17
Permanezco sentado lo más tranquilamente que puedo durante un par de horas, esperando que llegue el abogado enviado por los Tully. Intento reunir las piezas del rompecabezas, los fragmentos que recuerdo de hace dos noches.
«Probablemente no deberías estar aquí», dijo Gina.
«¿Quieres que me marche?»
«Puedes quedarte un rato.»
«¿Qué pensará tu novio?»
«En realidad no es mi novio. Y tampoco es mi dueño.»
Lo demás son trozos sueltos. Nos quitamos la ropa, primero encima de la cama, después en el suelo. Imposible calcular el tiempo, pero creo que gracias a la borrachera aguanté bastante. No fue como otras veces, titubeante. Fue a todo gas, apasionado, agarrados de los cabellos, las uñas clavadas en la espalda. Cuando acabé, me desplomé encima de ella. Creo que nos dormimos en el suelo. Es lo último que recuerdo, excepto que en algún punto volví a caer por la ventana, sobre el césped en el exterior de su dormitorio. Pero no estaba dormida, sino muerta.
La idea me estremece, aunque sólo como si estuviera viendo una escena grotesca de una película. Estoy atontado. No sabía que estaba muerta. No me siento conectado con su muerte. Eso no impide el llanto, hace alrededor de una hora que no lo impide. Pero creo que lloro por mí, no por Gina.
Pisadas. Un agente se acerca a la celda.
—Vas a salir —me anuncia con tono indiferente.
Me quedo perplejo, pero guardo silencio mientras el ayudante abre la puerta y me lleva a otra habitación. Hay un hombre allí, de pie.
—¿John Soliday? —pregunta—. Soy Jeremiah Erwin, tu abogado.
El señor Erwin es un hombre alto y serio, de rostro arrugado y cabellos grises. Lleva un elegante traje negro, camisa blanca y corbata rojo brillante.
—¿Lo llamaron los Tully? —pregunto estrechándole la mano.
—Sí, así es. Te llevaré a casa.
Doy un paso atrás, siento euforia.
—¿Puedo irme? Creí que estaba detenido.
El señor Erwin niega con la cabeza.
—No, sólo te detuvieron para llevarte al condado de Summit. A estas alturas, nadie te ha acusado de nada. Sólo quieren interrogarte.
—¿Así que tengo que ir allí?
—Primero salgamos de aquí.
El señor Erwin apoya una mano en mi espalda y me acompaña fuera de la comisaría. Echo un vistazo a los agentes, mis captores, pero nadie me mira.
—He hablado con las autoridades —dice cuando salimos. El sol me ilumina la cara—. Les he informado de que hoy no declararás nada. Quizás acordemos una reunión en otro lugar.
—¿Qué dicen? —pregunto.
El señor Erwin no me mira, tiene la vista clavada en el camino.
—Una joven llamada Gina Masón fue hallada muerta en su casa. Dicen que tú la visitaste la noche antes de que muriera. Creen que la violaste y la asesinaste. —Se vuelve hacia mí y añade—: El hecho de que lo digan no lo convierte en la verdad.
Combato las náuseas e intento recordar algo más de aquella noche. Permanecemos en silencio durante el resto del breve recorrido hasta el coche. El señor Erwin conduce un Chevrolet, un modelo de lujo, y los asientos de cuero suponen un alivio después del cemento duro del calabozo.
—¿Adonde vamos? —pregunto una vez que estamos en la carretera.
—A casa de los Tully. Hemos de mantener una conversación. —Vuelve a mirarme—. Tú y Grant también debéis hablar.
Grant me espera en su casa, en el umbral. Viste de manera más formal que lo habitual, lleva el traje de los domingos: una camisa almidonada color crema y buenos pantalones. Tiene los ojos inyectados en sangre, está despeinado y las mismas lágrimas que mancharon mi cara manchan la suya. Sale de la casa y me saluda rodeándome un hombro, con los labios temblorosos. Reprimo mi emoción y mantengo una expresión solemne.
La residencia de los Tully no necesariamente se corresponde con lo que uno esperaría que fuera la casa de una familia poderosa como la del senador Simón Tully. Es una casa de dos plantas sin ninguna característica especial, rodeada de cuatrocientos metros cuadrados de césped, y en la parte delantera hay algunos arbustos que crecen en un cantero cubierto de astillas de madera. Eso dice mucho de la familia Tully, o al menos del senador.
No es un hombre ostentoso, sino una persona tranquila, muy seria, un hombre que considera que la lealtad es tan importante como el amor por la familia.
Entro junto a Grant, pero no veo al senador ni a su madre.
—Estaré allí —le dice Jeremiah Erwin a Grant, indicando el estudio cerca de la puerta de entrada.
Grant me palmea la espalda.
—Relajémonos un rato y hablemos de este asunto —dice.
La sala de estar está vacía. Me siento en el sofá. Grant trae un vaso de soda y se sienta junto a mí. Carraspea con la vista totalmente clavada en el suelo. Se frota las manos.
—El señor Erwin quiere oír tu versión —dice—. Así que tenemos que dejarlo claro.
