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Vuelvo a estar en mi oficina después del almuerzo, hoy, domingo. Soy socio en el bufete de Seaton, Hirsch y Sharpe. Seaton, Hirsch y Sharpe está formado por doscientos abogados que trabajan frente a los juzgados del estado, en el centro del barrio comercial. Hay unos quince departamentos diferentes: de empresa, quiebras, salud, administración de bienes. Hay departamentos absolutamente para todo. Yo hago algunos trabajos para el departamento de litigios, junto con Bennett Carey, pero Ben y yo formamos prácticamente un departamento de dos personas dedicado a las leyes electorales. Hacemos el trabajo político para el Partido Demócrata y lo facturamos a través de la empresa. Al margen de su trabajo estatal como senador, Grant Tully tiene algunos clientes comerciales importantes que quieren estar asociados con él, y después le pasa el trabajo a otros abogados. Aporta bastantes ganancias, pero sobre todo, a la empresa le gusta tener a ambos Tully en su membrete. Digo «ambos Tully» porque el padre de Grant, el antiguo senador estatal Simón Tully, aún se deja caer por la empresa de vez en Cuando.

Trabajo en Seaton, Hirsch porque Grant me quiere junto a él, ya sea trabajando para él o para otros demócratas. En mi papel de abogado para el Partido Demócrata del estado, básicamente represento a todos los diputados o senadores demócratas estatales, al menos en su calidad oficial. En general, eso significa que dedico la mayor parte de mi tiempo a conducir al senador y al partido a través del campo minado que suponen las leyes electorales y la campaña estatal. Hay reglas que rigen la propaganda política, la revelación de las finanzas o el acceso a las listas, y me he convertido en un experto. Estas reglas son muy complejas, que es exactamente como las quiere la clase política dirigente. Los funcionarios electos disponen de personas como yo para decirles cómo son las cosas. Los de fuera, que procuran entrar sin el apoyo de los republicanos o los demócratas, habitualmente intentan seguir nuestros pasos.

Es una tarea para más de dos personas, pero básicamente Bennett Carey y yo hacemos todo el trabajo. He estado con el senador desde que se lanzó a la carrera política hace diez años y ahora ya conozco todas las reglas de memoria. Diablos, he redactado la mitad de ellas para la aprobación del Senado, lo que significa que mis conocimientos son una mercadería rara y valiosa. También significa que una gran mayoría de los demócratas de la ciudad y del resto del estado están en deuda conmigo. Algunos más que otros.

En pocas palabras, ése soy yo. Conozco las elecciones y también a las personas.

Me conecto a la red para leer las noticias. Don Grier, el portavoz del senador, tenía razón: el periódico local, el Daily Watch, cubre la historia en la edición de Internet. No es la noticia principal, lo que sin duda resulta alentador. En una ciudad donde hay asesinatos diarios quizá no sea una noticia muy importante. Es el tercer reportaje, que figura debajo de una noticia acerca de un submarino estadounidense que se internó en aguas territoriales chinas ski darse cuenta y otra acerca de un debate sobre la reducción de impuestos en Washington.

Pero aunque sea el tercer reportaje, el titular basta para que suba la adrenalina. La información se produjo a las 9.15 de la mañana: UN HOMBRE DE LA CIUDAD MATA A UN INTRUSO. El artículo dice que la policía está investigando las circunstancias de la muerte ayer por la noche de un ladrón que entró en una casa en la calle North Vine. El intruso se llamaba Brian Denning O'Shea, tenía treinta y siete años de edad y vivía en la zona sudeste. Aparentemente, William Bennett Carey, de veintinueve años, abogado, le disparó a O'Shea por la espalda cuando salía de la casa.

Me sorprendo tapándome la boca con la mano. Le han dado un giro interesante. Olvídense de que la casa estaba a oscuras. Olvídense de que un hombre estaba en el dormitorio de Bennett cuando éste despertó. Olvídense de que la policía no lo acusa de nada.

