace un gesto circular con la mano.
—Eso es tres de tres. Mis cerebros. No me malinterpretéis. Hay unos diez miembros del comité central que me dieron básicamente el mismo consejo.
Se refiere a los demócratas del Senado, muchos de los cuales, por diversos motivos (antipatía por el joven senador, un deseo de ocupar su puesto como líder de la mayoría, algunos empleos patrocinados a repartir), realmente quieren que salga elegido como gobernador del estado.
—¿Qué te parece? —le pregunto a Grant.
El senador apoya las manos en la mesa y se levanta de la silla.
—Creo que estáis completamente equivocados.
Abandona la mesa y se acerca a la ventana, desde donde se aprecia una vista del centro, los juzgados y los edificios municipales. Los tres nos miramos con cara de póquer, decepcionados. Incluso podría decirse que Jason parece alarmado.
—¿Por qué no descansamos cinco minutos? —sugiero. Jason y Don salen por la puerta, Don palmea aja— son en la espalda y lo tranquiliza con palabras que he oído mil veces. Me siento a la mesa y miro a Grant, que me da la espalda y mira por la ventana.
—No te metas conmigo —dice.
—No lo hago. Déjame hacerte una pregunta.
Grant vuelve la cabeza y me ofrece su perfil.
—¿Quieres ganar esta contienda, sí o no?
—¿Qué mierda se supone que significa eso?
—Deberías haberme despedido —digo—, pero no lo hiciste, y no puedo presentar mi renuncia porque quedarme contigo es una condición de mi fianza. Así que no nos queda más remedio que aceptar esa decisión. No tomemos otra medida equivocada.
—No lo estamos haciendo.
—Grant, saca la cabeza del culo por un momento. El plan es una buena idea, pero lo que saldrá en los medios es que quieres aumentar los impuestos.
El senador se apoya contra la biblioteca que hay junto a la ventana.
—No estoy de humor.
—Oh, vamos —digo—. No estás manejando este asunto con inteligencia, compañero. Es raro en ti. Este plan... Si estuvieras asesorando a otro que quiere ser gobernador, le dirías que este plan es un desastre. No te cansarías de aconsejarle que lo abandone.
La expresión de Grant se suaviza. A estas alturas es incapaz de sonreír o bromear, pero su rostro indica que ha comprendido lo que digo.
—Es el plan correcto —insiste.
—Quizá, pero no te hará ganar la contienda. Te limitarás a ser otro demócrata que quiere aumentar los impuestos.
—¿Y qué seré si acepto tu consejo?
—Gobernador, con un poco de suerte.
—¿Dando vueltas y más vueltas para lograrlo?
Niego con la cabeza.
—¿Estoy hablando con el tipo que dirigió el Senado durante los últimos diez años? ¿Acaso es tu primer día en política?
—Soy el mismo —dice—. Pero ahora no me presento a senador. No intento conservar una mayoría. Me presento a gobernador del estado. Se supone que debo ser el líder, no un seguidor. Sólo que... —Se interrumpe, reflexionando sobre sus propias palabras.
—Suéltalo —digo.
Las manos del senador permanecen inmóviles, formando un marco.
—Esto es mío. Nadie más puede decirme cómo debo hacerlo.
Asiento. Ahora comprendo. Está hablando de su padre. Su padre, el antiguo líder de la mayoría del Senado, que le entregó el escaño a su hijo Grant envuelto en un lazo, que le despejó el camino para que Grant pudiera ser el líder de la mayoría sin habérselo ganado, que se ha entrometido en más ocasiones de las que Grant querría recordar, diciéndole con quién tiene que pactar y a quién debe enfrentarse, aconsejándole que impida que se apruebe esta legislación y que aporte dinero a esta campaña pero no a esa otra, no hasta que salga su número.
Pero Simón Tully nunca se presentó a gobernador. Nunca tuvo cojones para hacerlo, como en cierta oportunidad dijo un político en mi presencia, sin tener en cuenta para quién estaba trabajando yo en esa época. Grant quiere ir más allá de lo que lo hizo su padre, y está diciendo que quiere hacerlo a su manera. No imaginé que se rebelaría contra él de esa forma. Siempre creí que Grant se limitaría a negarse a entrar en política, o que tal vez haría algo autodestructivo para arruinar su carrera. Sin embargo, ha optado por un enfoque diferente. Recorre el camino que le despejó su padre pero tratando de superarlo, llevando a cabo algo que éste nunca hizo. Así es como piensan los políticos: miden sus éxitos a través de las elecciones, de las medidas tomadas, de los cargos que han ocupado. Esta es la manera en la que un político le demuestra a su padre, también un político, que él es mejor.
—Es el plan correcto —dice Grant—. De lo contrarío, no lo pondría en práctica.
—Losé.
—Los chicos pobres consiguen mejores escuelas. La mayoría de las personas apenas notará que los impuestos han aumentado.
—Entonces eso es lo que haremos —digo—. Le sacaremos todo el jugo posible, pero eso es lo que haremos.
El senador Grant Tully regresa a la mesa, se sienta y me da una palmadita en la pierna.
—Eso es lo que haremos —repite.