—En realidad, no tengo una versión —digo—. No hay mucho que contar cuando tus recuerdos son un agujero negro.
Grant suspira, trata de serenarse y finalmente abre las manos.
—Dime lo que sí recuerdas, John.
Cierro los ojos.
—Fui allí. Fui con uno de esos tipos. Lyle o Rick.
—Lyle —dice Grant—. Debe de haber sido Lyle. Rick me llevó a casa.
—Vale, Lyle. Así que entré en su casa. Por la ventana.
—¿Ella te dejó entrar?
—Sí. Y... bueno, ya sabes —digo, moviendo un dedo en círculo.
Grant hace una mueca.
¿Sí? ¿Lo hicisteis hasta el final?
—Pues... sí.
Grant agarra un cojín del sofá como si quisiera arrojarlo.
—He dejado pruebas —digo—. Eso es lo que te preocupa.
—Podrán probar que fuiste tú —confirma, volviendo a dejar el cojín en el sofá.
—Bueno, lo del sexo, sí, fui yo.
—¿Dónde estaba Lyle?
—En el coche —contesto.
Eso parece confundir a Grant.
—Quiero decir que supongo que estaba en el coche. Pero ahora que lo pienso, ¿por qué Lyle me dejaría en casa de Gina para que pudiera acostarme con su novia?
Grant acepta la contradicción asintiendo con la cabeza.
—Creo que lo de «novia» es una exageración. De todas formas, es culpa mía, John. El que compró esa cósala coca, esa noche fui yo... y Lyle me debía una. Quise saber qué sentía por Gina, él me dijo que no le importaba mucho, así que le pregunté si tenía inconveniente en que algún día salieras con ella —dice, con una sonrisa de disculpa—. No me refería a esa misma noche.
—De modo que Lyle me lleva a la casa de Gina en pago por la coca gratuita. Joder.
—¿Qué pasó, John? Después de que lo hicierais.
—No lo sé. Acabamos, me caí encima de ella. Creo que me desmayé. Después supongo que me desperté y salí de allí.
—Pero no lo recuerdas.
—No —confieso.
—¿Y ella? ¿Qué pasó con Gina?
—¡No lo sé! ¡No lo sé! —digo, mordiéndome los labios—. Yo, ya sabes... Cuando me fui, estaba dormida.
No la desperté ni nada por el estilo. Me largué.
Vuelvo a estallar en llanto, se me cierra la garganta. Una vez más, no logro saber por qué. ¿Siento miedo o arrepentimiento?
Grant me observa. Mis lágrimas lo han envalentonado.
—Muy bien —dice con tono sorprendentemente autoritario—. ¿Qué le dijiste a Lyle?
—No tengo ni idea, Grant. Apenas recuerdo haber salido por la ventana. Creo que quizá Lyle me ayudó.
—Lyle —murmura Grant para sí—. Lyle, Lyle, Lyle. Se pasa una mano por la cara.
—Me pregunto qué estará diciendo él de todo este asunto.
Le pregunto si Lyle ha sido detenido o interrogado. Se encoge de hombros. A estas alturas, sabe tan poco como yo.
Debemos averiguar qué dice Lyle —añade.
Bueno. —Me masajeo el cuello. Tengo los hombros más tensos que nunca—. Supongo que no podemos llamarlo.
Tú no puedes, John. Tienes que mantener la boca
cerrada.
Tiene razón. Quizá sea la última persona del mundo que debe intentar hablar con ese tipo. Pero Grant tampoco debería hacerlo. Además, ni siquiera lo conocemos.
—Es probable que un tipo como Lyle diga cualquier cosa para mantenerse al margen —comenta Grant.
—No lo sé —digo, dejando caer la cabeza—. No sé qué hacer.
Siento que me apoyan una mano en el hombro.
—Deja que yo me ocupe de Lyle —dice Grant—. Tú tienes otras cosas en que pensar. O recordar, debería decir.
—¿Qué significa eso?
Grant mete una pierna debajo de la otra, irguiéndose en el sofá. Ha juntado las manos en oración.
—Significa que no puedes decirle a la policía que no recuerdas nada de lo que ocurrió, John. Si los polis afirman que la violaste y la asesinaste, no puedes decir «follamos, pero no recuerdo los detalles». Y tampoco puedes decir «no sé si estaba viva o muerta cuando me marché». —Me coje del brazo y añade—: Debes decir que follasteis, pero que ella lo consintió. Y que decididamente estaba viva cuando te marchaste.
—Joder.
Las palabras, aunque dichas en mi favor, me revuelven las tripas. De pronto siento claustrofobia, recorro la habitación con mirada nerviosa.
—¿La obligué a hacerlo? ¿La... violé?
—No. —La voz de Grant es serena y firme—. Tú no harías eso ni borracho. La chica estaba encantada contigo. Te dejó entrar, ¿verdad?
—Sí. De eso me acuerdo.
—Bien —dice, agitando una mano—. Es imposible que la violaras.
—¿Entonces cómo murió?
—No lo sabemos —responde, encogiéndose de hombros—. ¿Los polis te dijeron algo?
—No.
—Entonces también tendremos que averiguarlo.