Hago girar la silla. Bennett Carey está de pie en el umbral de la puerta.

—¿Cómo estás, Ben?

Bennett se encoge de hombros. Lleva una camisa blanca sin corbata y pantalones de color azul marino. Sus cabellos aún están mojados. No lleva calcetines, aunque podemos perdonarle el olvido.

—¿Te sientes mejor? —pregunto.

No se ha movido de la puerta, parece incómodo e inquieto, lo que le cuadra. Al principio tomarías a Bennett Carey por un donjuán, un abogado de empresa encantador, de manos cuidadas y bien vestido, dispuesto a comerse el mundo. Esperas que tenga la voz profunda, la presencia confiada y un encanto juguetón. En cambio, te encuentras con un hombre tímido, de voz suave y poco desenvuelto. En primer lugar, apenas tiene sentido del humor, lo que significa que mi sarcasmo siempre presente suele provocar miradas de incomprensión. No participa en las bromas de la oficina y hace caso omiso de los flirteos de las mujeres de la empresa. Es muy pulcro. Lleva camisas blancas perfectamente planchadas, corbatas discretas bien anudadas y nunca se pone nada llamativo. El único indicio de creatividad está en su trabajo, cuando debe redactar un artículo legal. Incluso entonces se vislumbra su personalidad: sus palabras son sencillas; sus argumentos, precisos y breves.

—No sé qué hacer-confiesa Ben—.No tengo ganas de estar aquí ni en mi casa.

—Puedes quedarte en la mía —digo—. Todo el tiempo que quieras.

—Oh... bueno. Gracias, John. Estaré perfectamente. —Titubea, aún de pie ante la puerta—. ¿Has hablado con el senador? —Sí.

—¿Está aquí?

—Claro. Entre un mitin y otro.

—¿Se lo has dicho? —inquiere Bennett, rascándose laxara.

—Se lo he dicho.

—¿Cómo reaccionó?

Hago un gesto con la mano y le indico una silla al otro lado del escritorio.

—Oye, ya conoces a Tully: «Es lo que es, nos ocuparemos de ello» —digo, intentando imitar al jefe—. Nadie te culpa, Ben. Por amor de Dios, ¿cómo podrían hacerlo?

—No, supongo que no.

Bennett se derrumba en una silla. Se ha puesto colonia, desprende un aroma vagamente medicinal. Se ha dejado una zona sin afeitar debajo de la barbilla.

—No dejo de ver la cara de ese tipo... Cuando encendí la luz y lo vi tirado en el suelo.

—El detective tenía razón —digo—. Ese tipo no te dejó ninguna opción.

Bennett dirige la mirada a la pantalla del ordenador detrás de mí.

—¿Qué es eso?

—La primera página de la edición en Internet-contesto, sonriendo para suavizar el impacto.

—Estupendo —dice Bennett, meneando la cabeza.

—No te preocupes por eso, Ben. No irá a más. Como mucho, una noticia de un par de días.

Bennett agita una mano. No lo he convencido.

—¿Pone algo interesante en el periódico? —pregunta.

—Tienen el nombre del autor.

Bennett se incorpora.

—¿Cómo se llama?

—Brian Dennis O'Shea.

La mirada de Bennett se nubla, adopta una expresión seria, palidece.

—Santo Cielo-murmura.

—¿Lo conoces? —pregunto.

Bennett respira hondo y niega con la cabeza.

—Brian O'Shea —masculla.

—Cuéntamelo.

—Brian O'Shea —repite, haciendo una mueca—. Cuando trabajaba en la oficina del fiscal del condado, fue uno de mis últimos casos, quizá hace cinco años. Envié al hermano de O'Shea a la cárcel, por tenencia de drogas. Se llamaba Sean O'Shea. Estábamos limpiando la zona sudeste, arrestando a un montón de traficantes. Encontramos más de veinte gramos en la vivienda de Sean.

—Así que mandaste a su hermano a la cárcel.

—Más que eso-dice Ben—.Estaba allí, ¿comprendes? Los adjuntos participaban. Entramos después de que los polis aseguraran el lugar, pero querían que los abogados estuvieran presentes para asegurarse de que todo se hacía correctamente. Los registros de allanamiento no sobrepasaban el límite legal, las pruebas se manejaban correctamente... ese tipo de cosas.

Recuerdo esa época. Fue cuando la exigencia de que un organismo independiente se hiciera cargo de reunir y evaluar pruebas obtenidas en escenas del crimen en toda la ciudad llegó a su punto máximo. Los abogados defensores y los activistas de derechos civiles se quejaban de que los polis manipulaban las pruebas. Este problema obligó a la oficina del fiscal del condado a crear una unidad técnica (llamada CAT), que hoy tiene autoridad sobre esa clase de asuntos en lugar de la policía municipal.

—Los abogados de Sean O'Shea afirmaron que no había coca en su casa hasta que aparecimos nosotros —prosigue Ben.

—¿Dijo que la habíais puesto vosotros?

—Oh, sí. —Ben esboza una sonrisa—. Los fiscales colocaron veinte gramos de coca, una balanza, un busca— personas y un fajo de billetes —ironiza, agitando una mano—. Los abogados defensores siempre actúan de la misma forma. Has participado en tantos juicios de este tipo como yo, empiezas a oír las acusaciones de haber colocado algo hasta en sueños. —Suspira—. Así que acusamos a Sean de posesión con intención de vender. Ya tiene antecedentes, de manera que lo condenaron a... ¿Cuántos? Creo que entre veinticinco y cuarenta años.

—Vaya.

—Sí, con esas cosas no se andan con chiquitas.

Bennett reflexiona un momento. Siempre me he preguntado si alguna vez los fiscales se sienten culpables por las cosas que hacen.

—Total, que el hermano de Sean consigue un abogado y presentan una demanda por derechos civiles contra mí. Un juicio según el artículo de 1983 en la corte federal. Dicen que violé los derechos civiles de Sean O'Shea y que coloqué pruebas en su vivienda. —Ben forma un círculo con el dedo índice—. Presentó la demanda hace unos tres años. Finalmente el caso fue archivado por el tribunal del distrito. La resolución fue confirmada cuando apelaron. La Corte Suprema se limitó a negar la certificación, por lo que el caso ha terminado.

—Vale. —Me inclino hacia atrás en la silla—. Brian está furioso porque su hermano pasará en la cárcel prácticamente toda su vida adulta y porque lo derrotaste en el juicio.

—Supongo.

—¿No lo reconociste en tu casa?

—¿A Brian O'Shea? —Bennett se encoge de hombros—. No sé si alguna vez le he visto. Quizás estuvo en el juicio de su hermano, pero no lo recuerdo. El caso que presentó contra mí en la corte federal nunca llegó a juicio. Yo no comparecí ante el tribunal. Lo llevó la sección civil del fiscal del condado.

Por no mencionar el hecho de que el tipo se metió en la casa de Ben en mitad de la noche, en la más absoluta oscuridad. No se trata precisamente de que mantuvieran una charla agradable mientras tomaban una taza de té.

—Bueno, vale. —Me acerco y apoyo las manos sobre el escritorio—. Ahora te sientes mejor, ¿verdad? —digo—. Ese tipo intentaba hacerte daño. No tenías otra opción.

Durante un rato, Ben juguetea con sus cabellos, apartando algunos rizos que le cubren los ojos.

—Supongo que saberlo es una ayuda.

—Bien —digo—. Llamaré a ese detective Paley. Lo averiguará con rapidez, pero vale la pena ahorrarle la investigación.

—De acuerdo —dice Ben.

Rodeo el escritorio y agarro a Ben del hombro. —Con un poco de suerte, podrás olvidarte de este asunto. —Sí.

—También informaré al jefe —añado. Ben entorna los ojos y sale de la oficina.