—Ellos... —digo, alzando la mirada hacia el techo—, ellos dicen que la obligué, que se defendió y que la maté. Esa debe de ser su explicación.
—Pasarán muchas cosas antes de que digan eso —asegura Grant—. Tendrán que hacer la autopsia, ¿correcto? Tendrán que conseguir un testigo.
—Lyle —mascullo.
—Yo me ocuparé de Lyle —dice Grant, respirando hondo—. Y ya veremos qué pasa con la autopsia.
—¿A qué te refieres? —digo—. ¿Cómo podremos...?
Me quedo inmóvil. Grant no contesta ni me mira. De pronto comprendo que esto es algo que nunca me explicarán por completo.
—Tu padre —digo.
Grant asiente solemnemente con la cabeza.
—¿Tu padre conoce a gente de allí? ¿Del condado de Summit?
—Mi padre conoce a todo el mundo.
Su tono no es afectuoso.
—No sé —digo, suspirando—. No quiero que me envíen a un reformatorio ni nada por el estilo, pero ¿por qué no les digo lo que ocurrió y vemos qué pasa? Les diré que nunca la hubiera violado. Gina me gustaba. Y nunca la hubiera asesinado.
La mirada de Grant podría congelar el sol. Su cara enrojece. Se moja los labios antes de empezar.
—En primer lugar —dice con voz queda y temblorosa-} si es asesinato, te juzgarán como adulto. Podrían caerte muchísimos años en la prisión. En segundo lugar, amigo mío, si les dices que hay cosas que no recuerdas, entonces no puedes descartar la posibilidad de que sí la violaste y que sí la asesinaste. Decirles que «yo no haría eso» no es una defensa. Sobre todo porque estabas más borracho de lo que yo jamás te haya visto.
Se golpea el pecho. Tiene los ojos llorosos, pero no por la rabia, sino por el remordimiento.
—Esto es culpa mía, John. —Su cara se tuerce en una mueca y sigue llorando. Luego prosigue pese al dolor—. Te he enredado con esta gente. Por mi culpa tomaste unas drogas que nunca habías tomado. Y después te deje solo. Es culpa mía, y yo arreglaré este asunto. No dejaré que te ocurra nada. No quiero perderte también a ti... No dejaré que ocurra.
Grant está pensando en Clayton Tully, su hermano mayor. Clay murió en un choque frontal hace tres años. Asistía a uña universidad prestigiosa y era un veinteañero ambicioso, inteligente y guapo, de aspecto muy cuidado. Grant lo idolatraba. En muchos sentidos, Clay lo eclipsaba por completo. Tenía mejores notas, era mejor atleta y estaba más dedicado a la política.
Clay hizo muchas cosas por su hermano menor. Algunas obvias, como aconsejarlo y alentarlo. Pero era más que eso. Clay protegía a Grant frente al peso de las expectativas de su padre. En cierta ocasión, Grant me contó que, cuando llegara el momento, su padre pensaba entregarle su escaño del Senado a Clay, quien, a diferencia de Grant, así lo quería. Grant es un espíritu más libre, un rebelde, alguien que ha aprovechado el camino de rosas que le prepararon, pero que no quiere sacar tajada. Ignoro sus planes de futuro, pero dentro de unos años, hubiera apostado que se convertiría en alguien que en realidad no sería otra cosa que el hermano del senador Clayton Tully y el hijo del ex senador Simón Tully. Es posible que eso le hubiera bastado para vivir bien. De un modo u otro, se las hubiera arreglado para licenciarse, convertirse en abogado, trabajar en un bufete prestigioso y disfrutar de un montón de clientes dispuestos a quedar bien con Clayton. Sí, una vida fácil.
Pero desde que murió Clay, parece que Grant se ha visto obligado a ocupar el puesto de su hermano. Su padre nunca se lo ha dicho pero Grant cree que ahora quiere que él herede su cargo de senador. Y aunque Grant tampoco lo ha dicho sé que lo aterroriza. Perdió más que a un hermano mayor en ese accidente de coche. Perdió la vida que él quería vivir.
Recuerdo ese año, después de la muerte de Clay. Grant se dedicó todavía más a las fiestas, empezó a tomar cocaína. Me lo negaba a mí, su mejor amigo, pero parecía al borde de la adicción. Sus notas fueron de mal en peor (nunca habían sido espectaculares) y dejó de jugar al béisbol en el instituto, un deporte para el que tenía cierto talento. En realidad, Grant sólo durante el último año ha empezado a recuperarse de verdad. Creo que la idea de marcharse de casa para ir a la universidad le ha dado energías, la sensación inconsciente de que, cuando está lejos de su padre, su vida le pertenece.
La cara que pone Grant en este momento me recuerda su expresión tras los funerales de Clay. Una mezcla de dolor, incredulidad y abatimiento.
—Pero también debes cumplir con tu parte —dice Grant—. Debes decirles que Gina quería acostarse con— tigo y que, cuando te marchaste, ella te saludó con la mano y una sonrisa.
Se pone de pie, aparcando las emociones y centrándose en la siguiente tarea.
—Deja que yo me ocupe del resto.